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Al principio se sentía culpable y le costaba sobremanera apartar de la cabeza el rostro amable pero condenador del padre Julio, pero después de cierto tiempo el padre Julio encontró cosas mejores que hacer que vigilar las aventuras nocturnas de Sofía y terminó desapareciendo. No habló con nadie de sus deseos ocultos y los atesoró firmemente, y su secreto la entretenía y la ayudaba a olvidar lo mucho que echaba de menos a Santi. En su corazón Sofía se sentía cerca de él, a pesar de que estuviera a miles de kilómetros de distancia. Y sus cartas, llenas de recuerdos de casa y de detalles de su nuevo mundo, la mantenían ocupada durante días.

Sofía sacó un vestido blanco y lo sostuvo en alto.

– ¿Qué tal éste? -preguntó-. Mamá me lo compró cuando intentaba quitarme de la cabeza lo del polo y lo de los vaqueros. No me lo he puesto nunca.

– Bueno, pruébatelo, a ver cómo te queda. Qué raro, no puedo imaginarte con un vestido -repitió María, frunciendo el ceño con aprensión.

Sofía se puso el vestido blanco de algodón por la cabeza, luchando por pasarlo por el pecho y el trasero. Se sujetaba con dos finos tirantes y se ceñía a las caderas antes de caer suelto casi hasta el suelo. A pesar de quedarle demasiado apretado en las caderas, acentuaba su estrecha cintura y sus hombros anchos y atléticos de manera un tanto descarada. Sus grandes pechos empujaban el cuerpo del vestido sin la menor inhibición y daba la sensación de que al menor movimiento iban a rasgar la tela y salir disparados. Se sacó la larga y brillante trenza de la espalda del vestido y se quedó expectante frente al espejo.

– Oh, Sofía, estás preciosa -suspiró María con admiración.

– ¿Lo dices en serio? -respondió tímida, dándose la vuelta para ver cómo le quedaba por detrás. No había duda de que le sentaba a las mil maravillas, aunque resultaba un poco incómodo. Como no estaba acostumbrada a llevar vestido se sentía un poco vulnerable y extrañamente recatada. Qué curioso que un cambio de aspecto pareciera ir acompañado de un cambio de personalidad, reflexionó divertida. Sin embargo, estaba encantada.

»No puedo llevar así el pelo, siempre lo llevo así. ¿Podrías recogérmelo? -preguntó, dejándose llevar de repente por la novedad y deseando que el cambio fuera total, espectacular. María, todavía atónita ante tamaña transformación, sentó a Sofía en el tocador y empezó a sujetarle los grandes bucles negros a la coronilla.

– Santi no va a reconocerte -se rió mientras sujetaba las horquillas con los dientes.

– Los demás tampoco -comentó Sofía, que apenas podía respirar por culpa del vestido. Jugaba impaciente con la caja de horquillas y de lazos y se reía al imaginar la reacción de cada uno. Aunque la única reacción que de verdad le interesaba era la de su primo favorito, al que no había visto durante dos largos y dolorosos años.

Por fin había llegado el día de su regreso, y la larga espera y la dolorosa añoranza parecían ahora haber pasado en un instante. Cuando María le hubo recogido el pelo, Sofía se miró una vez más en el espejo antes de dirigirse a casa de Chiquita para esperar la llegada del joven héroe.

– ¿Qué vamos a hacer hasta mediodía? -dijo María mientras caminaban hacia la casa entre los árboles.

– Quién sabe -dijo Sofía, encogiéndose de hombros-. Podríamos ayudar a tu madre.

– ¿Ayudar a mamá? ¡No creo que le quede nada por hacer!

Chiquita vagaba entre los arriates, ocupada regando las flores para así mantener a raya su impaciencia. Rosa, Encarnación y Soledad habían puesto las mesas del almuerzo, y las bebidas se enfriaban en cubos con hielo a la sombra. Al ver acercarse a las dos chicas, Chiquita levantó la mirada y les sonrió. Era una mujer delgada y elegante con un estilo y un buen gusto que quedaban reflejados en todo lo que hacía. Al instante reconoció a la nueva Sofía y, dejando en el suelo la regadera, se acercó alegremente a ella.

