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– ¡Puta madre! -exclamó Agustín.

– ¡Dios, miren ese pelo! -susurró Fernando.

– ¡Vaya piernas! -murmuró Santi.

– Por el amor de Dios, chicos, basta ya. Es rubia, y qué. Hay montones de chicas rubias -soltó Sofía irritada, levantándose-. Sécate la boca, Agustín, estás babeando -añadió antes de alejarse a grandes zancadas hacia el coche.

Anna, que había estado sentada en la terraza con Chiquita y Valeria, cruzó la hierba en dirección a la recién llegada, que esperaba tímidamente junto al hipnotizado Jacinto.

– Eva -dijo mientras se acercaba-. ¿Cómo estás?

Eva salió flotando hacia ella. No caminaba, flotaba. Llevaba suelta la larga melena rubia que parecía flotar alrededor de su rostro anguloso, enmarcando unos ojos enormes de color aguamarina que parpadeaban nerviosos bajo unas pestañas gruesas y oscuras.

Sofía hizo lo imposible por encontrar defectos en esa criatura que había aparecido ante ella como un demonio disfrazado y dispuesto a quitarle a Santi, pero Eva era perfecta. Sofía tenía la impresión de no haber visto nunca a nadie tan exquisito como ella. Vio cómo su madre abrazaba afectuosamente a la recién llegada, le preguntaba por sus padres y ordenaba a Jacinto que llevara su equipaje al cuarto de los invitados.

– Eva, ésta es Sofía -dijo Anna, empujando a su hija hacia delante. Sofía le dio un beso y percibió la fresca fragancia a limón de su colonia.

Eva era más alta que Sofía y muy delgada. Parecía mucho mayor de dieciséis años. Cuando en sus labios se dibujaba su tímida sonrisa, sus pómulos se sonrojaban y, en cuestión de segundos, el color se suavizaba un poco y se extendía al resto de la cara. Cuando Eva se sonrojaba estaba aún más guapa. Sus ojos parecían más azules y su mirada más intensa.

Sofía murmuró un débil «Hola» antes de que su madre condujera a la invitada a la terraza. Sofía las siguió a regañadientes. Miraba a los chicos, que no dejaban de vigilarlas desde su guarida. Pero no la miraban a ella; estaban mirando a Eva. Imaginaban cómo sería hacerla suya.

Eva también se dio cuenta de la silenciosa admiración que había despertado en ellos; sentía sus ojos siguiéndola a medida que cruzaba la terraza. No se atrevió a mirarlos. Se sentó y, al cruzar las piernas, sintió el sudor en las pantorrillas y en los muslos.

Sofía se sentó en silencio junto a su madre, Chiquita y Valeria, que luchaban por captar la atención de Eva como un grupito de colegialas. Se preguntó si se darían cuenta de su ausencia en caso de que decidiera desaparecer. A nadie le importaba si hablaba o no, ni siquiera la miraban. No era más que una sombra.

Soledad apareció con una bandeja llena de vasos y limonada y empezó a servirles. Cuando llegó a Sofía la miró y frunció el ceño, interrogante. Sofía consiguió articular una débil sonrisa que Soledad reconoció, comprendiendo al instante. Le devolvió la sonrisa como diciendo: «Estás demasiado mimada, señorita Sofía». Sofía se zampó toda la limonada sin respirar y conservó un cubito de hielo en la boca.

Claramente irritada, no tardó en empezar a darle vueltas con la lengua. Los ojos de Eva se posaron en los de Sofía y pareció sonreírle con la mirada. Ésta le devolvió una sonrisa tímida aunque estaba decidida a que la invitada no le gustara. Volvió a mirar hacia los chicos, que se movían inquietos bajo el árbol, presa de sus mal disimulados esfuerzos por ver cuanto les fuera posible de Eva. En ese momento Santi se levantó, gesticuló a los demás como si estuviera respondiendo a un reto, y se acercó con decisión al rincón de la terraza donde estaban sentadas las mujeres.

Chiquita le animó a que se uniera a ellas.

