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Sin embargo, en cuanto esa noche entró en el salón de Héctor y María Elena y vio cómo iban vestidas las otras mujeres, se dio cuenta, avergonzada, de que su elección había sido un error. Todas las miradas se volvieron hacia ella, y las sonrisas escondieron la desaprobación que su educación y cortesía les impedía mostrar. El vestido que había elegido era demasiado corto y moderno para aquella tranquila y elegante velada. Para empeorar aún más las cosas, Héctor se acercó a ella. Sus cabellos negros, entre los que se adivinaban algunas canas en las sienes, y su gran altura le daban un aspecto aterrador. Eclipsándola, amenazador, le ofreció un chal.

– No quiero que cojas frío -le dijo amable-. A María Elena no le gustan los ambientes caldeados, le dan dolor de cabeza.

Anna le dio las gracias a la vez que reprimía un sollozo y bebió de un sorbo una copa de vino lo más rápido que le permitió el decoro. Más tarde Paco le dijo que aunque iba inadecuadamente vestida, había sido la mujer más hermosa del salón.

Cuando en 1951 nació Rafael Francisco Solanas (apodado Rafa), Anna sentía ya que estaba empezando a formar parte de la familia. Chiquita, para entonces su cuñada, la había llevado de compras, y Anna empezó a aparecer con los más elegantes vestidos importados de París, y todo el mundo estaba profundamente admirado de que hubiera dado a luz a un niño. Rafa era rubio y tan pálido que parecía un monito gordo y albino. Pero para Anna era la criatura más preciosa que jamás había visto.

Paco se sentó junto a ella en la cama del hospital y le dijo lo feliz que le había hecho. Tomó la delgada mano de Anna entre las suyas y la besó con gran ternura antes de poner en uno de sus dedos un anillo de diamantes y rubíes.

– Me has dado un hijo, Ana Melodía. Estoy muy orgulloso de mi hermosa mujer -dijo con la esperanza de que un niño la ayudaría a tranquilizarse y le daría algo con lo que llenar sus días aparte de las compras.

María Elena le regaló un relicario de oro tachonado de esmeraldas que había sido de su madre, y Héctor echó un vistazo al niño y dijo que era igual a su madre, pero que lloraba con la fuerza de un auténtico Solanas.

Cuando Anna llamó a su madre a Irlanda, Emer lloró la mayor parte del tiempo que duró la llamada. Deseaba más que nada estar en esos momentos al lado de su hija, y se le rompía el corazón al saber que quizá nunca vería a su nieto. La tía Dorothy cogió el auricular e interpretó lo que su hermana estaba intentando decir, repitiendo las palabras de su sobrina a todos los que estaban sentados en el pequeño salón.

Dermot quería saber si era feliz y si cuidaban bien de ella. Habló brevemente con Paco, que le dijo que Anna era muy querida por toda la familia. Cuando Dermot colgó estaba más que satisfecho, pero la tía Dorothy no estaba convencida.

– Si queréis mi opinión, no parecía ella misma -dijo con tristeza, dejando de tejer.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Emer todavía con ojos llorosos.

– A mí me ha parecido que estaba feliz -soltó Dermot con brusquedad.

– Oh, sí, parecía estar feliz, aunque un poco contenida -dijo pensativa la tía Dorothy-. Esa es la palabra, contenida. Sin duda Argentina está haciendo mucho bien a nuestra Anna Melody.

Anna tenía todo lo que podía desear en la vida, salvo una cosa que no dejaba de castigarle el orgullo. Por mucho que se esmerara en observar y copiar a los que la rodeaban, no parecía llegar nunca a librarse de la sensación de no ser socialmente adecuada. A finales de septiembre, cuando la primavera cubría la pampa con largas briznas de hierba y flores silvestres, Anna se encontró con otro obstáculo que se interpuso entre ella y la sensación de formar parte de la familia por la que tanto luchaba: los caballos.

