Perón, que llegó al poder gracias a los militares y que se convirtió en presidente en 1946, era un hombre guapo, inteligente y con gran poder de seducción. Junto con su esposa, la bella aunque terriblemente ambiciosa Eva Duarte, formaban un equipo deslumbrante y carismático que consiguió dar al traste con la teoría de que para ser alguien en Buenos Aires había que pertenecer a una de las viejas familias. Él procedía de una pequeña ciudad, y ella era hija ilegítima y había sido criada en la pobreza del campo. En otras palabras, una Cenicienta de nuestros días.
Héctor decía que el poder de Perón se había forjado a partir de la lealtad inquebrantable de la clase obrera que con tanto esmero había cultivado. Se quejaba de que Perón y su mujer Evita animaban a los obreros a que vivieran de sus donativos en vez de dedicarse a trabajar. Se dedicaron a quitar a los ricos para dar a los pobres, abusando y acabando con la riqueza del país. Es más que sabido que Evita encargó miles de alpargatas para repartirlas entre los pobres, y luego se negó a pagar la factura, dando las gracias al infeliz fabricante por la generosidad de su regalo.
Entre la clase obrera, Evita se convirtió en todo un símbolo. Los pobres y los más desafortunados la idolatraban. Mi abuela, María Elena Solanas, nos contó una increíble historia sobre los tiempos en que iba al cine con su prima Susana. La cara de Evita apareció en pantalla, como siempre antes de la película, y Susana susurró a mi madre que estaba claro que Evita se teñía de rubio. Cuando la película hubo terminado, una jauría de mujeres enfadadas la llevó a rastras al servicio y le cortó el pelo. Tal era el poder de Evita Perón. Llevaba a la gente a la locura.
Sin embargo, a pesar de su poder y de su prestigio, la clase alta la veía poco menos que como a una mujerzuela cualquiera que había salido de la pobreza a base de acostarse con quien le convenía a fin de convertirse en la mujer más rica y famosa del mundo. Pero los que así opinaban eran una minoría. Cuando murió, en 1952, a la edad de treinta y tres años, dos millones de personas acudieron a su funeral, y sus obreros pidieron al Papa que la hiciera santa. Fue un especialista español, el doctor Pedro Ara, quien embalsamó su cuerpo como quien hace una figura de cera, y después de ser enterrada en varios lugares secretos repartidos por todo el mundo por temor a que acabara siendo objeto de culto, terminó reposando junto a los oligarcas que tanto odiaba en el elegante cementerio de La Recoleta de Buenos Aires, en 1976.
Después de que Perón se exiliara, el Gobierno cambió innumerables veces debido a la intervención de los militares. Si el Gobierno en curso no era satisfactorio, los militares intervenían y lo derrocaban. Mi padre decía que echaban a los políticos antes de darles una oportunidad. De hecho, la única vez que estuvo de acuerdo con la intervención de los militares fue en 1976, cuando el general Videla derrocó a la incompetente Isabelita, la segunda esposa de Perón, que había accedido a la presidencia cuando él murió, después de su breve regreso en 1973.
Cuando le pregunté a mi padre por qué los militares tenían tanto control, me dijo que en parte se debía a que fueron militares españoles los que conquistaron Latinoamérica en el siglo dieciséis.
– Los militares son como prefectos escolares con armas -me dijo en una ocasión. A mis ojos de niña, su explicación tenía pleno sentido: ¿puede haber alguien más poderoso?
No sé realmente cómo se las ingeniaron con tantos cambios -algunos de ellos tan bruscos-, pero mi familia estuvo siempre lo suficientemente acertada para estar en el lado correcto del Gobierno que ostentaba el poder.
Durante esa época tan peligrosa, el secuestro era una amenaza real para una familia como la mía. Santa Catalina estaba protegida por grandes medidas de seguridad. Sin embargo, para los niños, los hombres que habían contratado para que nos protegieran no eran más que parte del lugar, como José y Pablo, y nunca cuestionamos su existencia. Deambulaban por la granja con sus gordas barrigas rebosando por encima de los pantalones caqui y retorciéndose los gruesos bigotes bajo aquel terrible calor. Santi imitaba su forma de andar: una mano en el arma y con la otra rascándose el estómago o enjugándose el sudor de la frente con un pañuelo sucio. Si no hubieran estado tan gordos, habrían resultado amenazadores, pero para nosotros estaban allí sólo para que nos burláramos de ellos, o como parte de nuestros juegos. Siempre era un reto sacar de ellos el mejor partido.
