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El momento decisivo se dio una tarde en que toda la familia se acomodó sobre las piedras que rodeaban la piscina, tomando el glorioso sol y bebiendo los riquísimos jugos de frutas que las criadas de uniforme azul claro traían desde la casa. Anna estaba sentada con Chiquita y María Elena a la sombra con Diego Braun, un amigo de Miguel que, obnubilado por la belleza celta de la prometida de Paco, no podía evitar flirtear con ella delante de todos.

– Ana, ¿por qué no te bañas? -le preguntó desde la piscina, con la esperanza de que ella se tirara al agua y se uniera a él. Anna entendió perfectamente la pregunta, pero se puso tan nerviosa al sentir que todo el mundo estaba esperando su respuesta que se hizo un lío con la gramática y tradujo su respuesta directamente del inglés.

– Porque estoy caliente -replicó, queriendo decirle que no quería nadar en el agua fría porque estaba cómoda disfrutando del calor. Ante su sorpresa, todos se echaron a reír. Se reían tanto que se llevaron las manos al estómago para intentar calmar el dolor que les producían las carcajadas. Anna miró desesperada a Chiquita que, entre carcajadas, le tradujo lo que había dicho.

Anna reflexionó sobre lo que acababa de decir y de repente la risa de Chiquita encendió una chispa en su propio estómago y también ella se echó a reír. Se rieron todos juntos, y por primera vez Anna se sintió parte del clan. Se levantó y dijo con su fuerte acento irlandés, sin importarle si su gramática era o no correcta, que quizá lo mejor sería que se diera un baño para enfriarse un poco.

A partir de ese momento aprendió a reírse de sí misma y se dio cuenta de que el sentido del humor era la única forma de hacerse querer por ellos. Los hombres dejaron de admirarla en silencio desde la distancia y empezaron a tomarle el pelo sobre su pobre español y las chicas se encargaron de ayudarla no sólo con el idioma sino también con los hombres. Le enseñaron que los hombres latinos muestran una seguridad y un descaro con las mujeres con los que tendría que ir con cuidado. No estaba a salvo ni siquiera como mujer casada. Seguirían intentándolo a pesar de todo. Siendo europea y hermosa debería ser doblemente cautelosa. Las mujeres europeas eran como trapos rojos para los toros, le dijeron, y tenían la reputación de «fáciles». Pero decir «no» nunca había supuesto un problema para Anna, y su naturaleza caprichosa empezó de nuevo a reafirmarse.

A medida que el carácter de Anna emergía de la niebla que habían creado sus miedos y las limitaciones que la barrera del lenguaje había supuesto, Valeria se dio cuenta de que Anna no era débil ni desvalida, como había sospechado en un principio. De hecho, tenía un carácter fuerte como el acero y la lengua de una víbora, incluso en su pobre español. Contestaba a la gente, y hasta se mostró en desacuerdo con Héctor durante un almuerzo delante de toda la familia, y salió victoriosa de la discusión, mientras Paco la miraba triunfante. Cuando se celebró la boda, si Anna no se había ganado el afecto de cada uno de los miembros de la familia, al menos se había ganado su respeto.

La boda se celebró bajo un cielo azul como el océano en los jardines de verano de Santa Catalina. Rodeada de trescientas personas a las que no conocía, Anna Melody O'Dwyer estaba resplandeciente bajo un tupido velo tachonado de florecillas y de lentejuelas. Cuando caminaba por el pasillo central de la iglesia de la mano del distinguido Héctor Solanas, sentía que por fin había entrado en las páginas de los cuentos de hadas que tantas veces había leído durante su infancia. Se lo había ganado gracias a su inquebrantable decisión y a su fuerte personalidad. Todos tenían los ojos puestos en ella, mirándose unos a otros y asintiendo, comentando la exquisita criatura que era. Se sentía admirada y adorada. Había mudado la piel de aquella chiquilla miedosa que había llegado a Argentina hacía tres meses y se había convertido en la mariposa que siempre había sabido que era. Cuando hizo sus votos a su príncipe, creía que los cuentos como ése sí tenían finales felices. Saldrían de la mano a la luz del sol y serían felices para siempre.

