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– Querida Sofía -dijo con voz suave y dulce mientras besaba la frente caliente de su hija. Ella parecía responder al contacto con su padre incluso estando dormida-. Me quieres, ¿verdad? Y yo te quiero, no sabes cuánto -susurró.

Soledad se dio cuenta de que en el rostro del señor Paco se había dibujado una expresión de ternura; también se dio cuenta de que le brillaban los ojos. Esperó mientras él acariciaba la carita de la pequeña, sintiéndose rara y a la espera de la reprimenda que ya había anticipado. Pero ésta no llegó. Paco acarició la mejilla de su hija y luego cogió el abrigo y fue hacia la puerta.

– ¿Va a salir usted? -se oyó preguntar Soledad. Deseó al instante no haberlo hecho. No era asunto suyo.

Paco se giró y asintió con gravedad.

– No vendré a cenar… y, ¿Soledad?

– Sí, señor Paco.

– Lo que has oído esta noche no debes mencionarlo delante de nadie, ¿entendido?

– Sí, señor Paco -respondió categóricamente al tiempo que, culpable, volvía a sonrojarse.

– Bien -dijo él antes de cerrar tras de sí la puerta.

Soledad echó un vistazo a la puerta del salón antes de pasar por la cocina en dirección a su habitación. Era consciente de que no debía haber escuchado, pero, una vez que se hubo recuperado del susto, empezó a encontrarle sentido a la conversación. Así que el señor Paco tenía una aventura, pensó. No le sorprendió. La mayoría de los hombres tenían amantes de vez en cuando, y ¿por qué no? Sin embargo, en este caso no parecía tratarse de algo meramente sexual, sino de amor. Si el señor Paco había dejado de amar a la señora Anna, se trataba de algo serio. Se sintió terriblemente apenada por su señora. Se sintió triste por los dos.

Anna se quedó clavada en uno de los sillones del salón. Se sentía tan desgraciada y tan agotada que no podía moverse. Se preguntaba qué hacer. Paco había admitido que tenía una aventura, pero ni siquiera había sugerido la posibilidad de dejar de ver a la otra mujer. Le había oído irse. Había salido corriendo a refugiarse en los brazos de ella, quienquiera que fuera. No quería saberlo. No se fiaba de sí misma. Era muy capaz de encontrarla y apuñalarla presa de un ataque de ira y de desesperación. Se acordó de la tía Dorothy. Seguro que esto era un castigo por haber dejado plantado a Sean O'Mara. Quizá su tía había estado en lo cierto desde un principio. Quizá hubiera sido más feliz si se hubiera casado con él y no hubiera salido nunca de Glengariff.

Las semanas que siguieron fueron tristes y de profunda infelicidad. Paco y Anna no volvieron a mencionar el asunto y nada parecía haber cambiado. Tan sólo los ánimos se enfriaron del todo y la comunicación entre ambos desapareció por completo. Anna veía con amargura la relación de Paco con Sofía. Cada una de sus caricias era para ella una herida; en realidad, sentía que su hija podría haber sido perfectamente esa otra mujer que había ocupado su lugar en el corazón de Paco. Éste pasaba más tiempo con la pequeña que con su mujer, envolviéndola con un amor que antaño había sido para ella, desbancando a Anna por completo. Ella dedicaba su tiempo a sus hijos, nutriéndose de su afecto como una planta en el desierto. Se le hacía muy duro querer a Sofía, que de alguna forma estaba conectada a Paco y a su propia desgracia. La niña empezó a llorar cada vez que su madre la tomaba en brazos, como si de algún modo sintiera que no era querida, mientras que se derretía en brazos de su padre, a la vez que sonreía descaradamente como diciendo: «Le quiero a él y no a ti». Anna apenas podía mirarlos sin sentir una punzada de dolor.

Anna estaba segura de que jamás había sido tan infeliz. A principios de ese mismo año su padre le había enviado un telegrama diciéndole que su madre había muerto. Cuando él llegó a su puerta, Anna había intentado encontrar el amor de su madre en el abrazo de su padre, pero también él había sucumbido a los encantos de la pequeña hechicera en que Sofía se había convertido. Ahora eran unos perfectos desconocidos. El lazo que en su momento había sellado el amor que sentían uno por el otro se había deshecho con el paso de los años y la distancia.

