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– Ve a ver a tus primos, Anna Melody. Quiero hablar con tu madre -dijo él, más tranquilo, retirando la mano.

– Querido, yo tampoco quiero que se vaya, pero ese joven es rico, culto, inteligente, por no mencionar lo guapo que es. Dará a nuestra hija mejor vida que Sean -dijo Emer, dejando brotar libremente las lágrimas ahora que su hija había salido de la habitación.

– ¿Te acuerdas de lo mucho que rezamos para tener una hija? -dijo Dermot al tiempo que las comisuras de los labios se le curvaban hacia abajo como si hubieran perdido toda su fuerza o su voluntad para mantenerse rectas. Emer ocupó el sitio de Anna en el suelo y besó la mano de su marido que descansaba sobre el brazo del sillón.

– Nos ha hecho tan felices -sollozó Emer-. Pero llegará el día en que no estemos y entonces tendrá que enfrentarse al futuro sin nosotros. No podemos retenerla para nosotros solos.

– La casa no será la misma -tartamudeó Dermot. El whisky le había soltado la lengua y las emociones.

– No, no lo será. Pero piensa en su futuro. De todas formas, quizá dentro de seis meses decida que no es el hombre para ella. Entonces volverá.

– Puede que sí -Pero no lo creía así.

– Dorothy dice que la hemos educado así de terca. Si eso es cierto, entonces nosotros tenemos la culpa. Hemos alimentado sus expectativas. Glengariff no es lo suficientemente bueno para ella.

– Quizá -replicó él desanimado-. No lo sé. -La idea de la casa sin el feliz caos de los nietos planeaba sobre sus cabezas, y sus corazones luchaban contra la pesadez que los acongojaba-. Está bien, le daré seis meses. No conoceré a ese joven hasta después de ese tiempo -dijo dándose por vencido-. Si se casa con él, todo habrá terminado. Será el adiós. No pienso ir a Argentina a visitarla -dijo, y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Ni hablar.

Anna caminaba por la cima de la colina. La niebla la envolvía como fino humo que surgiera de chimeneas celestiales. No quería ver a sus primos. Los odiaba. Nunca la habían hecho sentir bienvenida. Pero ahora iba a abandonarlos. Quizá nunca volviera. Le encantaría ver su reacción cuando se enteraran de su radiante futuro. La recorrió un escalofrío de excitación, se arrebujó en el abrigo y sonrió. Paco se la llevaría con él al sol.

– Anna Solanas -dijo-. Anna Solanas -repitió en voz alta hasta que empezó a gritar su nuevo nombre a las colinas. Un nombre nuevo que señalaba una nueva vida. Echaría de menos a sus padres, lo sabía. Echaría de menos la cálida intimidad de su casa y las tiernas caricias de su madre. Pero Paco la haría feliz. Paco alejaría de ella la añoranza.

Cuando volvió de las colinas, su madre había cerrado la puerta del estudio de Dermot para dejarle solo con su dolor y para no preocupar con ello a su hija. Dijo a Anna que su padre había dicho que podía ir a Londres, pero que debía llamarles en cuanto llegara para que tuvieran la certeza de que estaba instalada a salvo en el piso de los La Rivière.

Anna abrazó a su madre.

– Gracias, mamá. Sé que has sido tú quien le ha convencido. Sabía que lo lograrías -dijo feliz, besando la suave piel que olía a jabón y a maquillaje.

– Cuando llame Paco puedes decirle que tu padre está de acuerdo en que vivas seis meses en Londres. Dile que sí los dos sentís lo mismo pasado ese tiempo, Dermot irá a Londres a conocerle. ¿Está bien, querida? -preguntó Emer a la vez que pasaba una mano pálida por el pelo largo y rojo de su hija-. Eres muy especial para nosotros, Anna Melody. No nos hace felices que te vayas. Pero Dios estará contigo y él sabe lo que es mejor para ti -dijo de nuevo con voz temblorosa-. Perdóname por ponerme tan sentimental. Has sido el sol de nuestras vidas…

Anna volvió a abrazar a su madre y sintió también cómo la ahogaba la emoción, no porque fuera a irse, sino porque era consciente de que su felicidad iba a hacer muy desgraciados a sus padres.

