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Si de verdad tenía que comprarle algo a la niña debería ser algo sensato como un libro o música para piano. Paco había heredado el piano de su madre y Sofía apenas lo usaba. Ya era hora de que la niña se centrara en algo, de que terminara algo. No tenía la menor concentración: empezaba mil proyectos en los que enseguida perdía interés. Sí, decidió Anna, estudiar piano sería mejor para ella que pasar el tiempo en ese árbol ridículo. Las señoritas de su clase debían pintar y tocar música, leer buena literatura inglesa y aprender a llevar una casa, en vez de pasarse el día montando a caballo y subiéndose a los árboles.

– Anímala a que haga algo de provecho, papá -sugirió. Pero el abuelo O'Dwyer quería comprar a Sofía un cinturón, tal como había prometido.

Ese era el motivo que había llevado Sofía a su cuarto. Quería decirle que le encantaría su cinturón y que cuidaría de él, porque le quería y porque su regalo siempre le recordaría a su querido abuelo. Su madre jamás había comprendido por qué le tenía tanto cariño a Dermot, pero Sofía y él sentían un profundo afecto mutuo que les unía con un lazo que sólo ellos reconocían.

Sofía se movió de un lado a otro de la habitación. Tosió. Volvió a recorrer la habitación. Por fin el voluminoso cuerpo de Dermot O'Dwyer rodó sobre la cama, quedando boca arriba. Entreabrió los ojos, convencido de que Sofía era un gnomo o algún espíritu y levantó la mano alarmado.

– Soy yo, abuelo -susurró ella.

– Jesús, María y José, niña. ¿Qué estás haciendo ahí de pie? ¿Eres mi ángel de la guarda que cuida de mí mientras duermo?

– Creo que con tus ronquidos has asustado a tu ángel de la guarda -respondió Sofía, echándose a reír en voz baja.

– ¿Qué haces, Sofía Melody?

– Quiero hablar contigo -dijo ella, y volvió a moverse por la habitación arrastrando los pies.

– Bueno, no te quedes ahí, jovencita. Ya sabes que el suelo está lleno de cocodrilos que se mueren de ganas de comerte los pies. Métete en la cama.

Así que Sofía se metió en la cama con el abuelo, otra cosa que su madre no habría visto con la menor simpatía. Con diecisiete años no debería meterse en la cama con un viejo. Se tumbaron uno junto al otro «como un par de estatuas sobre una tumba». Sofía percibió el cuerpo del abuelo a su lado y de pronto se sintió totalmente embargada por el afecto que sentía por él.

– ¿De qué quieres hablar, Sofía Melody? -le preguntó.

– ¿Por qué siempre me llamas así?

– Bueno, tu abuela se llamaba Emer Melody. Cuando nació tu madre, quise llamarla Melody, pero tu abuela se negó en redondo. Podía ser muy testaruda cuando quería. De manera que le pusimos Anna Melody O'Dwyer, y Melody quedó como su segundo nombre.

– Como María Elena Solanas.

– Exactamente, como María Elena Solanas, que Dios la guarde en su seno. Para mí siempre serás Sofía Melody.

– Me gusta.

– Tiene que gustarte. Es así.

– ¿Abuelo?

– ¿Sí?

– En cuanto al cinturón…

– Dime.

– Mamá dice que no lo cuidaré, pero lo haré. Te lo prometo.

– Tu madre no siempre tiene razón. Ya sé que lo cuidarás.

– Entonces, ¿me lo regalarás?

Dermot le apretó la mano y soltó una resollante carcajada.

– Claro que sí, Sofía Melody.

Se quedaron tumbados mirando las sombras que bailaban en el techo mientras el frío viento invernal se colaba entre las cortinas y deslizaba sus pies helados por sus rostros acalorados.

– ¿Abuelo?

– Y ¿ahora qué quieres?

– Quiero el cinturón por motivos sentimentales -le dijo tímida.

– Por motivos sentimentales, ¿eh?

– Porque te quiero, abuelo.

Nunca le había dicho eso a nadie. Él se quedó unos segundos en silencio, conmovido. Sofía parpadeaba en la oscuridad, preguntándose cómo iba a responder el abuelo a su repentina confesión.

