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Al perderla, él había reemplazado su cariño con el de su nieta, que parecía combinar todo lo que él había querido en Anna con todo lo que había de positivo en Sofía como ser humano. Anna había sido testigo; primero con Paco y luego con su padre. Sofía le había robado a los dos, pero no quería preguntarse por qué porque tenía miedo a la respuesta. Le daba miedo admitir que quizá Paco había estado en lo cierto. Quizás era ella la que había cambiado. ¿Cómo, si no, se las había arreglado para alejar de sí a los dos hombres a los que quería más que a nada en el mundo?

Pero en vez de pensar en sí misma, Anna recorrió con la mirada todo lo que había quedado del viejo gruñón y buscó en los rasgos de su rostro al padre que había perdido con el pasar de los años. Sin embargo, ya era demasiado tarde para recuperarle. Demasiado tarde. Se acordó de la vez que su madre le dijo que las dos palabras más tristes del diccionario eran «demasiado tarde». Ahora lo entendía. Si pudiera volver a respirar, aunque fuera una sola vez más, ella le mostraría cuánto le amaba. A pesar de los años que habían corroído los lazos que los habían unido, a pesar de la vida que de algún modo había forjado una ruptura entre ambos, Anna le había querido con todo su corazón y, sin embargo, nunca se lo había dicho. Para ella, Dermot había sido una molestia, como un perro indómito y sarnoso al que se veía en la obligación de disculpar constantemente. Pero él había sido un alma atormentada que se hallaba más feliz descendiendo a los laberintos de la locura que enfrentándose a una vida sin el cálido amor de su esposa. Su locura había sido la anestesia con la que conseguía evadirse de su creciente desolación. Ojalá se hubiera molestado en comprenderle. En comprender su dolor.

– Oh, Dios -rezó, cerrando los ojos con fuerza y dejando escapar una lágrima brillante que quedó prendida en sus largas y pálidas pestañas-, déjame sólo decirle que le he querido.

Para demostrar lo mucho que había querido a su padre, Anna dispuso que fuera enterrado en la llanura, entre los ponis y los pájaros, bajo las altas briznas de hierba que crecían al pie de un viejo eucalipto. Antonio y los chicos de los establos ayudaron a cavar la fosa, y el padre Julio recitó, tartamudeando, unas cuantas plegarias y dio un atroz sermón bajo el pálido cielo invernal. Como su tartamudeo siempre había divertido al abuelo O'Dwyer, en cierto sentido resultó de lo más adecuado.

La familia al completo había acudido a presentar sus respetos. Musitaron sus plegarias con la cabeza inclinada, y con expresión abatida contemplaron cómo el ataúd descendía tambaleándose hasta el fondo de la fosa. Cuando por fin el último puñado de tierra cubrió la tumba, las nubes se apartaron de golpe y asomó un brillante rayo de sol que cubrió las llanuras invernales con una extraña calidez. Todos levantaron la mirada, entre sorprendidos y encantados. Anna se persignó y dio gracias a Dios por llevar a su padre al cielo. Sofía observó la luz con un gran pesar y pensó en lo oscuro que de repente se había vuelto el mundo. Sin el abuelo O'Dwyer hasta la luz del sol parecía haberse apagado.

Capítulo 13

Universidad de Brown, 1973

Santi deslizó la mano bajo el vestido de Georgia y descubrió que llevaba medias. Palpó primero con los dedos la aspereza del encaje, y a continuación la piel suave y sedosa de sus muslos. Se le aceleró el corazón de pura excitación. Apretó su boca a la de ella y saboreó la menta del paquete de chicles que habían compartido cuando habían salido juntos de la sala de baile. El descaro de Georgia le había impresionado. No tenía el menor asomo de la inhibición que caracterizaba a las argentinas de buena familia, y había en ella un toque de ordinariez que le atraía.

Georgia le besaba apasionadamente. Parecía disfrutar de su cuerpo joven y fuerte mientras le clavaba sus largas uñas rojas en la piel y lamía la sal que se mezclaba con su propio olor. Ella olía a perfume caro y Santi pudo saborear el polvo que le cubría la piel a medida que pasaba la lengua por su cuerpo. Georgia tenía el estómago redondo y relleno. Cuando Santi empezó a juguetear con su liguero, ella le retiró la mano y le dijo con su voz dulce y profunda que prefería hacer el amor con las medias puestas, y a continuación empezó a quitarse las bragas.

