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– Es español. Paco es argentino. Le he conocido en Londres.

– ¿En Londres? Jesús, Anna, hace sólo dos días que le conoces. Esto es una broma.

– No es ninguna broma. Me voy a Londres a finales de semana -dijo, secándose la cara con la manga del abrigo.

– No durará.

– Oh, Sean, lo siento. Lo nuestro no puede ser -dijo cariñosa, poniendo una mano sobre la de él.

– Pensaba que me querías -le espetó Sean, apretándole la mano y mirando sus ojos distantes como si intentara encontrar en ellos a la Anna que amaba.

– Te quiero, pero como a un hermano.

– ¿Como a un hermano?

– Sí, no te quiero como a un marido -le explicó, intentando ser amable con él.

– ¿Así que esto es el fin? -preguntó él, conteniendo la rabia-. ¿Esto es todo? ¿Adiós?

Anna asintió.

– Vas a huir con un hombre al que conoces desde hace dos días en vez de casarte conmigo, un hombre al que conoces desde siempre. No te entiendo, Anna.

– Lo siento.

– Deja de decir que lo sientes. Si tanto lo sintieras no me estarías dejando plantado. -Se levantó de golpe. Anna vio cómo le latía el músculo del pómulo, como si estuviera haciendo lo imposible por no derrumbarse y echarse a llorar. Pero Sean mantuvo la compostura-. Entonces esto es el final. Adiós. Espero que tengas una vida feliz, porque acabas de arruinar la mía. -Clavó la mirada en los ojos acuosos que estaban empezando a sollozar de nuevo.

– No te vayas así -dijo ella, corriendo tras él. Pero Sean bajó a grandes zancadas por el campo y desapareció en el pueblo.

Anna volvió al banco y lloró al sentir el dolor que había infligido a Sean. Pero no había otra forma de hacerlo. Amaba a Paco. No podía evitarlo. Se consoló pensando que con el tiempo Sean encontraría a alguien. Todos los días se rompen corazones, pensó, y también todos los días se reparan corazones. Sean la olvidaría. Pasó los días que siguieron escondida en casa, hablando por teléfono con Paco, evitando a sus primos y a la gente del pueblo que, habiéndose enterado de la noticia, culpaban a Anna por haber arruinado el futuro de Sean O'Mara. No se atrevía a salir. Cuando se fue de Glengariff no miró atrás; si lo hubiera hecho habría visto el rostro cetrino de Sean O'Mara mirándola con tristeza desde la ventana de su habitación.

♦ ♦ ♦

Anna se quedo seis meses en Londres. Vivía con Antoine y Domini que La Rivière en su espacioso apartamento de Kensington. Dominique era una novelista en ciernes, y Antoine gozaba de una exitosa carrera en la City. A Paco le había horrorizado la idea de que su prometida trabajara en Londres y había insistido para que, en vez de trabajar, tomara algunos cursos, entre ellos uno de español. A Anna le había dado demasiada vergüenza decírselo a sus padres por temor a herir su orgullo, así que les dijo que estaba trabajando en una biblioteca.

Paco escribió a sus padres para darles rendida cuenta de sus planes. Su padre expresó su preocupación en una carta sorprendentemente larga. Le aconsejó que si, una vez terminados sus estudios, seguía sintiendo lo mismo, llevara a su novia a casa para ver hasta qué punto se adaptaba a la familia. «Te darás cuenta enseguida si va a funcionar», escribió. Su madre, María Elena, le escribió diciendo que confiaba en su juicio. No dudaba de que Anna se adaptaría a Santa Catalina y de que todos la querrían tanto como él.

Transcurridos seis meses Ana dijo a su padre que ella y Paco todavía se amaban y que estaban decididos a casarse. Cuando Dermot sugirió que Paco fuera a Irlanda, ella insistió para que fuera Dermot quien se desplazara a Londres. Su padre se dio cuenta de que Anna se avergonzaba de su casa y le preocupó el futuro de la joven pareja si su presente no estaba basado en la honradez. Pero accedió a ir.