Dermot se quedó disgustado en su estudio hasta que se puso el sol. Vio cómo las sombras trepaban por las ventanas hasta que cubrieron el suelo de la cocina, borrando los últimos rayos de luz. Podía ver a su pequeña bailando por la habitación con su vestido de los domingos. Pero después de un rato la alegría de la niña dio paso a las lágrimas, y se tiró al suelo llorando. Dermot quiso correr hasta ella, pero cuando se puso en pie, la botella vacía de whisky cayó al suelo y se hizo añicos, asustándola y haciéndola desaparecer. Cuando Emer entró para llevarle a la cama, Dermot roncaba en su silla. Un hombre triste y roto.

Anna tenía que cumplir con una última tarea antes de irse a Londres. Fue a decir a Sean O'Mara que no podía casarse con él. Cuando llegó a su casa, la madre de Sean, una mujer alegre con el físico rechoncho propio de un sapo jovial, entró de un salto en el vestíbulo para gritar a su hijo que su prometida los había pillado de sorpresa y había aparecido como por encanto.

– ¿Cómo ha ido el viaje, querida? Apuesto a que ha sido emocionante, muy emocionante -dijo la madre entre risas al tiempo que se limpiaba en el delantal las manos llenas de harina.

– Ha sido un viaje muy agradable, Moira -respondió Anna, sonriendo incómoda y mirando por encima del hombro de la mujer para ver cómo su hijo bajaba a saltos las escaleras.

– Bien, me alegra que hayas vuelto, te lo aseguro -volvió a reír-. Nuestro Sean ha estado lloriqueando todo el fin de semana. Da gusto volver a verle sonreír, ¿no es cierto, Sean? -Se metió en la casa y añadió feliz-: Os dejo a lo vuestro, tortolitos.

Sean besó a Anna torpemente en la mejilla antes de tomarle la mano y conducirla calle arriba.

– ¿Y? ¿Cómo ha ido en Londres? -preguntó.

– Bien -respondió Anna, saludando a Paddy Nyhan, que pasaba junto a ellos en su bicicleta. Después de sonreír y saludar a varios vecinos, Anna no pudo aguantar más aquel suspense.

»Sean, necesito hablar contigo en algún sitio donde podamos estar solos -dijo, frunciendo ansiosa el ceño.

– No te preocupes, Anna. Nada puede ser tan terrible -dijo Sean echándose a reír mientras caminaban por las callejuelas hacia las colinas.

Subieron en silencio. Sean inició una conversación haciéndole preguntas sobre Londres, pero ella le contestaba con monosílabos, de manera que al poco rato Sean decidió dejarlo. Por fin, lejos de ojos y oídos ajenos, se sentaron en un banco mojado que daba al valle.

– Dime, ¿qué te pasa? -preguntó Sean. Anna miró su rostro pálido y anguloso y sus ojos de niño y temió no tener el valor de decírselo. No había manera de hacerlo sin herirle.

– No puedo casarme contigo, Sean -dijo por fin, viendo cómo a Sean se le descomponía la cara.

– ¿Que no puedes casarte conmigo? -repitió incrédulo-. ¿Qué quieres decir con eso?

– No puedo, eso es todo -dijo Anna, y apartó la mirada. El rostro de Sean enrojeció hasta adquirir un tono casi violáceo, sobre todo alrededor de los ojos, que se le humedecieron por la emoción.

– No lo entiendo. ¿A qué se debe esto? -tartamudeó-. Estás nerviosa, no es más que eso. Se te pasará cuando nos hayamos casado -insistió intentando tranquilizarse.

– No puedo casarme contigo porque estoy enamorada de otro hombre -dijo Anna e irrumpió en llanto. Sean se puso en pie, se llevó las manos a la cintura y soltó, furioso:

– ¿Quién es ese hombre? ¡Le mataré! -escupió enojado-. Vamos, dime, ¿quién es? -Anna alzó la mirada y reconoció el dolor que escondía su rabia, lo que la hizo llorar todavía más.

– Lo siento, Sean, no he querido hacerte daño -dijo entre sollozos.

– ¿Quién es, Anna? Tengo derecho a saberlo -gritó, volviendo a sentarse en el banco y cogiéndole la cara para que le mirara.

– Se llama Paco Solanas -respondió Anna, liberándose de su mano.

– ¿Qué clase de nombre es ese? -replicó Sean con una risa burlona.