La mañana de la boda había recibido un telegrama de su familia. Decía así:

A NUESTRA QUERIDA ANNA MELODY STOP TODO NUESTRO AMOR PARA TU FUTURA FELICIDAD STOP TUS QUERIDOS PADRES TÍA DOROTHY STOP TE ECHAMOS DE MENOS STOP

Anna lo leyó mientras Soledad iba trenzándole flores de jazmín en el pelo. Cuando lo hubo leído, lo dobló y se deshizo de él como parte de su antigua vida.

La noche de bodas resultó tan tierna y apasionada como había anticipado. Por fin, a solas bajo el velo de la oscuridad, Anna había permitido que su marido la descubriera. Sin dejar de temblar, había dejado que la desnudara, besando cada parte de su cuerpo a medida que le iba siendo revelada. Él disfrutaba de la blanca inocencia de su piel, iridiscente a la oscura luz de la luna que entraba con sus trémulos rayos a través de las rendijas de las persianas. Paco disfrutó de la curiosidad y del deleite de su mujer a medida que se abandonaba a él y dejaba que explorara esos rincones de su cuerpo hasta entonces prohibidos. Cada vez que la acariciaba, que la tocaba, Anna sentía que sus almas se unían en un plano espiritual y que sus sentimientos por Paco pertenecían a otro mundo, un mundo que iba más allá de lo físico. Se sintió bendecida por Dios.

Al principio no echaba en absoluto de menos a su familia ni a su país. De hecho, su vida era de pronto mucho más excitante. Como esposa de Paco Solanas, podía tener todo lo que quisiera y su nombre infundía respeto. Su nuevo estatus había borrado por completo las huellas de su humilde pasado. Le encantaba asumir el papel de anfitriona en su nuevo apartamento de Buenos Aires, deslizándose por los grandes salones exquisitamente decorados, y siendo siempre el centro de atención. Se ganaba la simpatía de todos con sus poco afortunados intentos por hablar español y sus modales poco sofisticados; si la familia Solanas la había aceptado, también la aceptaban los porteños (la gente de Buenos Aires). Por su condición de extranjera era una curiosidad, y se salía casi siempre con la suya. Paco estaba profundamente orgulloso de su esposa. Era distinta del resto de la gente en esa ciudad de estrictos códigos sociales.

Sin embargo, en los comienzos de su vida de casados Anna todavía cometía algunos errores. No estaba acostumbrada a tener criados, de manera que tendía a tratarlos de mala manera, creyendo que así era como las clases altas trataban a sus empleados. Quería que la gente pensara que se había criado rodeada de sirvientes, pero se equivocaba; su actitud hacia ellos ofendía a su nueva familia. Durante los primeros meses, Paco había fingido no darse cuenta, con la esperanza de que Anna aprendería observando a sus cuñadas. Pero llegó un momento en que tuvo que pedirle amablemente que tratara al servicio con más respeto. No podía decirle que Angelina, la cocinera, había aparecido en la puerta de su estudio frotándose las manos, angustiada, para decirle que ningún miembro de la familia Solanas le había hablado de la forma en que lo había hecho la señora Anna. Anna se mortificó y estuvo de mal humor durante unos días. Paco intentó engatusarla para que olvidara el incidente. Esos estados de ánimo no formaban parte de la Ana Melodía de la que se había enamorado en Londres.

De pronto Anna se encontró con que tenía más dinero que el Conde de Montecristo. En un intento por demostrar que no era una pobre muchachita de pueblo de Irlanda del Sur y con objeto de animarse, se fue de paseo por la Avenida Florida en busca de algo especial que ponerse para la cena de cumpleaños de su suegro. Encontró un traje elegantísimo en una pequeña boutique, situada en la esquina donde la Avenida Santa Fe cruza la Avenida Florida. La dependienta fue de gran ayuda, y le regaló además una botella de perfume. Anna estaba encantada y empezó de nuevo a sentir ese optimismo interno que había sentido la primera vez que había puesto los pies en Buenos Aires.