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– De tu altura. No es especialmente alta, pero tiene encanto y carisma y siempre se sale con la suya. No llegarías nunca a cansarte de ella, eso te lo aseguro -dijo Santi orgulloso, conjurando el rostro desafiante de Sofía y recordándolo con cariño.

– ¡Vaya pieza! ¿Cuándo podré conocerla?

– Tendrás que venir a Argentina. Todavía va al colegio -le dijo Santi.

– ¿Tienes alguna foto de ella?

– Sí, en mi habitación, en Rhode Island.

– Bueno, creo que vale la pena hacer el viaje sólo para verla. Me gusta como suena So… ¿Cuál has dicho que era su nombre?

– Sofía.

– Sofía. Me gusta cómo suena -reflexionó Franck-. ¿Es fácil?

– ¿Fácil?

– ¿Se acostará conmigo?

– Frank, cariño, delante de tu madre no -bromeó Josephine, abanicándose con la mano como si intentara dispersar el aire dejado por las sucias palabras de su hijo.

– Bueno, ¿qué me dices? ¿Se acostará conmigo? -insistió Frank, haciendo caso omiso de su madre que no intentaba otra cosa que pavonearse ante su nuevo amigo.

– No, no lo hará -respondió Santi, sintiéndose incómodo al oír hablar así de Sofía.

– Apuesto a que con una pizca de persuasión lo consigo. Los latinos tenéis el encanto, pero nosotros somos los reyes de la persistencia. -Frank soltó una carcajada. A Santi no le gustó la mirada competitiva que adivinó en los ojos de su amigo y deseó no haber mencionado a Sofía.

– De hecho, conozco a una chica que te conviene mucho más -dijo, dando marcha atrás como pudo.

– Oh, no, me gusta mucho cómo suena Sofía -insistió Frank.

Cuando Maddy volvió con otro vaso de Coca-Cola, Santi apenas le dio un par de sorbos. De pronto deseaba proteger a su prima y se preguntaba cómo iba a conseguir que Frank se olvidara de la idea de volar a Argentina para conocerla. Porque eso sería muy propio de Frank. Era lo suficientemente rico para ir a cualquier sitio, y suficientemente atrevido para probar cualquier cosa.

De regreso a la universidad, Santi encontró otra carta de Sofía en el buzón. Ella le había escrito todas las semanas tal como le había prometido.

– ¿De quién es? -preguntó Stanley curioso-. Recibes más cartas que la oficina de correos -añadió, para luego seguir tocando una melodía de Bob Dylan en su guitarra.

– De mi prima.

– No será de mi Sofía, ¿verdad? -intervino Frank, saliendo de la cocina con un par de panecillos y salmón ahumado para el té.

– No sabía que hubieras vuelto -dijo Santi.

– Pues sí, he vuelto. ¿Quieres uno? Están buenos -dijo, dando un mordisco a uno de los panecillos.

– No, gracias, subiré a mi habitación a leer el correo. Las cartas de mamá suelen ser largas.

– Oh, pensaba que habías dicho que era de tu prima -dijo Frank.

– Oh, ¿eso he dicho? Quise decir mi madre.

Se preguntó por qué estaba mintiendo en un asunto tan trivial. Con todas las chicas que había en Brown, Frank pronto habría olvidado a Sofía.

– Ah, esta noche Jonathan Sackville da una fiesta. ¿Queréis venir? -dijo Frank.

– Claro -replicó Stanley.

– Claro -replicó Santi, camino del vestíbulo.

Ya en la privacidad de su cuarto leyó la carta de Sofía.

Querido Santi, mi primo favorito:

Gracias por tu última carta, aunque no creas que no me doy cuenta de que tus cartas son cada vez más breves. No es justo. Me merezco más. Al fin y al cabo, las que yo te escribo son larguísimas, y estoy más ocupada que tú. Recuerda que no tienes una madre como la mía que te obligue a estudiar constantemente. Supongo que estoy bien. Ayer fue el cumpleaños de papá y cenamos todos en casa de Miguel. Ni te imaginas el calor que hace. Agustín me pegó la semana pasada. Nos peleamos por algo. Claro que fue él quien empezó, pero adivina a quién le echaron las culpas. Así que tiré toda su ropa a la piscina, hasta sus queridas botas de cuero y sus mazos de polo. Te habrías reído mucho si le hubieras visto la cara. Tuve que esconderme con María porque de verdad pensé que iba a matarme. ¿Me echas de menos, Santi? Huy, tengo que dejarte, mamá está subiendo las escaleras y parece muy enfadada. ¿Qué crees que he hecho ahora? Dejaré que lo pienses y te lo contaré en mi próxima carta. Si no me escribes pronto no te lo contaré, y sé que te mueres de ganas de saberlo.

