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El rostro de Paco se volvió rojo como la grana y el azul de sus ojos se tornó violeta. Había estado esperando ese enfrentamiento. Desde el principio había anticipado la desaprobación de su padre.

– Papá, ¿te sorprende que esté aterrada? No habla nuestra lengua y está siendo escudriñada por cada uno de los miembros de mi familia para ver si es lo suficientemente buena. Bien, sé perfectamente lo que me conviene y no pienso permitir que nadie me convenza de lo contrario. -Miró a su padre con actitud desafiante.

– Hijo, sé que estás enamorado y eso está muy bien, pero el matrimonio no tiene que ver necesariamente con el amor.

– No me hables así de mi madre -saltó Paco-. Voy a casarme con Anna -añadió con calma y decisión en la voz.

– Paco, es una provinciana, nunca ha salido de Irlanda. ¿Crees que es justo traerla y situarla aquí, en medio de nuestro mundo? ¿Cómo crees que va a soportarlo?

– Lo hará porque yo la ayudaré y porque tú también la ayudarás -dijo Paco encendido-. Porque harás que el resto de la familia logre que se sienta bienvenida.

– No será suficiente. Vivimos en una sociedad muy rígida. Todos la juzgarán. Con todas las chicas guapas que hay en Argentina, ¿por qué no has podido escoger a una de ellas? -Héctor levantó las manos exasperado-. Tus hermanos han conseguido buenos matrimonios en este país. ¿Por qué tú no?

– Amo a Anna porque es diferente de todas ellas. De acuerdo, es una provinciana, no pertenece a nuestra clase y es una chica sencilla. ¿Y qué? La amo como es, y tú también la querrás cuando la conozcas. Deja que se relaje un poco. Cuando olvide sus miedos entenderás por qué la amo tanto.

Paco tenía fijos los ojos en su padre. Su inquebrantable mirada se dulcificaba cuando hablaba de Anna. Héctor tenía rígida la mandíbula y apretaba la barbilla de pura tozudez. Meneaba lentamente la cabeza, y al aspirar se le ensanchaban las aletas de la nariz. No apartaba los ojos del rostro de su hijo.

– Está bien -terminó cediendo-. No puedo impedirte que te cases con ella. Pero espero que sepas lo que estás haciendo, porque desde luego yo no.

– Dale tiempo, papá -dijo Paco, agradecido porque su padre había dado su brazo a torcer. Era la primera vez que le había visto hacerlo en toda su vida.

– Ya eres un hombre y tienes edad suficiente para tomar tus propias decisiones -dijo Héctor con brusquedad-. Es tu vida. Espero equivocarme.

– Verás como sí. Sé lo que quiero -le aseguró Paco. Héctor asintió antes de abrazar a su hijo con firmeza y de darle un beso en su húmeda mejilla, como tenían por costumbre una vez que habían dado por terminada una discusión.

– Vayamos a reunimos con los demás -dijo Héctor, y ambos se encaminaron a la puerta.

Anna sintió de inmediato simpatía por Chiquita y Miguel, que la acogieron en la familia con afecto incondicional.

– No te preocupes por Valeria -le aconsejó Chiquita mientras le mostraba la estancia-. Le gustarás cuando te conozca. Todos esperaban que Paco se casara con una argentina. Ha sido toda una sorpresa. Paco anuncia que se casa y nadie te conoce. Serás feliz aquí una vez que te hayas instalado.

Chiquita mostró a Anna los ranchos -el abigarrado conjunto de casitas blancas donde vivían los gauchos- y el campo de polo, que volvía a la vida durante los meses de verano, cuando los chicos no hacían otra cosa que jugar o, en su defecto, hablar de ello. La llevó a la pista de tenis que estaba emplazada entre los pesados y húmedos plátanos y los eucaliptus, y la piscina de aguas cristalinas, situada sobre la pequeña colina artificial desde donde podía verse un enorme campo de hierba lleno de vacas marrones que rumiaban al sol.

Pronto Anna empezó a practicar el español con Chiquita. Ésta le explicaba las diferencias gramaticales entre el español de España, que Anna había aprendido en Londres, y el español que se hablaba en Argentina, y escuchaba pacientemente mientras Anna se peleaba con las frases.