– Eva, este es mi hijo Santi -dijo orgullosa, viendo cómo su guapo hijo se inclinaba para besar a la exquisita invitada antes de coger una silla. Sonrió al captar que una tenue chispa de atracción brillaba en los pálidos ojos de Eva, avergonzándola y obligándola a apartar la mirada.

– ¿Eres chilena? -preguntó Santi a la vez que sonreía sin disimulo, regalando a Eva lo mejor de su generosa boca y de sus dientes grandes y blancos. Sofía puso los ojos en blanco. También él se ha encaprichado con ella, el muy idiota, pensó Sofía irritada.

– Sí, soy chilena -respondió Eva con su sedoso acento chileno.

– ¿De Santiago?

– Sí.

– Bienvenida a Santa Catalina. ¿Te gusta montar?

– Sí. Me apasionan los caballos -le dijo encantada.

– En ese caso, si lo deseas te mostraré la estancia a caballo -se ofreció. Sofía estaba a punto de hundirse en su propia miseria cuando Santi cogió el vaso de limonada de Eva y, quitándoselo de la mano, le dio un sorbo. El hecho de que hubiera compartido su vaso con tanta naturalidad enseñaría a Eva que Santi le pertenecía. Esperó que Eva se hubiera dado cuenta.

Santi volvió a sentarse, cruzó las piernas y, apoyando el vaso en una de ellas, empezó a darle vueltas de forma inconsciente. Siguieron hablando de caballos, de la casa de la playa que los padres de Eva tenían en Cachagua y de las interminables neblinas de verano que a veces cubrían la costa hasta el mediodía. Mientras hablaban, Sofía se inclinó hacia Santi para reclamar su vaso. Su mano tocó la de él al quitárselo. A continuación se concentró en terminar los restos del limón. Pero Santi apenas le hacía caso. Parecía incapaz de apartar los ojos de la hipnotizadora Eva, que seguía sentada sin dejar de sonreírle.

Una vez que los demás chicos vieron que Santi se había integrado en el grupo sin ningún problema, se animaron y empezaron a acercarse. Eva vio al grupo de predadores bronceados y hambrientos salir de las sombras, y sus pálidos labios temblaron, incómodos. En ese momento, cuando los chicos se acercaban a la terraza para oler el tarro de miel que tanto los atraía desde la distancia, Santi dedicó a Eva una sonrisa comprensiva que ella le devolvió agradecida.

María apareció entre los árboles con Panchito y el pequeño Horacio, y Paco hizo lo propio con Miguel, Nico y Alejandro, seguidos de cerca por Malena y dos de sus hijas, Martina y Vanesa. Eva no tardó en ser presentada a casi todos los habitantes de la estancia; hasta los perros, que parecían impulsados a dejarse acariciar por su aura, se tumbaron, dóciles, junto a su silla. Los chicos querían acostarse con ella, las chicas querían ser como ella, y todos a la vez le hacían preguntas e intentaban ganarse su afecto. Sofía reprimió un bostezo, y ya estaba a punto de escaparse cuando el abuelo O'Dwyer salió tambaleándose del estudio.

– ¿Quién es esta linda jovencita que ha aparecido entre nosotros? -dijo cuando sus ojos consiguieron enfocar a la hermosa Eva.

– Esta es Eva Alarcón, papá. Ha venido de Chile a pasar una semana con nosotros -replicó Anna en inglés, estudiándole a toda prisa a fin de saber si había estado bebiendo.

– Bien, Eva, ¿hablas inglés? -preguntó él con brusquedad, revoloteando a su alrededor como una enorme polilla alrededor de una hermosa flor.

– Un poco -respondió ella con un fuerte acento.

– No te preocupes por él -dijo Anna en español-. Sólo hace trece años que vive aquí.

– Y no habla ni una sola palabra de español -dijo Agustín, ansioso por captar la atención de Eva-. Ignórale, es lo que hacemos todos. -Se echó a reír, satisfecho al ver que con su comentario la había hecho sonreír.

– Habla por tí -intervino Sofía malhumorada-. Yo nunca le ignoro. -Santi la miró y frunció el ceño como preguntándole por qué de pronto se había puesto así, pero ella apartó la mirada y sonrió a su abuelo.