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Santi enviaba postales a su familia desde cada uno de los países que visitaba. Chiquita se desesperaba al no poder ponerse en contacto con él. Durante seis meses Santi estuvo en lugares en los que era imposible dar con él, e iba desplazándose cada pocos días sin saber cuál era su próximo destino. Todos sintieron un profundo alivio cuando, a finales de invierno, recibieron una carta en la que les informaba de que ya estaba en Rhode Island buscando casa y matriculándose en sus clases, entre las que se incluían estudios empresariales e historia antigua.

Santi se alojó en un hotel durante sus primeros días en Brown. Sin embargo, al asistir a su primera clase en el campus, conoció a dos afables norteamericanos de Boston que buscaban a alguien con quien compartir su casa de la calle Bowen. Cuando la charla, que corría a cargo de un anciano profesor que tenía la boca pequeña y oculta bajo una espesa barba blanca, y una voz aún más insignificante que se tragaba la última sílaba de sus palabras, tocó a su fin, se habían dicho prácticamente todo lo que hace falta para conocerse y se habían hecho buenos amigos.

Frank Stanford era bajo pero fornido, ancho de hombros y con buenos músculos. Era el tipo de chico que intentaba compensar su baja estatura yendo al gimnasio para asegurarse de que estaba en la mejor forma posible, y practicaba sin descanso todo tipo de deportes, como tenis, golf y polo, para que las chicas no dieran importancia a su estatura y le admiraran por sus logros. Se quedó inmediatamente impresionado con Santi, no sólo porque era argentino, un detalle que ya en sí era suficientemente atractivo, sino porque jugaba al polo, y nadie jugaba mejor al polo que los argentinos.

Frank y su amigo Stanley Norman, que prefería sentarse en un rincón a fumar marihuana y tocar la guitarra a coger una raqueta de tenis o un mazo de polo, invitó a Santi a la calle Bowen para enseñarle la casa. Santi se quedó de una pieza. Era una típica casa de la costa este con grandes ventanales de guillotina y un porche impresionante. Estaba situada en una calle llena de árboles frondosos y coches elegantes y decorada con un gusto exquisito: las paredes recién pintadas, muebles de pino, y tapizada a rayas y cuadros blancos y azul marino.

– Mi madre insistió en decorarla ella misma -dijo Frank quitándole importancia-. Es la típica madre sobreprotectora. Como si a mí me importara. Quiero decir, mirad cómo la ha puesto… debería aparecer en alguna revista de decoración. Apuesto a que es la casa más elegante de la cañe.

– No tenemos reglas en la casa, ¿verdad, Frank? -preguntó Stanley con su lento deje típico de Boston-. No nos importa que traigas chicas a casa.

– No, no nos importa, sólo exigimos que también traigas a sus hermanas si están bien. ¿Captas? -Frank lanzó un guiño a Stanley y se rió.

– Supongo que aquí serán muy guapas -dijo Santi.

– Con tu acento, chico, no tendrás el menor problema. Te adorarán -le tranquilizó Stanley.

No se equivocaba. Santi fue perseguido por las chicas más guapas del campus y no le llevó mucho tiempo darse cuenta de que no querían casarse con él. Lo único que pretendían era acostarse con él. En Argentina no era así. Uno no podía ir por ahí acostándose con cualquiera; las mujeres exigían mucho más respeto. Querían que se las cortejara y querían casarse, pero en Brown Santi se manejaba entre ellas como un buscador de fresas. A algunas las metía en una cesta y las dejaba para más adelante; a las otras se las comía al instante. En los meses de septiembre y octubre pasó algunos fines de semana con Frank y su familia en Newport, donde se dedicaban a jugar al tenis y al polo. Santi se convirtió en un héroe para los hermanos pequeños de Frank, pues éstos nunca habían visto a un jugador de polo argentino, y era objeto de adoración por parte de la madre de Frank, Josephine Stanford, que sí había visto muchos jugadores de polo argentinos, pero ninguno tan guapo como Santi.

