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– Bueno, me iba a casa, pero no quiero estar sola. ¿Quieres venir y hacerme compañía? -preguntó, y a continuación le desarmó con su sonrisa.

– Supongo que a mí no me estás invitando -dijo Stanley, resignándose-. Te veré cuando sea, Santi -dijo antes de alejarse calle arriba.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Santi.

– Georgia Müler. Estoy en segundo curso. Te he visto por el campus. Eres argentino, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Echas de menos tu país?

– Un poco -respondió él con sinceridad.

– Eso creía. Ahí dentro parecías un poco perdido -le dijo ella, pasándole la mano por el brazo-. ¿Por qué no vienes conmigo a casa? Te ayudaré a que dejes de echar de menos a los tuyos.

– Me gustaría, gracias.

– No me des las gracias, Santi. Tú también me estás haciendo un favor. Quiero acostarme contigo desde la primera vez que te vi.

A la cálida luz de la casa de Georgia Santi pudo verla con claridad. No era guapa. Tenía la cara alargada y sus afilados ojos azules estaban demasiado separados, pero a pesar de eso era sexy. Tenía los labios asimétricos pero sensuales, y cuando sonreía movía sólo la mitad de la boca. Estaba bendecida con una gruesa masa de rizos rubios, que botaban como una cheerleader cuando caminaba, y cuando se quitó el abrigo, Santi se excitó de inmediato al ver sus grandes pechos, la cintura estrecha y unas piernas largas y torneadas. Georgia tenía el cuerpo de una estrella del porno y lo sabía.

– Este cuerpo me mete siempre en problemas -suspiró al darse cuenta de cómo la miraba-. ¿Qué te apetece beber?

– Un whisky.

– Así que te ha dado fuerte, ¿eh?

– ¿El qué?

– Lo de la añoranza.

– Oh, no, no es eso. Ya estoy mucho mejor.

– Pero te da cuando menos lo esperas, ¿verdad?

– Sí.

– Puede que una carta, o a veces un olor o una canción -dijo ella poniéndose melancólica.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque, Santi, yo soy del sur. ¿No te has dado cuenta?

– ¿Del sur? -preguntó él, totalmente perdido.

– De Georgia.

– Anda, claro. Perdona, pero es que a mí tu acento me suena como el de los demás.

– No pasa nada, guapísimo. A mí tu acento no me suena como el de nadie más. De hecho, es el acento más encantador que he oído nunca. Así que puedes hablar todo lo que quieras y yo me limitaré a escuchar y a desmayarme. -Se echó a reír con ganas-. Sólo quiero que sepas que comprendo cómo te sientes, conmigo no tienes por qué disimular. Estamos en el mismo barco. Toma, aquí está tu whisky. Encendamos la chimenea, pongamos música y dejemos la añoranza a un lado. ¿Trato hecho?

– Trato hecho -aceptó Santi mientras la veía agacharse para colocar los troncos-. Pero olvídate del fuego, Georgia de Georgia, y vayamos arriba -dijo de pronto al ver los bordes de encaje de sus medias y atisbar durante una décima de segundo las bragas negras que habían asomado por debajo de su minifalda-. Sólo hay una forma de dejar de lado la añoranza y es perdiéndonos en los brazos del otro -añadió con voz ronca, bebiéndose el whisky de un trago.

– Bien, entonces subamos. Me muero de ganas de perderme en tus brazos -respondió Georgia, a la vez que le cogía de la mano y le llevaba escaleras arriba hasta su habitación.

Capítulo 14

Santa Catalina, diciembre de 1973

Chiquita apenas había podido dormir. La noche había sido tremendamente húmeda. No había parado de dar vueltas en la cama, agobiada por la falta de aire de la habitación, mientras escuchaba los ronquidos regulares de Miguel, que dormía a su lado, con su cuerpo enorme y velludo. Sin embargo, la dificultad de conciliar el sueño nada tenía que ver con la humedad, ni con la pesadilla que había despertado al pequeño Panchito, quien había llegado llorando a su cama. El insomnio era debido a que su hijo Santi llegaba al día siguiente después de haber estado dos años lejos de casa, estudiando en Estados Unidos.