Él le separó las piernas, y ella las abrió aún más por propia voluntad. Santi se arrodilló entre ellas y le acarició los muslos y las caderas. Georgia era rubia, rubia natural, según pudo apreciar al ver el perfilado triángulo de vello que le revelaba sus encantos. Ella le miró con descaro, disfrutando de la admiración que despertaba en él. Durante las dos horas que siguieron, Georgia le enseñó a acariciar a una mujer, lenta y sensualmente, y le dio más placer de lo que él jamás hubiera imaginado. Hacia las dos de la mañana, Santi había tenido suficientes orgasmos para constatar que Georgia era una maravilla en la cama, y ella había llegado al clímax con la relajación propia de una mujer que se sentía totalmente cómoda con su propio cuerpo.

– Georgia -dijo-, no puedo creer que seas real. Quiero quedarme abrazado a ti toda la noche para asegurarme de que sigues aquí por la mañana.

Ella se había reído, había encendido un cigarrillo y le había prometido que durante el fin de semana no harían más que hacer el amor.

– Larga, lenta y apasionadamente, aquí mismo, en la calle Hope -había dicho. También le dijo lo mucho que le gustaba su acento y le pidió a Santi que le hablara en español-. Dime que me deseas, que me amas, aunque sólo lo estés fingiendo.

Y él le dijo «Te quiero, te necesito, te adoro».

Una vez exhaustos, y con los cuerpos doloridos por el placer, se quedaron dormidos. Las luces de un coche bañaron sus cuerpos con un resplandor dorado, exponiendo sus miembros desnudos. Santi soñaba que estaba en clase de historia antigua con el profesor Schwartzbach, y ahí estaba también Sofía, sentada con su larga melena oscura recogida en una trenza y atada con un lazo de seda rojo. Llevaba vaqueros y una camisa de color lila que acentuaba su bronceado. Estaba guapísima: morena y resplandeciente. Se giró hacia él y le guiñó el ojo. Al hacerlo sus ojos marrones le sonrieron caprichosamente. De repente Sofía era Georgia. Estaba sentada desnuda, mirándole. Santi se avergonzó al verla desnuda delante de toda la clase, pero a ella eso no parecía importarle. Le miraba con cara de sueño. Santi deseó con todas sus fuerzas que Sofía volviera, pero ella había desaparecido. Cuando despertó, Georgia estaba entre sus piernas. Bajó la mirada para asegurarse de que se trataba de Georgia y no de Sofía. Su cuerpo se relajó cuando vio los lujuriosos ojos azules de Georgia mirándole desde su cintura.

– Cariño, parece que hubieras visto un fantasma -se rió.

– Lo he visto -respondió, a la vez que se abandonaba a la sensualidad de volver a sentir cómo la lengua de ella volvía a ejercer su magia sobre él.

Santi había pasado los primeros seis meses de los dos años que iba a vivir en el extranjero viajando por el mundo con su amigo Joaquín Barnaba. Fueron a Tailandia, donde salieron de caza a los bajos fondos en busca de prostitutas y diversión. Santi había quedado a la vez fascinado y horrorizado al ver lo que las mujeres podían hacer con sus cuerpos, cosas que él jamás hubiera sido capaz de imaginar ni siquiera en sus sueños más lúbricos. Fumaron cannabis en las tierras altas de Malasia, y vieron una puesta de sol que convirtió las colinas en oro. Viajaron hasta China, donde caminaron por la Gran Muralla, admiraron el Palacio de la Suprema Armonía en la Ciudad Prohibida, y descubrieron, asqueados, que es verdad que los chinos comen perros. Volvieron por India, donde Joaquín vomitó fuera del Taj Mahal antes de pasar tres días en cama con diarrea y deshidratación. En India montaron en elefante, en África en camellos, y en España lo hicieron sobre hermosos caballos blancos.