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– Así que de Chile, ¿eh? -continuó Dermot, cogiendo una silla de manos de Soledad, que se había anticipado a sus intenciones, y obligando a todos a que se movieran un poco para poder sentarse al lado de Eva. Hubo un pequeño revuelo de sillas que rascaban las baldosas del suelo hasta que por fin Dermot pudo acomodarse en el pequeño espacio que le habían dejado junto a la invitada. Anna meneó la cabeza. Sofía sonrió divertida. Veamos cómo se maneja con el abuelo, pensó, animándose.

»¿Qué haces en Chile? -preguntó Dermot-. Buena chica -murmuró a Soledad cuando ésta le sirvió un vaso de limonada-. Supongo que no vendrá con sorpresa, ¿verdad? -añadió, oliéndolo. Como no entendía ni una palabra de inglés, Soledad se retiró.

– Bueno, montamos a caballo en la playa -respondió Eva poniéndose seria.

– Caballos, ¿eh? -dijo Dermot, asintiendo-. También montamos a caballo en Irlanda. ¿Qué hacéis en Chile que no podamos hacer en Irlanda?

– ¿Sortear los rápidos? -sugirió Eva, y sonrió educadamente.

– ¿Matar conejos?

– Sí, tenemos el rápido más veloz del mundo -añadió Eva con orgullo.

– Dios mío, debe de ser un conejo velocísimo si es el más veloz del mundo -intervino Dermot entre carcajadas.

– Y no sólo es veloz, sino que además es muy peligroso.

– ¿También es peligroso? ¿Muerde?

– ¿Perdón? -dijo Eva, mirando confundida a Sofía que, decidida a no acudir en su ayuda como el resto de los serviles miembros de su familia, se limitó a encogerse de hombros.

– ¿Y nadie ha conseguido matarlo todavía?

– Oh, sí, lo sortean a menudo.

– Entonces una de dos: o en Chile no hay buenos cazadores, o ese conejo debe de ser rápido como el rayo -dijo Dermot, y volvió a reírse con ganas-. Un conejo que corre a la velocidad del rayo. Ésa sí que es buena.

– ¿Perdón?

– En Irlanda los conejos son gordos y muy lentos. Demasiadas zanahorias, ya me entiendes. Son presa fácil. Me gustaría intentar darle a tu conejo veloz. -Llegados a ese punto Sofía no pudo aguantar la risa por más tiempo. Abrió la boca y no dejó de reír hasta que le saltaron las lágrimas.

– ¡Abuelo, Eva está hablando de rápidos, esos ríos velocísimos por los que la gente desciende con botes de goma, no de conejos! -jadeó. Cuando los demás entendieron el chiste también se echaron a reír. Eva se puso roja y soltó una risa tonta. Cuando miró a Santi con timidez se dio cuenta de que él también la miraba.

Después del almuerzo Anna sugirió a Sofía y María que llevaran a Eva a la piscina a tomar el sol. Primero la acompañaron a su habitación para que deshiciera la maleta. La chica estaba encantada con el cuarto. Era una habitación grande y luminosa con dos altos ventanales abiertos que daban al huerto de manzanos y ciruelos. El aroma a jazmín y a gardenia flotaba en el calor de la tarde, llenando el aire con su fuerte perfume. Había dos camas cubiertas por edredones con diseños florales azules y blancos y aromatizados con lavanda, además de un delicado tocador de madera donde dejar los cepillos y la colonia. La habitación contaba con un cuarto de baño, en el que había una gran bañera de hierro esmaltado con grifería cromada, importada de París.

– Qué habitación tan bonita -suspiró Eva mientras abría la maleta.

– Me encanta tu acento -dijo María entusiasmada-. Me encanta la forma en que hablan los chilenos. Es muy delicada, ¿no te parece, Sofía? -Su prima asintió impasible.

– Gracias, María -respondió Eva-. ¿Sabes?, esta es la primera vez que vengo a la pampa. He estado muchas veces en Buenos Aires, pero nunca en una estancia. Esto es muy bonito.

– ¿Te han gustado nuestros primos? -preguntó Sofía, tumbándose en una de las camas y cruzando los pies.

– Son todos encantadores -respondió inocente.