– Dime, Santi…, ése es el diminutivo de Santiago, ¿no? -dijo Josephine mientras le servía un vaso de Coca-Cola y se secaba la cara con una toalla blanca. Acababan de terminar el tercer set de su partida de tenis contra Frank y Maddy, su hermana pequeña-. Frank me ha dicho que estás haciendo un curso de sólo un año, ¿es eso cierto?

– Sí. Termino en mayo -respondió Santi, sentándose en una de las sillas de jardín y estirando sus piernas largas y bronceadas. Los shorts blancos acentuaban el color miel de su piel, y Josephine intentó evitar dejar que su mirada se posara en ella.

– ¿Y después regresarás a Argentina? -preguntó en un intento por hacer preguntas propias de una madre. Se sentó frente a Santi y se alisó la falda blanca de tenis por encima de los muslos con sus elegantes dedos.

– No, quiero viajar un poco y luego regresar a casa a finales de año.

– Oh, qué fantástico. Entonces tendrás que volver a empezar tus estudios en Buenos Aires -suspiró-. No veo por qué no haces aquí la carrera.

– No quiero estar demasiado tiempo lejos de Argentina -dijo él, acalorado-. La echaría de menos.

– Eso habla muy bien de ti -le sonrió con dulzura-. ¿Tienes novia allí? Seguro que sí -se echó a reír con coquetería, guiñándole el ojo.

– No -replicó Santi, llevándose el vaso a los labios y bebiéndoselo de un solo trago.

– Vaya, eso sí que me sorprende, Santi. Un chico tan guapo como tú. Bueno, supongo que así es mejor para mis hermanas norteamericanas.

– Santi es todo un héroe en el campus, mamá. No sé qué tienen los hombres latinos, pero las chicas se vuelven locas por ellos -bromeó Frank-. Yo siempre tengo que elegir después de él… ya sabes, las migajas de la mesa del hombre rico.

– Tonterías, Frank. No le crea, señora Stanford -dijo Santi avergonzado.

– Por favor, llámame Josephine. Lo de señora Stanford hace que me sienta como una institutriz, y por nada del mundo desearía ser una de ellas. ¡No, por Dios! -Volvió a secarse el rostro acalorado con la toalla-. ¿Dónde está Maddy? ¡Maddy!

– Estoy aquí, mamá. Me estoy sirviendo algo de beber. ¿Quieres algo, Santi? -preguntó.

– Otra Coca-Cola estaría bien, gracias.

Maddy tenía el pelo oscuro y no era nada atractiva. Había heredado los rasgos poco agraciados de su padre en vez del abundante pelo rojizo, la piel dorada y el rostro de arpía hechicera de su madre. Maddy tenía la nariz grande, unos ojos pequeños y abultados que le daban siempre el aspecto de estar recién levantada, y la piel cetrina y llena de acné de una adolescente que se alimentaba a base de comida basura y refrescos. A Josephine le habría gustado animar a Santi a que invitara a salir a su hija, pero se daba cuenta de que su Maddy no era suficientemente interesante ni guapa para él. Oh, si yo tuviera veinte años menos, pensaba, llevaría a Santi arriba y haría buen uso de ese exceso de energía. Santi observaba a Josephine con los ojos entrecerrados y deseó que no fuera la madre de su mejor amigo. No le importaba la edad que tuviera. Sabía que sería fantástica en la cama.

– Dime, Santi, ¿no podrías presentar a mi Frank alguna buena chica argentina? Tienes hermanas, ¿verdad? -preguntó Josephine, cruzando una de sus largas piernas blancas sobre la otra.

– Tengo una, pero no es para nada el tipo de Frank. No es lo suficientemente inteligente para él.

– Entonces primas. Estoy totalmente decidida a que pases a formar parte de la familia, Santi -dijo entre risas.

– Tengo una prima llamada Sofía. Ella es mucho mejor.

– ¿Cómo es?

– Difícil, malcriada, testaruda, pero muy guapa, y jugaría al polo mejor que él.

– Vaya, a esa chica sí que me gustaría conocerla -dijo Frank-. ¿Es muy alta?