Durante la semana, Anna y Paco vivían en Buenos Aires con los padres de él, y aunque al principio las comidas resultaban tensas, a medida que el español de Anna fue mejorando, también lo hizo la difícil relación con Héctor y María Elena. Anna calló sus miedos durante esos meses de compromiso, consciente de que Paco deseaba que hiciera lo posible por adaptarse. Él empezó a trabajar en el negocio de su padre, dejando que Anna pasara el día estudiando español y tomando un curso de historia del arte. Ella temía los fines de semana, cuando la familia entera se daba cita en la estancia, sobre todo por la hostilidad que sentía en Valeria.

Valeria hacía que se sintiera indigna. Con sus inmaculados vestidos de verano, su largo cabello moreno y sus rasgos aristocráticos, conseguía que a Anna se le encogiera el estómago al hacerla sentirse inadecuada. Se sentaba a murmurar con sus amigas junto a la piscina, y Anna sabía que estaban hablando de ella. Fumaban cigarrillos y la miraban como una manada de hermosas y resplandecientes panteras que observaran perezosamente a una liebre asustada, disfrutando cuando la veían tropezarse. Anna recordaba con amargura a sus primos irlandeses y se preguntaba qué era peor. Al menos en Glengariff había podido escapar a las colinas. En Santa Catalina no tenía dónde esconderse. No podía quejarse a Paco, puesto que quería que él sintiera que se estaba adaptando, y tampoco quería quejarse a Chiquita, que se había convertido en una aliada y buena amiga. Siempre había escondido sus sentimientos, y su padre le había dicho en una ocasión que escondiera sus debilidades de la gente que podría aprovecharse de ellas. En este caso estaba segura de que su padre tenía razón, y no quería dar a ninguna de ellas la satisfacción de ver cómo fracasaba.

– ¡No es mejor que Eva Perón! -dijo enfadada Valeria cuando Nico la recriminó por mostrarse tan poco amistosa-. Una arribista que intenta subir en la escala social casándose con un hombre de tu familia. ¿Es que no lo ves?

– Ama a Paco, eso es lo que veo -replicó con brusquedad en defensa de la elección de su hermano.

– Los hombres son totalmente estúpidos a la hora de entender a las mujeres. Héctor y María Elena sí se han dado cuenta, estoy segura -insistió.

En aquel momento, Perón estaba en la cima del poder. Tenía al pueblo totalmente sometido. Apoyado por los militares, controlaba la prensa, la radio y las universidades. Nadie osaba desviarse de la línea marcada por el partido. Aunque era lo suficientemente popular para poner en práctica una democracia, prefería gobernar con precisión militar y ejerciendo un control absoluto. Oficialmente no había campos de concentración para los disidentes y se permitía que la prensa extranjera visitara el país con plena libertad, pero una corriente subterránea de temor fermentaba bajo la superficie de la Argentina de Perón. Eva, llamada Evita por sus millones de partidarios, usaba su posición y su poder para actuar como un Robin Hood moderno, y la sala de espera de su despacho vibraba literalmente con las colas de gente que iban a pedirle favores -una casa nueva, una pensión, un trabajo-, a los que Eva respondía agitando su varita mágica. Creía que era su misión personal aliviar el sufrimiento de los pobres, que ella había vivido de muy cerca, y encontraba un placer inigualable en quitar a los ricos para dar a los descamisados, un nombre acuñado por el propio Perón. Gran parte de las familias ricas, temerosas de que la dictadura de Perón llevara al comunismo, abandonaron el país en ese tiempo.

– Sí -dijo Valeria rencorosa-, Anna es como Eva Perón: socialmente ambiciosa. Y tú y tu familia van a dejar que se salga con la suya.

Nico se rascó la cabeza y decidió que el razonamiento de Valeria era tan ridículo que ni siquiera iba a molestarse en discutir con ella.

– Dale una oportunidad -dijo-. Ponte en su lugar y verás cómo eres más amable con ella.

Valeria se mordió el labio inferior y se preguntó por qué no había manera de que los hombres vieran lo que había detrás de una mujer hermosa. Igual que Juan Perón.