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Cuando Sofía Emer Solanas llegó al mundo, en otoño de 1956, el frío se había convertido en hielo. Paco y Anna apenas se hablaban. María Elena se preguntaba si tantos años lejos de su familia no estarían empezando a pasar factura a su nuera, de manera que sugirió a Paco que trajera a los padres de Anna a Santa Catalina por sorpresa. Al principio Paco se resistió. No sabía si a Anna le gustaría que actuara a sus espaldas. Pero María Elena estaba totalmente decidida.

– Si quieres salvar tu matrimonio, deberías pensar menos y actuar más -dijo con convicción.

Paco dio su brazo a torcer y llamó a Dermot a Irlanda para hacerle partícipe de su plan. Escogió sus palabras con sumo cuidado para no herir el orgullo del viejo. Dermot y Emer aceptaron el regalo con agradecimiento. A la tía Dorothy le dolió sobremanera no haber sido incluida.

– ¡No olvides ni un solo detalle, Emer Melody, o no volveré a dirigirte la palabra! -le avisó con aparente buen humor, luchando por ocultar su decepción.

Dermot nunca había ido más allá de Brighton y a Emer le daba miedo volar, aunque se quedó más tranquila cuando se convenció de que Swissair era una muy buena compañía. La idea de volver a ver a su querida Anna Melody y de conocer a sus nietos bastaba para que venciera todos sus miedos. Llegaron los billetes y ambos emprendieron el interminable viaje entre Londres y Buenos Aires, haciendo escala en Ginebra, Dakar, Recife, Río y Montevideo. Sobrevivieron al viaje a pesar de perderse en el aeropuerto de Ginebra y de estar a punto de perder su vuelo de conexión.

Cuando, transcurridas dos semanas desde el nacimiento de Sofía, Anna regresó con ella envuelta en un chal de encaje de color marfil a Santa Catalina, encontró a sus padres esperándola, agotados y con los ojos llenos de lágrimas, en la terraza. Anna dejó a Sofía en manos de la excitada Soledad y se fundió en un abrazo con ambos a la vez. Habían traído regalos para Rafael, que ya tenía seis años, y para Agustín, y también el libro de fotos antiguas de Emer para Anna. Paco y su familia les dejaron a solas durante un par de horas, durante las cuales los tres hablaron hasta quedar sin aliento, lloraron sin ninguna vergüenza y se rieron como sólo los irlandeses saben hacerlo.

Dermot hizo algún comentario sobre la «buena vida» que Anna Melody había conseguido, y Emer revisó los armarios de su hija y las habitaciones de su casa con auténtica admiración.

– Si la tía Dorothy pudiera verte, hija, estaría muy orgullosa de ti. De verdad lo has conseguido.

Emer se mostró encantada cuando su hija le preguntó con ternura por Sean O'Mara. Diría a la tía Dorothy que la niña no era tan egoísta como ella suponía, ni tan cruel. Emer dijo a su hija que Sean se había casado y se había ido a vivir a Dublín. Según le habían dicho sus padres, las cosas le estaban yendo bien. Aunque no estaba del todo segura, creía recordar que alguien le había dicho que había tenido una niña, o quizás era un niño, no se acordaba. En el rostro de Anna se dibujó una sonrisa triste a la vez que decía que estaba feliz por él.

Tanto Emer como Dermot chochearon con los niños que, a su vez, se encariñaron de inmediato con sus abuelos. Sin embargo, cuando el entusiasmo inicial provocado por su llegada se hubo calmado, Anna empezó a desear que sus padres no fueran tan provincianos. Llevaban sus trajes de los domingos, y parecían una tímida pareja recortada contra aquel paisaje extraño. María Elena tomó el té con Emer y con Anna en su casa frente a un fuego exuberante, ya que cuando el sol se ponía, bajaba mucho la temperatura. Héctor enseñó a Dermot la estancia en el carro tirado por dos relucientes ponis. Toda la familia se unió a ellos a la hora de la cena, y una vez que Dermot hubo dado un par de tragos a un buen whisky irlandés, empezó a contar historias increíblemente exageradas sobre la vida en Irlanda y algún que otro vergonzoso episodio de la niñez de Anna. El pelo, hasta entonces perfectamente peinado, se le había desbaratado en grises rizos y las mejillas le brillaban de contento. Cuando, terminada la cena, empezó a cantar «Danny Boy» con María Elena al piano, Anna deseó que nunca hubieran aparecido.