Santi había escrito a menudo. Ella había esperado con ansia sus cartas semanales y las leía con una mezcla de alegría y tristeza. Sólo le había visto una vez. Había sido en marzo, durante las vacaciones de primavera. Santi había mostrado con orgullo a sus padres el campus y la casa de la calle Bowen que compartía con sus dos amigos, y habían ido a pasar unos días a Newport con su amigo Frank Stanford y su encantadora familia. Miguel estaba encantado con que su hijo pudiera jugar al polo y con que al parecer siguiera practicando casi todos los fines de semana. Ya tenía diecinueve años, casi veinte, y parecía más un hombre que el niño del que se habían despedido aquella tórrida noche de marzo.

Chiquita y Anna pasaban muchas tardes sentadas en la terraza con la mirada perdida en la distancia, hablando de sus hijos. Anna sufría muchísimo a causa del terrible comportamiento de su hija. Había albergado la esperanza de que con el tiempo Sofía se calmara; de hecho, tenía la impresión de que había empeorado. Era una chica rebelde e insolente. Contestaba a su madre e incluso, cuando perdía los estribos y se dejaba llevar por esos ataques de ira que parecían venir de quién sabe dónde, la insultaba.

A sus diecisiete años era más independiente y se mostraba más desagradable que nunca. No le iban bien los estudios, lo suspendía todo, y había pasado a ser la última de la clase, excepto en lo que concernía a las redacciones, en las que sobresalía porque le permitían perderse en el mundo imaginario de sus sueños. Sus profesores lamentaban su falta de concentración y sus deliberados esfuerzos por interrumpir la buena marcha de la clase. Tampoco ellos sabían qué hacer con ella. Los fines de semana, en Santa Catalina, Sofía desaparecía a lomos de su caballo y no regresaba sino al cabo de varias horas. Ni siquiera se molestaba en decirle a su madre adónde iba. A menudo volvía después de que se hubiera hecho oscuro, saltándose la cena a propósito.

La gota que colmó el vaso fue cuando Anna descubrió que Sofía había convencido al chófer para que la llevara a San Telmo, el casco antiguo de la ciudad, donde había pasado gran parte de la semana tomando lecciones de tango con un viejo marinero español llamado Jesús. Jamás lo habría descubierto si la directora del colegio no la hubiera llamado para desear a Sofía una pronta recuperación de sus anginas.

Cuando se enfrentó a Sofía, ésta le contestó que simplemente se había hartado de la escuela y quería ser bailarina. Paco se había echado a reír y alabó su iniciativa. Anna se había puesto furiosa. Pero Sofía estaba tan acostumbrada al mal genio de su madre que ya no la afectaba. Tendría que pensar en otro método para controlar a su hija. No ayudaba tampoco que fuera bella y encantadora; precisamente por eso se salía siempre con la suya. Chiquita intentaba explicar con sumo cuidado a su cuñada que Sofía se parecía mucho a su madre. Pero Anna, desesperada, meneaba su cabeza pelirroja y se negaba a escucharla.

– Ser tan encantadora no le hace ningún bien. Tiene a todo el mundo bailando en la palma de la mano, especialmente a su padre, y él no hace nada por apoyarme. Me siento como si fuera un monstruo. Soy la única que la riñe. Terminará odiándome si no me ando con cuidado -dijo, soltando un profundo suspiro.

– Quizá -sugirió Chiquita esperanzada- si le soltaras un poco las riendas y le dieras más libertad se tranquilizaría un poco.

– Oh, Chiquita, hablas igual que mi padre.

Por qué será, pensó, que en esta familia todo tiene que terminar relacionado con los caballos.

– Era un hombre muy cabal.

– A veces. La mayoría de las veces era simplemente irritante.

– Le echas de menos, ¿verdad? -se aventuró Chiquita. En realidad, nunca hablaba con su cuñada de sus padres. Anna no parecía cómoda hablando de Irlanda.