– Yo también te quiero, Sofía Melody. Te quiero con toda el alma. Y ahora será mejor que te vayas a la cama -susurró él, mientras la voz le fallaba a mitad de la frase. Sofía era la única persona capaz de hacer zozobrar su sentimental y viejo corazón.

– ¿Puedo quedarme?

– Mientras tu madre no se entere -susurró Dermot de nuevo. -Oh, estaré levantada mucho antes que ella.

Sofía se levantó con frío. Un escalofrío la recorrió desde la cabeza a la punta del pie. Se apretujó contra el abuelo buscando calor. Le llevó un momento darse cuenta de que era él quien le daba frío. Se sentó y se inclinó sobre Dermot para poder verle la cara. La expresión de su rostro denotaba felicidad. Si no hubiera estado frío y rígido, habría pensado que estaba a punto de soltar una de sus resollantes carcajadas, pero su cara era como una máscara tras la que no había nada; tenía los ojos abiertos, unos ojos vacíos que miraban fijamente a ninguna parte.

Acercó su cara a la de él y la apretó contra ella. Grandes lagrimones le resbalaban por las mejillas y, al llegar a la punta de la nariz, caían sobre la de él, hasta que, pasados unos segundos el cuerpo entero, haciéndose eco de la violencia de sus sollozos, empezó a temblarle. Nunca se había sentido tan desgraciada. El abuelo ya no estaba. Se había ido. Pero ¿adónde? ¿Existía el cielo? ¿Estaba ahora con Emer Melody en algún lugar hermoso? ¿Por qué había muerto? Gozaba de buena salud y estaba lleno de vida. Nadie había estado más vivo que su abuelo. Empezó a moverse adelante y atrás, acunando su cuerpo enorme entre los brazos hasta que le dolió la mandíbula y empezó a sentir pinchazos en el estómago de tanto llorar. Se sintió presa del pánico cuando intentó recordar las últimas palabras que le había dicho el abuelo. El cinturón, habían hablado del cinturón. Luego ella le había dicho que le quería. Soltó un profundo lamento al recordar aquel momento de ternura. Una vez que soltó el primer gemido fue incapaz de parar. Chilló una y otra vez, hasta que sus gritos despertaron a toda la casa. En un primer momento Paco pensó que se trataba de algún animal al que una comadreja estaba matando justo al pie de su ventana, pero enseguida reconoció la voz de su propia hija cuando ésta se atragantaba intentado tomar aire antes de soltar otro tremendo gemido.

Mientras sus hermanos, su madre y su padre corrían en su ayuda, Sofía recordó las últimas palabras del difunto: «Mientras tu madre no se entere». Siempre había sido su cómplice.

Tuvieron que arrancarla de su lado. Entonces se agarró a su padre. La conmoción sufrida al haber encontrado muerto a su abuelo la golpeó de pronto como una bofetada en frío y tiritaba sin control. Anna dejó fluir libremente las lágrimas. Se sentó en el borde de la cama y acarició con su frágil mano la frente del abuelo. Le quitó la cruz de oro que le colgaba del cuello y se la llevó a los labios.

– Dios te acoja en su seno, padre. Dios te bendiga y te abra las puertas del reino de los cielos.

Levantó la mirada hacia su familia y les pidió que la dejaran a solas con él. Rafael y Agustín salieron arrastrando los pies. Paco besó a su hija en la frente antes de llevársela cariñosamente con él.

Anna Melody O'Dwyer se llevó la mano inerte de su padre a la cara y la besó con tristeza. Acercó los labios a su palma rasposa y no lloró por el cadáver que yacía sin vida delante de ella, sino por el padre al que había conocido durante su infancia en Glengariff. Había habido un tiempo en el que Anna había compartido el corazón de su padre con su madre, antes de que Sofía se hubiera interpuesto entre ellos y la hubiera alejado de él. Probablemente Dermot nunca le había perdonado que se hubiera ido de Irlanda para casarse con Paco, o al menos que no hubiera regresado nunca, ni siquiera una vez.