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Se había ido de Londres en el dorado resplandor del otoño y había llegado a Buenos Aires cuando la ciudad empezaba a florecer, puesto que en Argentina las estaciones son opuestas a las europeas. El aeropuerto olía a humedad y a sudor, que se mezclaba con el fuerte aroma a lirios que procedía de una de las pasajeras que acababa de salir del servicio después de haberse refrescado.

Anna y Paco fueron recibidos por un hombre corpulento y bronceado de pequeños y brillantes ojos marrones y sonrisa incompleta. Él se ocupó de su equipaje y los condujo por una puerta lateral al exterior, donde lucía el caluroso sol de noviembre. Paco no soltó su mano en ningún momento, sino que la retenía entre las suyas posesivamente mientras esperaban a que llegara el coche que debían traerles del aparcamiento.

– Esteban, esta es la señorita O'Dwyer, mi prometida -dijo mientras el hombrecillo moreno cargaba las maletas en el maletero.

Anna, que había aprendido un poco de español en Londres, le sonrió con timidez y le tendió la mano. Notó que la mano de Esteban estaba caliente y húmeda en cuanto él tomó la suya y la estrechó con firmeza, a la vez que estudiaba su cara con curiosidad con sus ojillos como pasas. Cuando preguntó a Paco por qué todo el mundo la miraba y por qué Esteban la había observado con tanta curiosidad, él le respondió que se debía al color de sus cabellos. En Argentina había muy poca gente pelirroja y con la piel tan pálida. De camino a Buenos Aires, Anna apoyó la cabeza contra la ventana abierta para que la brisa le acariciara el cabello y le refrescara la cara.

Para Anna, Buenos Aires poseía la elegancia lánguida de una ciudad pasada de moda. A primera vista se parecía a las ciudades europeas que había visto en los libros de fotografías. Los recargados edificios de piedra podrían haber estado en París o en Madrid. Las plazas estaban rodeadas de altos sicómoros y de palmeras, y los parques rebosaban de flores y arbustos. Para su regocijo, hasta del asfalto parecían brotar miles de flores violetas que habían caído desde los enormes Jacarandas. Había sensualidad en el ambiente. En las polvorientas aceras se diseminaban los pequeños cafés donde los habitantes de Buenos Aires se sentaban a tomar el té o a jugar a las cartas, envueltos en aquella pegajosa humedad. Paco le explicó que cuando sus ancestros emigraron a Argentina desde Europa a finales del siglo diecinueve, recrearon en la arquitectura y en las costumbres rasgos de sus viejos mundos para paliar la inexorable añoranza que pesaba sobre sus almas. Por eso, señaló, el Teatro Colón es como La Scala de Milán, la Estación Retiro es como la estación de Waterloo, y las calles llenas de sicomoros recuerdan el sur de Francia.

– Somos un pueblo incurablemente nostálgico -añadió-, y también incurablemente romántico.

Anna se echó a reír, apoyándose en él y besándole con cariño. Aspiró las embriagadoras esencias de los eucaliptus y de los jazmines que emanaban de las frondosas plazas, y observó el ajetreo de la vida diaria que avanzaba por las aceras deterioradas en forma de elegantes mujeres de suave tez morena y largos cabellos relucientes, observadas con descaro por hombres morenos de ojos oscuros y andares aletargados. Vio la danza del cortejo en las parejas sentadas que se cogían de la mano en los cafés o en los bancos de los parques, besándose a la luz del sol. Nunca había visto a tanta gente besándose en una ciudad.

El coche se metió en un garaje subterráneo de la arbolada Avenida Libertador, donde una sonriente criada de piel de color chocolate y vivarachos ojos marrones esperaba para ayudarles con el equipaje. Cuando vio a Paco, sus grandes ojos se llenaron de lágrimas y le abrazó afectuosamente, a pesar de que apenas le llegaba a la altura del pecho. Paco se echó a reír y rodeó con los brazos su cuerpo rollizo, abrazándola.

– Señor Paco, tiene muy buen aspecto -suspiró ella, mirándole de arriba abajo maravillada-. Europa le ha hecho muy bien, no hay más que verle. ¡Ah! -chilló, desviando la mirada hacia Anna-. Ésta debe de ser su prometida. Todos están muy entusiamados. Se mueren de ganas por conocerla. -Tendió su mano regordeta, que Anna apretó desconcertada. Hablaba tan rápido que Anna no había entendido una sola palabra.