Echaba más de menos a su madre que a su padre, al que veía vagar por la estancia como un perro perdido. Recordaba la risa suave de Emer y la luz de sus ojos dulces. Recordaba el olor a jabón y lavanda que la envolvían como una nube etérea, y poco a poco puso a su madre en un pedestal y dibujó de ella una imagen con la que nada había tenido que ver en vida. No se acordaba de la mujer cuyo rostro viejo y triste se había deshecho en un río de lágrimas esa noche de otoño en que se abrazaron por última vez. La madre que necesitaba en ese momento preciso era la mujer que había enjugado sus lágrimas cuando los primos de Glengariff se metían con ella, la madre que habría conseguido que la Tierra dejara de girar si con ello hubiera hecho sonreír a su niña. Echaba de menos el amor incondicional de Emer. Como adulta, el amor se había convertido en algo muy difícil de conservar.

Anna dejó que Soledad pasara más horas con Sofía en la habitación de los niños. Rafael y Antonio tenían ya cinco y siete años e iban a la escuela, de manera que disponía de más tiempo para ella. Lo necesitaba. De todas formas, pensó, Sofía está más que feliz con Soledad. Anna empezó a pintar, y construyó un pequeño estudio en una de las habitaciones de invitados del apartamento de Buenos Aires. No se le daba muy bien, de eso no le cabía duda, pero la distraía de la vida doméstica y conseguía así pasar tiempo a solas sin que nadie la molestara. Paco nunca entró en su estudio. Era su santuario, un lugar propio en el que esconderse.

A Paco le dolió sobremanera que su mujer hubiera considerado necesario mencionar la relación de su padre con Clara Mendoza. No le sorprendió demasiado que ella estuviera enterada, puesto que para entonces ya había mucha gente que lo sabía, pero sí le sorprendió que se hubiera rebajado hasta el punto de usarlo como arma para herirle. La observaba con cautela y se preguntaba si el romance que habían vivido en Londres años atrás en realidad había ocurrido. Era como si se hubiera enamorado de una dulce jovencita y hubiera traído a Argentina a una joven amargada por error. Veía a la Ana Melodía que recordaba sentada melancólica junto a la fuente de Trafalgar Square y se preguntaba si todavía seguía allí, y al hacerlo le dolía el corazón. Todavía la amaba.

Un día de primavera, Anna había salido a pasear por la llanura con Agustín. Hacía calor y las flores silvestres estaban empezando a abrirse y a pintar la pampa de colores. Para su deleite pudieron ver a una pareja de vizcachas que se olisqueaban con sus lomos peludos y marrones brillando bajo la luz del sol. Anna se sentó entre las hierbas altas y atrajo a su hijo de cinco años hacia ella, sentándolo en su rodilla.

– Mira, cariño -dijo en inglés-. ¿Ves los conejos?

– Se están besando.

– Tenemos que quedarnos callados y no movernos o se asustarán.

Se sentaron y observaron cómo las dos criaturas saltaban juguetonas de un lado a otro, de vez en cuando mirando a su alrededor como si se sintieran observadas.

– Ya no besas a papá -dijo de pronto Agustín-. ¿Papá ya no te gusta?

Anna se quedó de una pieza con la pregunta, y le preocupó la ansiedad que reflejaba el tono de voz de su hijo.

– Claro que sí -respondió enérgica.

– Siempre se están peleando y gritando. No me gusta -dijo el niño, y de repente se echó a llorar.

– Mira, has asustado a los conejos -dijo Anna, intentando distraerle.

– No me importa. ¡No quiero ver los conejos nunca más! -gritó él sin dejar de llorar. Anna lo estrechó entre sus brazos e intentó tranquilizarle.

– Papá y yo a veces nos peleamos, como tú con Rafael o con Sebastián. ¿Te acuerdas de aquella vez que te peleaste con Sebastián?