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Oyó a Paco hablar con Esmeralda en el descansillo de la escalera. Luego él bajó las escaleras con su maleta.

– ¿Eso es todo lo que vas a llevar? -preguntó cuando vio a Anna de pie en el vestíbulo con un pequeño maletín marrón en la mano. Ella asintió. No tenía mucha ropa de verano-. De acuerdo, entonces vámonos -dijo él, encogiéndose de hombros. Anna sonrió a Esmeralda, que le dio una cesta de provisiones para que la llevara a la granja, y consiguió decir «adiós» tal como le habían enseñado en las clases que había tomado en Londres. Paco se giró y arqueó una ceja cuando la oyó-. Lo has dicho sin acento -bromeó, poniendo las maletas en el ascensor-. ¡Así se hace!

Paco tenía un reluciente Mercedes importado de Alemania. Era un descapotable azul claro, y hacía un ruido tremendo que retumbó contra las paredes del garaje cuando encendió el motor. Anna vio cómo Buenos Aires pasaba a toda velocidad y sintió como si fuera en una lancha que volara sobre el océano. Deseó que sus horribles primos pudieran verla. Sus padres se henchirían de orgullo, y por primera vez desde que se había despedido de ellos sus rostros plagados de lágrimas emergieron a la superficie de su mente como burbujas. Por un instante el corazón se le tambaleó en el pecho presa de la añoranza, pero pronto estuvieron en la carretera con el viento alborotándole el pelo y el sol en la cara, y las burbujas estallaron y desaparecieron del todo.

Paco le había explicado que tenía tres hermanos. Él era el tercera. El mayor, Miguel, era como su padre: moreno, de piel oscura y ojos marrones. Estaba casado con Chiquita, por la que Paco sentía una gran simpatía. Luego estaba Nico, que también era moreno como su padre pero que tenía los ojos azules como su madre. Estaba casado con Valeria, que era seca y no tan dulce como Chiquita, pero estaba seguro de que se harían amigas una vez que hubieran tenido tiempo para conocerse. Después de Paco venía Alejandro, el menor, que estaba soltero pero que al parecer cortejaba seriamente a una chica llamada Malena que, según las cartas de Miguel, era una de las chicas más hermosas de Buenos Aires.

– No te preocupes -advirtió Paco a Anna afectuosamente-. Limítate a ser tú misma, y todos te querrán como yo te quiero.

Abrumada por lo diferente del paisaje, Anna estaba tan maravillada que no podía hablar. Lejos de las colinas húmedas y verdes de Irlanda miraba a su alrededor y veía la tierra llana y seca de las pampas. La llanura, manchada de rebaños diseminados de vacas, a veces de caballos, se extendía hasta los confines de la tierra como un mar rojizo bajo un brillante cielo azul de un color tan exquisito que a Anna le recordó los acianos. Santa Catalina apareció como un frondoso oasis de árboles y hierba verde y resplandeciente al final de un camino largo y polvoriento. Al oír el familiar ronroneo del coche de Paco, su madre había salido de la fría sombra de la casa para darle la bienvenida. Llevaba unos pantalones blancos plisados con botones en los tobillos que, como Anna pronto aprendería, eran una copia de los pantalones típicos de los gauchos llamados bombachas, y una camisa blanca con el cuello abierto y las mangas enrolladas. Llevaba también alrededor de la cintura un cinturón ancho de cuero decorado con monedas de plata que brillaban a la luz del sol. Tenía el pelo rubio recogido en un moño bajo que dejaba a la vista sus suaves rasgos y sus pálidos ojos azules.

María Elena abrazó a su hijo con gran efusividad. Puso sus manos largas y elegantes en la cara de Paco y le miró a los ojos, exclamando palabras en español que Anna no pudo entender, pero que reconoció como expresiones de alegría. Luego se volvió hacia Anna y, con mayor reserva, la besó en su pálida mejilla y le dijo en un inglés precario que estaba encantada de conocerla. Anna entró detrás de ellos en la casa donde el resto de la familia estaba esperando para dar la bienvenida a Paco y conocer a su nueva prometida.

Cuando Anna vio el frío salón lleno de desconocidos, se sintió presa del terror. Percibió cómo todos los ojos la escudriñaban, críticos, para ver si era bastante buena para Paco. Éste le soltó la mano y al instante se perdió entre los brazos de su familia, a la que no había visto desde hacía dos años. Durante un breve instante, que a la asustada Anna le pareció una embarazosa eternidad, se sintió sola, como un pequeño barco a la deriva en el mar. Se quedó clavada donde estaba, mirando a su alrededor con los ojos humedecidos, sintiéndose violenta y fuera de lugar. Justo en el momento en que empezó a pensar que no podía soportarlo más, Miguel se acercó a ella y se encargó de presentarla a la familia. Miguel le resultó amable y le sonreía, compasivo.

– Esto va a ser para ti una pesadilla. Toma aire y pronto habrá terminado -le dijo en un inglés pronunciado con un agradable y marcado acento parecido al de su hermano, a la vez que ponía una mano ruda sobre su brazo con intención de infundirle confianza. Nico y Alejandro sonrieron a Anna, educados, pero cuando les dio la espalda sintió que todavía tenían sus ojos fijos en ella y oyó cómo hablaban de ella en español, aunque todavía era incapaz de entender sus palabras a pesar de todas las clases que había tomado. Hablaban muy rápido. Le sobresaltó la imperiosa belleza de Valeria, que la besó sin sonreírle a la vez que la miraba con ojos confiados y firmes. Se sintió aliviada cuando Chiquita la abrazó cariñosamente y le dio la bienvenida a la familia.

– Paco hablaba mucho de ti en sus cartas. Me alegra que estés aquí -dijo en un inglés titubeante y a continuación se sonrojó. Anna estaba tan agradecida que habría podido llorar.

Cuando Anna vio acercarse la imponente figura de Héctor, sintió que el sudor le resbalaba por las pantorrillas y que el estómago le daba un vuelco. Era un hombre alto e imponente, y Anna se encogió ante el sofocante peso de su carisma. Se agachó para besarla. Olía a colonia, que quedó impregnada en su piel durante algún tiempo. Paco se parecía mucho a su padre. Tenía los mismos rasgos afilados, la misma nariz aguileña, aunque había heredado la expresión suave de su madre.

– Quiero darte la bienvenida a Santa Catalina y a Argentina. Supongo que esta es tu primera visita a nuestro país -dijo en un inglés perfecto. Anna tomó aire y asintió, insegura-. Deseo hablar con mi hijo a solas. ¿Te importaría quedarte con mi esposa?

Anna meneó la cabeza.

– Por supuesto que no -replicó con voz ronca, deseando que Paco la llevara de vuelta a Buenos Aires y pudieran estar solos. Pero Paco salió lleno de felicidad con su padre, y Anna supo que esperaba de ella que lidiara con la situación.

– Ven, sentémonos fuera -dijo María Elena con amabilidad, viendo desaparecer a su esposo y a su hijo por el vestíbulo con una mirada de desconfianza que oscureció la palidez de sus ojos. Anna no tuvo más remedio que salir a la terraza con María Elena y el resto de la familia para que pudieran verla mejor a la luz del sol.

– ¡Por Dios, Paco! -empezó su padre con su voz profunda y firme, meneando la cabeza con impaciencia-. No hay duda de que es hermosa, pero mírala bien, es como un conejo asustado. ¿Tú crees que es justo para ella haberla traído?