– Amor, esta es Esmeralda, nuestra querida criada. ¿No es maravillosa? -dijo Paco guiñándole el ojo. Anna le sonrió antes de seguirle hasta el ascensor-. Tenía veinticuatro años cuando me fui y hace dos años que no me veía. Como podrás imaginar, está un poco sobreexcitada.

– ¿Tu familia no está aquí? -preguntó Anna recelosa.

– Claro que no. Es sábado. Nunca pasamos el fin de semana en la ciudad -respondió él como si su respuesta fuera de lo más obvio-. Nos llevaremos al campo sólo lo estrictamente necesario. Dejaremos que Esmeralda se ocupe del resto.

El apartamento era grande y espacioso. Desde los relucientes ventanales se veían parques llenos de frondosos árboles bajo los cuales los amantes se miraban a los ojos, riendo y besuqueándose en la fresca mañana de primavera. El clamor de los pájaros y de las voces de los niños reverberaba en la calle sombreada que quedaba justo debajo, y en alguna parte ladraba un perro. No debía de estar lejos, puesto que los ladridos sonaban próximos, constantes e implacables. Paco llevó a Anna a una habitación pequeña de color azul celeste, decorada al estilo inglés, con cortinas de flores a juego con el edredón y con el cojín de la silla del tocador. Desde la ventana pudo ver los techos de la ciudad y, más allá, el brillante río amarronado.

– Ese es el Río de la Plata -dijo Paco, rodeándola con los brazos por la espalda y mirando por encima de su hombro-. En la orilla opuesta está Uruguay. Es el río más ancho del mundo. Allí -continuó, señalando entre los edificios- está La Boca, el viejo barrio del puerto fundado por los italianos. Te llevaré. Los restaurantes son fantásticos, y creo que te divertirás al ver las casas porque están pintadas de colores vivos y alegres. Luego te llevaré a San Telmo, el barrio antiguo, donde las calles están adoquinadas y las casas son románticas y se caen a pedazos, y allí bailaré un tango contigo. -Anna sonreía encantada mientras seguía mirando la ciudad que iba a ser su nuevo hogar y sentía un escalofrío de emoción recorrerle los huesos-. Pasearemos por la orilla del río llamada la Costanera cogidos de la mano y nos besaremos, y luego…

– ¿Y luego? -le interrumpió, riendo coqueta.

– Y luego te traeré a casa y te haré el amor en nuestra cama de matrimonio, lenta y sensualmente -respondió.

Anna no pudo reprimir la risa, recordando esas largas noches de besos en que se había resistido a su propio deseo, que amenazaba con vencerla cuando Paco recorría su piel con los labios y acariciaba la inconfundible hinchazón de sus pechos bajo la blusa. En esos momentos se había apartado de él, roja de pasión y de vergüenza, puesto que su madre le había enseñado que debía reservarse para su noche de bodas. Una chica decente nunca permite que un hombre comprometa su reputación, había dicho.

Paco era anticuado y caballeroso, y aunque su cuerpo sufría la tortura de tener que reprimir sus ganas de ir más lejos de lo que habría resultado decente, respetaba el deseo de Anna de preservar su virginidad. Había conseguido reprimir su propio deseo a base de vigorosos paseos y duchas frías.

– Tendremos todo el tiempo del mundo para descubrirnos uno al otro cuando estemos casados -había dicho.

Anna sacó la ropa de verano de la maleta, dejando que Esmeralda se ocupara del resto como Paco había indicado. Se duchó en el cuarto de baño de mármol y se puso un vestido largo de flores. Mientras Paco estaba ocupado en su habitación, decidió dar una vuelta por el apartamento, que constaba de dos pisos, y se detuvo a mirar las fotografías de los miembros de la familia de Paco que sonreían desde sus brillantes marcos de plata. Había una de Héctor y María Elena, los padres de Paco. Héctor era un hombre alto y moreno con los ojos negros y remotos, y rasgos aquilinos que le daban la gracia regia de un halcón. María Elena era baja y rubia, y tenía unos ojos melancólicos y pálidos y una boca cálida y generosa. Ambos parecían elegantes y orgullosos. Anna deseó gustarles. Se acordó de las palabras de la tía Dorothy cuando le dijo que seguramente deseaban que su hijo se casara con alguien de su clase y de su cultura. Se había sentido muy segura de sí en Londres, pero en ese momento la idea de entrar en aquel fascinante nuevo mundo la asustaba. A pesar de sus comentarios y de los aires que se daba, la tía Dorothy estaba en lo cierto: no era más que una chiquilla de un pequeño pueblo irlandés con sueños de grandeza propios de una niña.