Nunca le habían gustado los caballos. De hecho, les tenía alergia. Prefería otros animales: las traviesas vizcachas, unos grandes roedores parecidos a las liebres que excavaban sus madrigueras en la llanura; el gato montés, al que a menudo veía andando con gran agilidad entre los arbustos; y el armadillo, cuya forma absurda la tenía fascinada. Héctor tenía un cascarón de armadillo en la mesa de su estudio que usaba como «objeto», lo que a Anna le parecía terrible. Pero no tardó en ver que la vida en Santa Catalina giraba en torno al polo. Todos montaban a caballo. Los automóviles no tenían cabida en un lugar donde los caminos que unían una estancia con otra a menudo no eran más que vías sucias, o simplemente senderos que se abrían entre las altas hierbas.

La vida en Santa Catalina era muy sociable; estaban constantemente tomando el té u organizando grandes asados en los ranchos de los demás. Anna se encontró con que tenía que desplazarse en camioneta utilizando las rutas largas cuando los demás simplemente montaban a caballo y no tardaban nada en llegar galopando a su destino. El polo dominaba las conversaciones: los partidos que jugaban contra otras estancias, sus handicaps, sus ponis -los caballos para practicar el deporte-, sus jugadores. Al parecer, los hombres jugaban casi todas las tardes. Así se entretenían. Las mujeres se sentaban en la hierba con sus pequeños y veían a sus maridos y a sus hijos mayores galopar de un extremo al otro del campo. Pero, ¿para qué? Para meter una bola entre dos postes. No valía la pena tanto esfuerzo, pensaba Anna con amargura. Cuando veía a los más pequeños, que apenas empezaban a caminar, jugando en las bandas con un bastón en miniatura, alzaba la vista de pura desesperación. No había forma de librarse de aquello.

Agustín Paco Solanas nació en otoño de 1954. A diferencia de su hermano, era moreno y con mucho pelo. Paco dijo que era igual al abuelo Solanas. Esta vez dio a su esposa un anillo de diamantes y zafiros. Pero en su relación se había abierto una grieta.

Anna se dedicó en cuerpo y alma a sus dos pequeños. Aunque contaba para ello con la ayuda de Soledad, la joven sobrina de Encarnación, prefería hacerlo sola. Sus hijos la necesitaban, dependían de ella. Para ellos Anna lo era todo, y su amor por su madre era incondicional. Ella correspondía a su afecto con ciega devoción. Cuanto más se concentraba en sus hijos, más se alejaba de su marido, hasta que Paco terminó convertido en un personaje secundario en el trasfondo de su vida de madre. Parecía pasar cada vez más tiempo lejos de ella. Volvía de trabajar a altas horas de la noche, y cuando ella se levantaba por la mañana, él ya se había ido. Durante los fines de semana en Santa Catalina, se hablaban con una educada frialdad que había ido inundando su relación con el sigilo de un puma. Anna se preguntaba qué había sido de las risas y de la alegría de antaño. ¿Qué había sido de sus juegos? Ahora parecían hablar sólo de los niños.

Paco no se atrevía a admitir delante de nadie que quizá se hubiera equivocado, que quizá había sido mucho esperar que Anna se aclimatara a una cultura tan ajena a ella. Había visto cómo la Ana Melodía de la que se había enamorado desaparecía lentamente tras la máscara remota de una mujer que intentaba ser algo que en realidad no era. Había visto, impotente, cómo la naturaleza indómita y la desafiante independencia de su esposa se convertían en petulancia y resentimiento. Anna siempre estaba a la defensiva. Parecía estar en constante lucha por encontrarse a sí misma, lo que no hacía más que llevarla a imitar a los que la rodeaban para ser como ellos. Había sacrificado esas cualidades únicas que Paco había encontrado tan encantadoras en pos de una sofisticación que no acababa de hacer suya. Paco sabía que era una mujer muy apasionada, pero por más que intentaba vencer sus reservas con sus besos, sus encuentros nocturnos se convirtieron en nada más que eso: simples encuentros. A pesar de que anhelaba compartir sus preocupaciones con su madre, era demasiado orgulloso para admitir que quizá debería haber dejado a Anna Melody O'Dwyer en aquellas nebulosas calles de Londres y ahorrarse tanta infelicidad.