– No, me refiero a que si te gustan. Tú les gustas a todos, así que puedes elegir.

– Sofía, eres muy amable, aunque no creo que les guste. Lo que ocurre es que para ellos soy una novedad, eso es todo. En cuanto a si me gustan, apenas me ha dado tiempo a verlos.

– Pues a ellos sí les ha dado tiempo a verte -dijo Sofía sin dejar de mirarla.

– Sofía, déjala en paz. La pobre acaba de llegar -interrumpió María-. Venga, date prisa y ponte el traje de baño, me estoy asando aquí dentro.

En la piscina los chicos ya estaban tumbados al sol como un grupo de leones, esperando ver aparecer a Eva en traje de baño. Con los ojos entrecerrados por la luz del sol, vigilaban los árboles entre breves jadeos y con los cuerpos calientes. No tuvieron que esperar mucho. Mientras las chicas se acercaban, intercambiaron entre siseos algunos comentarios y luego, fingiendo un completo desinterés, se pusieron a hablar de polo. Eva se quitó con timidez los pantalones cortos y se libró con dificultad de su camiseta, revelando un cuerpo de mujer: grandes pechos redondos, vientre plano, caderas anchas y una piel morena y suave. Sintió que las miradas de los chicos la desnudaban y se palpó el traje de baño con manos temblorosas para asegurarse de que seguía ahí. Sofía tiró su ropa al suelo y se dirigió a las hamacas con sus andares de pato, el trasero salido, metiendo estómago y con los pies hacia fuera. Santi estaba echado en la hamaca contigua a la suya, mirando tranquilamente a Eva con la paciente arrogancia del hombre que sabe que la mujer que desea terminará por ir a su lado. Sofía percibió su expresión y sacó el labio inferior como muestra de resentimiento.

– ¿Necesitas que te ponga crema en la espalda? -gritó Agustín desde el agua.

– No con tus manos frías y mojadas -se rió Eva, sintiéndose más segura después de haber trabado amistad con las chicas.

– No te fíes de Agustín -dijo Fernando-. Si necesitas que alguien te ponga crema en la espalda, yo soy el más fiable.

Todos rieron.

– Estoy bien así, gracias.

– Toma, coge mi hamaca, Eva -dijo Santi levantándose. Sofía vio que María ocupaba la otra.

– No, en serio… -empezó Eva.

– De todas formas, aquí tengo demasiado calor -insistió Santi-. Sólo hay tres. Traeré más de la casita de la piscina dentro de un rato.

– Bueno, como quieras -dijo Eva, desplegando la toalla sobre la hamaca y tumbándose encima. Santi se sentó sobre las piedras junto a ella como si se conocieran desde hacía tiempo. Tenía la virtud de conseguir que las mujeres se sintieran cómodas a su lado y, a diferencia de los demás, no le costaba ganarse su confianza. Sofía sintió que los celos le revolvían el estómago. Se cubrió los ojos con las gafas de sol, se tumbó a tomar el sol e intentó ignorarlos.

Fernando vio a su hermano charlando con la rubia recién llegada y deseó que a ella no le gustara. ¿Qué tenía Santi que todas las chicas iban detrás de él? Abrigaba la esperanza de que Eva se fijara en su cojera y que eso la echara para atrás. Si él fuera una chica, eso le echaría para atrás, pensó con amargura. Decidió esperar en la piscina. En algún momento Eva tendrá calor y querrá darse un baño -pensó-, y entonces estaré preparado para ella.

Rafael había perdido interés y se había quedado dormido a la sombra con una revista sobre su cara quemada por el sol. Agustín había pasado un rato buceando -se le daba muy bien el buceo- y practicó su peculiar salto mortal. Eva le había sonreído. Sin duda la había impresionado, aunque ahora estaba totalmente monopolizada por Santi, a su vez encantado con la situación, de manera que Agustín se dijo que simplemente tendría que esperar a que llegara su momento, como Fernando, y se dedicó a nadar como un tiburón hasta que Eva decidió meterse en el agua. Ángel, Níquito y Sebastián habían sopesado sus posibilidades y habían decidido que no tenía sentido bajar a la arena; no tenían la más mínima esperanza, así que optaron por darle a la pelota de tenis en la tórrida pista que brillaba como un horno al otro lado de la verja.