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– Volveré, Chofi. Dos años no es tanto tiempo -le dijo con suavidad, sorprendido ante la violencia de la reacción de su prima.

– Sí que lo es. Es una eternidad -tartamudeó Sofía-. ¿Y si te enamoras de una americana y te casas con ella? No volvería a verte.

Santi se rió y la rodeó con el brazo, atrayéndola hacia él. Sofía cerró los ojos y deseó que él la quisiera como ella le quería para que no se fuera.

– No creo que me case a los dieciocho. Qué estupidez. De todos modos, me casaré con una argentina. No irás a pensar que voy a irme de Argentina para siempre, ¿verdad?

Sofía meneó la cabeza.

– No lo sé. No quiero perderte. Voy a tener que quedarme aquí con Agustín y con Fercho sin tener a nadie que me defienda. Probablemente no vuelvan a dejarme jugar al polo. -Sorbió y hundió la cara en el cuello de su primo. Olía a ponis y a ese olor fuerte a hombre que le dio ganas de sacar la lengua y lamerle la piel.

– Te escribiré -dijo Santi.

– ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo. Te enviaré cartas larguísimas. Te lo contaré todo. Y tú también tienes que escribirme y contármelo todo.

– Te escribiré todas las semanas -respondió decidida.

Sentada entre sus brazos, Sofía se dio cuenta de que sus sentimientos habían ido más allá del simple afecto que cualquiera puede sentir por un hermano, por muy especial que éste sea, para dar paso a algo mucho más profundo y prohibido. Amaba a Santi. De hecho, nunca se había parado a pensarlo, pero con el olor del cuerpo de su primo acariciándole la nariz, y al sentir el contacto de su piel y su aliento en la frente, supo que si tan posesiva era con él, era sencillamente porque le amaba. Y no es que simplemente le gustara. Le amaba. Sí, le amaba con toda su alma. Ahora lo entendía.

Durante un instante de flaqueza estuvo a punto de perder el control y decírselo, pero supo que sería un error. También era consciente de que él la quería como a una hermana, de manera que no tenía sentido revelarle sus oscuros desvelos cuando lo único que conseguiría con ello sería confundirle o, en el peor de los casos, hacer que saliera huyendo en dirección contraria. Así que siguió allí sentada, apretujada contra él, mientras Santi permanecía totalmente ajeno a la fuerza que hacía palpitar el corazón de Sofía entre sus costillas como un pájaro enloquecido que se lanzara contra los barrotes de su jaula en un desesperado intento por escapar y cantar.

Santi volvió a su casa pálido y confundido y le contó a María lo mal que Sofía se había tomado la noticia de su partida.

– No paraba de llorar. No me lo podía creer. Estaba destrozada -relató atónito-. Sabía que no le gustaría, pero no tenía ni idea de que se lo fuera a tomar así. Cuando me fui, ella salió corriendo.

María fue de inmediato en busca de su prima, y de camino se dio de bruces con Dermot, que jugaba a croquet con Antonio, el marido de Soledad. Cuando le explicó a Dermot por qué su nieta había desaparecido, él dejó el mazo en el suelo y encendió su pipa. Dermot adoraba a su nieta con la misma intensidad con la que en su tiempo había querido a su hija. Para él, Sofía era más radiante que el sol. Cuando llegó a Argentina, tras la muerte de su esposa, había sido la pequeña Sofía la que había calmado sus deseos de seguir los pasos de su mujer. «Es un ángel disfrazado -solía decir-, un angelito de Dios.»

El abuelo O'Dwyer se dirigió en carro al ombú con Antonio a cargo de las riendas. Se sentía más cómodo con Antonio y José que con la familia adoptiva de su hija, a pesar de ser solamente capaz de comunicarse con ellos por gestos. Cuando Sofía vio a su abuelo bajando con paso vacilante del carro, volvió a poner la cabeza entre las manos y se puso a llorar aún más fuerte para que él la oyera. Dermot se quedó al pie del árbol y le pidió a su nieta que bajara.