También nos acompañaban a la escuela. El abuelo Solanas había sobrevivido a un intento de secuestro, por eso mi padre se aseguró de que, en la ciudad, los guardaespaldas nunca se separaran de nosotros. Mi madre habría estado encantada si hubieran secuestrado al abuelo O'Dwyer en vez de al abuelo Solanas, pero dudo de que hubieran pagado el rescate que pidieran por él. Aunque, pensándolo bien, ¡Dios se apiade del secuestrador que sea tan idiota como para habérselas con el abuelo O'Dwyer!
En la ciudad, era normal que los niños aparecieran en el colegio escoltados por guardaespaldas. Yo coqueteaba con ellos a la hora del té. Esperaban a las puertas del edificio a pleno sol de mediodía, riéndose de historias sobre chicas y armas. La verdad es que si hubiera habido algún intento de secuestro, esos inútiles habrían sido los últimos en enterarse. Sin embargo, disfrutaban hablando conmigo. María, la hermana de Santi, siempre tan cauta, me pedía, ansiosa, que volviera al patio. Cuanto más se empeñaba ella, peor me portaba yo. Una vez, cuando mamá vino a buscarme porque Jacinto, el chófer, se había puesto enfermo, casi le da un síncope cuando todos los guardaespaldas me saludaron por mi nombre. Cuando Carlito Blanco me guiñó el ojo, creí que mamá iba a explotar de rabia; se le puso la cara colorada como uno de los tomates de Antonio. Después de eso, tomar el té en el colegio perdió toda su gracia. Mamá habló con la señorita Sarah y me prohibieron acercarme a las puertas de la escuela. Dijo que los guardas eran «gente vulgar» y que no debía hablar con gente que no fuera de mi clase. Cuando tuve edad suficiente para comprender, el abuelo O'Dwyer me contó historias que me ayudaron a darme cuenta de lo ridículo que era ese comportamiento viniendo de ella.
No entendía el miedo a la «guerra sucia», como la llamaban cuando a mediados de los setenta, tras la muerte de Perón, los militares empezaron a deshacerse de todos los que se oponían a su poder. No llegué a entenderlo hasta que después de muchos años volví y descubrí que se había colado por las rendijas de Santa Catalina y se había apoderado de la hacienda. No estaba allí cuando hizo pedazos a mis seres más queridos y nuestra casa fue ocupada por desconocidos.
Qué extraña es la vida, qué inesperada. Yo, Sofía Solanas Harrison, miro atrás y, al ver las diversas aventuras que he vivido, pienso en lo lejos que queda ahora la granja argentina de mi niñez. Las llanuras de la pampa han sido reemplazadas por las suaves colinas de la campiña inglesa y, a pesar de toda su belleza, sigo soñando con que esas colinas se separen y me dejen ver de nuevo cómo aquella vasta llanura surge entre los campos y resplandece bajo el sol argentino.
Capítulo 2
Santa Catalina, enero de 1972
– ¡Sofía, Sofía!… ¡Por Dios! ¿Dónde se han metido ahora esta niña?
Anna Melody O'Dwyer de Solanas iba de una punta a otra de la terraza, escudriñando las áridas llanuras con cansada irritación. Era una mujer elegante. Llevaba un largo traje blanco de verano y se había recogido el flamante pelo con una cola medio deshecha. Su figura se recortaba, fría, contra el crepúsculo argentino. Las largas vacaciones de verano que iban de diciembre a marzo le habían minado la paciencia. Sofía era como un animal salvaje. Desaparecía durante horas, rebelándose contra su madre con un descaro que a Anna le resultaba difícil soportar. Estaba emocionalmente agotada, exhausta. Deseaba con todas sus fuerzas que los días de calor dieran paso al otoño y que empezara de nuevo el curso escolar. Al menos en Buenos Aires los niños quedaban en manos de los guardas de seguridad y, gracias a Dios, de la escuela, pensaba. La disciplina quedaba a cargo de su profesora.