Dermot dejó a su mujer e hija paseando por Hyde Park mientras se encontraba con Paco Solanas en el hotel Dorchester. Emer sentía que su hija había crecido durante los seis meses que había pasado en Londres. Su nueva vida de mujer independiente le había hecho bien. Tenía un aspecto radiante y Emer se dio cuenta por la forma en que se cogían de la mano y se sonreían que la pareja era verdaderamente feliz.

Después de que Dermot hubiera hecho a Paco las preguntas de rigor, dijo que estaba convencido de que era un hombre honrado y que estaba seguro de que cuidaría bien de su hija.

– Espero que sepas dónde te estás metiendo, jovencito -le dijo poniéndose serio-. Es caprichosa y muy obstinada. Si hay padres que quieran demasiado a su hija, nosotros somos un buen ejemplo de ello. No es una chica fácil, pero con ella la vida nunca será aburrida. Sé que contigo tendrá una vida mejor que la que habría tenido en Irlanda, pero para ella no será tan fácil como cree. Sólo te pido que la cuides. Es nuestro tesoro.

Paco pudo ver que los ojos del viejo se habían humedecido. Dio la mano a Dermot y dijo que esperaba que pudiera ver con sus propios ojos la felicidad de su hija el día de su boda en Santa Catalina.

– No estaremos allí -dijo Dermot con decisión.

Paco se quedó sin habla.

– ¿No van a ir a la boda de su hija? -preguntó, abrumado.

– Escríbenos y cuéntanoslo todo -dijo Dermot porfiado. ¿Cómo podía explicarle a un hombre sofisticado como ese que le daba miedo viajar tan lejos y encontrarse en un país extraño entre gente desconocida que hablaba un lenguaje que no entendía? No podía explicarlo, su orgullo no se lo permitía.

Anna abrazó afectuosamente a sus padres. Cuando abrazó a su madre estuvo segura de que había empequeñecido y adelgazado desde la última vez que la había visto en Irlanda, seis meses antes. Emer sonrió a pesar de la tristeza que le rompía el alma. Cuando dijo a su hija que la quería, su voz sonó seca y rasposa; las palabras se le perdieron en algún rincón de la garganta, que se había comprimido para evitar que pasaran por ella. Las lágrimas caían de sus ojos y se deslizaban formando gruesas líneas por el maquillaje de sus mejillas, goteándole de la nariz y de la barbilla. Se había propuesto mantener la calma, pero al abrazar a su hija por la que podía ser la última vez en mucho tiempo, no pudo contener por más tiempo la emoción. Se enjugó el acalorado rostro con un pañuelo de encaje que ondulaba en su temblorosa mano como una paloma blanca que intentara salir volando.

Dermot miraba a su esposa con envidia. La agonía que suponía contener las lágrimas, tragarse el dolor, era demasiada. Dio una palmada un poco exagerada a Paco en la espalda y le estrechó la mano quizá con demasiada fuerza. Cuando abrazó a Anna lo hizo tan enfervorizado que ella soltó un grito de protesta y tuvo que apartarla mucho antes de lo que hubiera deseado.

Anna también lloraba. Lloraba porque sus padres se sentían tan infelices al perderla. Deseaba partirse en dos para que pudieran quedarse con la mitad de ella. Le parecían vulnerables y frágiles al lado de la figura de Paco, alta e imponente. Le entristecía que no fueran a estar presentes en su boda, pero se alegraba de que su nueva familia no llegara a conocerles. No quería que supieran de sus orígenes por si pensaban que no era demasiado buena para ellos. Se sentía culpable por haberse permitido pensar así cuando estaba despidiéndose de sus padres. Les habría destrozado el corazón.

Con un último adiós, Anna se despidió de su pasado y dio la bienvenida a un futuro incierto con una confianza que habría sido mucho más propia de las páginas de un cuento de hadas.

Capítulo 7

La primera vez que Anna vio Santa Catalina pudo imaginar su futuro entre aquellos árboles altos y frondosos, en la casa colonial y en la vasta llanura, y tuvo la certeza de que allí sería feliz. Glengariff parecía haber quedado a años luz y estaba demasiado entusiasmada para poder echar de menos a su familia o para pensar en el pobre Sean O'Mara.