– Con llorar no solucionas nada, Sofía Melody -le dijo sin quitarse la pipa de la boca. Ella pareció pensarlo unos minutos y luego bajó despacio. Cuando por fin estuvo en tierra, los dos se sentaron en la hierba bajo el suave sol de la mañana-. Así que el joven Santiago se va a Estados Unidos.

– Me abandona -gimió Sofía-. He sido la última persona en enterarme.

– Volverá -dijo Dermot con dulzura.

– Pero estará fuera dos años. ¡Dos años! ¿Cómo viviré sin él?

– Lo harás -respondió con la voz preñada de tristeza ante el recuerdo de su adorada esposa-. Lo harás porque no te queda más remedio.

– Oh, abuelo, sin Santi me moriré.

El abuelo O'Dwyer dio unas cuantas chupadas a su pipa y observó cómo el humo se elevaba y se disolvía en el aire.

– Espero que tu madre no se entere de esto -dijo poniéndose serio.

– Claro que no.

– No creo que le hiciera mucha gracia. Te meterías en un buen lío si llegara a enterarse.

– ¿Qué hay de malo en amar a alguien? -preguntó Sofía desafiante.

Las comisuras de los labios del abuelo se curvaron hacia arriba.

– Santiago no es «alguien», Sofía Melody. Es tu primo hermano.

– ¿Y qué importa?

– Mucho, importa muchísimo -replicó el abuelo.

– Bueno, ahora es nuestro secreto.

– Como mi licor -soltó el abuelo echándose a reír a la vez que se humedecía los labios.

– Exacto -admitió Sofía-. Oh, abuelo. ¡Me quiero morir!

– Cuando yo tenía tu edad, me enamoré de una chica tan guapa como tú. Para mí lo era todo, pero se fue a vivir tres años a Londres. Santiago va a estar fuera dos años. Pero yo sabía que un día, si esperaba, ella volvería a mí. Porque, ¿quieres saber algo, Sofía Melody?

– ¿Qué? -preguntó ella, todavía enfurruñada.

– Todo llega a aquellos que saben esperar.

– Eso no es verdad.

– ¿Lo has probado alguna vez?

– Nunca he tenido que hacerlo.

– Bueno, yo esperé. Y ¿sabes lo que ocurrió?

– Pues que ella volvió, se enamoró de ti y se casó contigo, ¿no?

– No -Sofía levantó la cabeza, curiosa-. Volvió, y entonces me di cuenta de que ya no la quería.

– ¡Abuelo! -soltó Sofía con una carcajada-. ¿Y qué es lo que dices que les llega a aquellos que saben esperar?

– La sabiduría. El tiempo nos da la oportunidad de tomar perspectiva y ser objetivos. La sabiduría no siempre trae consigo lo que esperábamos, de lo contrario la espera no valdría la pena. ¿Crees que valdría la pena si supieras de antemano lo que iba a traerte? Aquellos años de espera me dieron sabiduría. Cuando ella volvió de Londres, elegí olvidarme de ella. Había aprendido que después de todo no era la chica para mí. Afortunadamente para ti no me casé con ella, porque si lo hubiera hecho no habría podido casarme con tu abuela.

– Me gustaría haber conocido a mi abuela -dijo Sofía melancólica.

El abuelo O'Dwyer dio un profundo suspiro. No pasaba un solo día sin que una simple flor o el trino de un pájaro le recordaran a Emer Melody. Allí donde mirara estaba ella, y el recuerdo de su expresión generosa y dulce le ayudaba a soportar el paso de los días sin su compañía.

– A mí también me hubiera gustado que la hubieras conocido -Dermot tragó con dificultad y se le nublaron los ojos-. Te habría querido mucho, Sofía Melody.

– ¿Me parezco a ella?

– No, no te pareces a ella. Tu abuela se parecía más a tu madre. Pero tienes su carisma y su encanto.

– La echas de menos, ¿verdad, abuelo?

– Mucho. No pasa ni un momento en que no piense en ella. Lo era todo para mí.

– Santi lo es todo para mí -dijo Sofía, volviendo al problema en cuestión-. Lo es todo para mí y acabo de darme cuenta de ello. Le amo, abuelo.

– Lo es todo para ti ahora, pero todavía eres joven.