Cuatro semanas después Anna se despedía de su madre con un fuerte abrazo. En ese momento no podía saber que no volvería a ver su dulce rostro. Emer sí lo sabía. A veces somos capaces de sentir ese tipo de cosas, y Emer Melody había heredado de su abuela una agudísima intuición. Murió dos años más tarde.

A Anna le entristeció verlos marchar, pero no lamentó su partida. El paso de los años había debilitado los lazos que los unían; sentía que había avanzado en el mundo y que ellos se habían quedado atrás. A la vez que estaba encantada de haberlos visto, también sentía que la habían traicionado. Después de haberse presentado como una dama, estaba segura de que la familia de su marido la tomaría a partir de entonces por lo que era realmente. Pero Paco y sus padres habían quedado cautivados por la dulzura irlandesa y la encantadora sonrisa de Emer, y todos quedaron encantados con su excéntrico padre. Sólo en la cabeza de Anna esa sombra echó raíz y creció, hasta que amenazó con destruir aquello que realmente amaba.

♦ ♦ ♦

Dos años después, cuando Anna encontró una factura de hotel en el bolsillo de la chaqueta de Paco, de pronto se dio cuenta de lo que él había hecho con su amor por ella y culpó a esa traición de lo excluida e inadecuada que se sentía. No se detuvo a pensar en quién había empujado a Paco hasta allí.

Capítulo 8

Santa Catalina, febrero de 1972

– María, ¿no odias que te digan que tienes que ser amable con alguien? -se quejó Sofía, quitándose las zapatillas de tenis y sentándose en la hierba junto a su prima.

– ¿A qué te refieres?

– Bueno, a esa tal Eva. Mamá dice que tengo que cuidar de ella y ser buena con ella. Odio ese tipo de responsabilidades.

– Sólo se quedará diez días.

– Eso es mucho tiempo.

– He oído que es muy guapa.

– Bah. -Sofía ya se había puesto en guardia ante la amenaza de que alguien pudiera hacerle sombra. Durante los últimos meses no había parado de oír lo guapa que era Eva. Esperaba que sus padres hubieran exagerado con el único fin de mostrarse amables-. De todas formas, no entiendo por qué mamá ha tenido que pedirle que venga.

– ¿Por qué se lo ha pedido?

– Es hija de unos amigos suyos chilenos.

– ¿Ellos también vienen?

– No, y eso lo empeora. Más responsabilidad todavía.

– No te preocupes, yo te ayudaré. Puede que sea simpática. Quizá nos hagamos amigas. No seas tan pesimista -se echó a reír María, preguntándose qué le ocurría a Sofía-. ¿Cuántos años tiene?

– Nuestra edad, quince o dieciséis. No me acuerdo.

– ¿Cuándo llega?

– Mañana.

– Si quieres, podemos recibirla juntas. Sólo tendremos que preocuparnos si resulta que es una pesada.

Sofía esperaba que Eva fuera una pesada, pesada y aburrida. Quizá pudiera dejarla en manos de María y esperar que se hicieran amigas. María era muy adaptable, no había razón para que no se hiciera cargo de Eva y la librara de esa carga. Así es María -pensó Sofía-, siempre feliz y dispuesta a ayudar. De repente, la semana siguiente no parecía tan horrible después de todo. Podría pasar todo el tiempo con Santi y dejar que Eva y María se divirtieran juntas.

A la mañana siguiente Sofía y sus primos estaban tumbados charlando a la sombra de uno de los plátanos, escuchando la voz de Neil Diamond que salía de las ventanas abiertas del estudio, cuando apareció un reluciente coche. Dejaron de hablar y centraron su atención en Jacinto, el chófer, que salió del coche, dio la vuelta hasta llegar a la puerta de atrás y la abrió. Se había puesto rojo y sonreía. Cuando la hermosa Eva bajó del coche, su amplia sonrisa y sus vibrantes mejillas no sorprendieron a nadie. A Sofía el estómago le dio un vuelco. Había llegado la competencia. Miró a sus primos, que de pronto se habían puesto en cuclillas como una jauría de perros salvajes.