Un besazo Sofía

Santi no podía parar de reír mientras leía la carta. Cuando volvió a meterla en el sobre y la guardó en el cajón con las demás y con las de sus padres y las de María, sintió una pequeña punzada de añoranza. Pero sólo duró un segundo, el tiempo que tardó en recordar la fiesta que esa noche daba Jonathan Sackville.

Jonathan Sackville vivía en la calle Hope, a unas manzanas de la calle Bowen, y era famoso en todo el campus por dar las mejores fiestas y por invitar siempre a las chicas más guapas. Santi no tenía demasiadas ganas de ir. Estaba inusualmente desanimado, pero sabía que era mejor ir a la fiesta que quedarse sentado en casa lloriqueando mientras leía las cartas que había recibido de su familia. Así que finalmente se duchó y se vistió.

Cuando Santi, Frank y Stanley llegaron a la casa donde se celebraba la fiesta, Jonathan estaba en la puerta. Rodeaba con el brazo la cintura de dos pelirrojas e iba dando tragos a una botella de vodka.

– Bienvenidos, amigos. La fiesta acaba de empezar -articuló a duras penas-. Adelante.

La casa era enorme, y literalmente retumbaba a causa de la música y de los pies de unas ciento cincuenta personas. Para llegar hasta donde estaban las bebidas tuvieron que abrirse paso como pudieron por el pasillo, entre un montón de invitados que no paraban de empujarse y que hablaban a gritos para poder entenderse.

– ¡Hola, Joey! -exclamó Frank-. Santi, conoces a Joey, ¿verdad?

– Hola, Joey -dijo Santi sin más.

– ¿Qué tal va todo, Joey? ¿Dónde esta la guapa Caroline? -preguntó Frank, buscando a la hermana de Joey por encima del hombro de éste.

– Intenta encontrarla si te atreves. Debe de andar por ahí dentro.

– Me voy dentro, chicos. ¡No hay tiempo que perder!

Santi vio cómo Frank desaparecía entre la masa vacilante de cuerpos sudorosos.

– Me está entrando dolor de cabeza. Me voy a casa con Dylan y Bowie -dijo Stanley. Siempre parecía estar colocado aun cuando no lo estaba-. No creo que la vida tenga que ser una montaña rusa. Aquí hay demasiado ruido, demasiado para mí. ¿Quieres venir y relajarte un poco conmigo?

– Sí, vámonos -Santi se arrepentía de haber ido. Había sido una absoluta pérdida de tiempo.

Cuando consiguieron salir al aire frío de octubre, Santi pudo volver a respirar. Hacía una noche clara y estrellada, y de repente se acordó de aquellas sofocantes noches de verano que pasaba mirando el cielo desde el ombú. Nunca había echado de menos su casa. ¿Por qué entonces de repente sentía esa añoranza?

– ¿Vosotros también os vais? -dijo una voz gruesa a su espalda. Los dos se giraron.

– Sí, nos vamos. ¿Vienes con nosotros? -preguntó Stanley, mirándola con detenimiento y gustándole lo que veía.

– No -respondió ella y sonrió a Santi.

– ¿Te conozco? -preguntó él, estudiando sus pálidos rasgos a la luz de las farolas.

– No, pero yo a ti sí. Te he visto por ahí. Eres nuevo.

– Sí, lo soy. -Santi se preguntaba qué querría. Llevaba un abrigo corto rojo y tenía unas piernas delgadas medio ocultas por un par de relucientes botas de cuero que le llegaban a las rodillas. Tiritaba y golpeaba el suelo con los pies para calentarse.

– Hay demasiado ruido en la fiesta. Me gustaría ir a algún sitio tranquilo y calentito.

– ¿Adónde quieres ir?