– Sofía, mi amor, no puedo creer que seas tú. Estás fantástica. Ese peinado te queda genial. Supongo que Anna debe de estar encantada con que te hayas puesto el vestido que te regaló. Ya sabes que lo escogimos juntas en París.

– ¿En serio? Debe de ser por eso que es tan bonito -respondió Sofía, sintiéndose mucho más segura de sí misma ahora que su querida tía le había dado su aprobación.

Se sentaron las tres en la terraza a la sombra de dos parasoles, charlando sobre cualquier cosa y mirando de vez en cuando el reloj para ver cuánto más tenían que sufrir y esperar. Anna llegó al cabo de un rato. Llevaba un vestido azul celeste y un sombrero de paja que le daban un aire fantasmagórico y una belleza típicamente prerrafaelitas. A continuación llegó Paco con Malena y Alejandro y sus hijos. En cuanto sus hermanos vieron a Sofía, no pudieron resistirse a la tentación de meterse con ella sin compasión.

– ¡Sofía es una chica! -la azuzó Agustín, mirándola divertido de arriba abajo.

– No me digas. ¿Cómo te has dado cuenta, boludo? -le soltó sarcástica. Por una vez, su madre, encantada al ver que su hija se había adecentado y estaba verdaderamente guapa, los hizo callar con un afilado comentario. El resto de la familia llegó en pequeños grupos hasta que terminaron esperando juntos, bebiendo vino envueltos por el humo del asado.

Los grupos de perros escuálidos olisqueaban el suelo que rodeaba la barbacoa. Panchito y sus primos pequeños corrían tras ellos, gritando cada vez que conseguían tirarles de la cola y tocarles la cabeza sin que sus madres los vieran y los enviaran a lavarse las manos.

Por fin Sofía vio levantarse en la distancia una pequeña nube de polvo que poco a poco iba acercándose.

– ¡Ahí están, ahí están! -anunció-. ¡Ya llegan!

Un silencio expectante descendió sobre ellos en cuanto fijaron su atención en la nube de polvo.

Chiquita contuvo el aliento. No quería conjurar la mala suerte esperando demasiado y que de repente el coche girara en otra dirección y desapareciera. Nadie se dio cuenta de que uno de los perros robaba una salchicha de la barbacoa. Panchito, que ya había cumplido seis años, corrió tras él, ajeno a la llegada del hermano al que casi no recordaba. Sofía sentía que el corazón le latía con fuerza contra las costillas como si intentara liberarse de su confinamiento y estallar junto con sus pechos aprisionados. Sintió que las palmas de las manos se le humedecían de pura ansiedad, y de repente deseó haberse puesto unos vaqueros y una camiseta, tal como seguramente él la recordaba.

La nube creció más y más a medida que se aproximaba, hasta que el acero reluciente del Jeep parpadeó entre el polvo, dio la vuelta a la esquina y recorrió la avenida arbolada hacia el rancho. Cuando por fin se detuvo bajo la sombra de los eucaliptos, de él bajó un Santi más alto, más corpulento y más apuesto. Llevaba unos chinos color marfil, un polo azul claro y mocasines de piel. El joven estadounidense había vuelto a casa.

Capítulo 15

A su regreso, Santiago Solanas se encontró con una fiesta de bienvenida como no había visto otra igual. De pronto se vio rodeado por sus primos, hermanos, tías y tíos. Todos querían besarle, abrazarle y hacerle montones de preguntas sobre sus aventuras en el extranjero. Su madre sonreía entre lágrimas, presa de la alegría y del alivio, al ver que su hijo había vuelto sano y salvo al seno de la familia.

Sofía vio a Santi descender del Jeep y acercarse con ese andar que era único en éclass="underline" seguro, con las piernas un poco arqueadas por haber pasado la vida a caballo, y con su mínima aunque detectable cojera. Abrazó a su madre con genuina ternura y Chiquita pareció disolverse entre sus brazos. Era más ancho de hombros y mucho más corpulento de lo que había sido el verano antes de irse a Estados Unidos. Se había ido siendo un niño y había vuelto convertido en un hombre, pensaba Sofía, mordiéndose el labio, víctima de los nervios. Nunca había estado nerviosa en presencia de Santi y, sin embargo, de pronto se sentía paralizada por una timidez que era nueva para ella. En sus sueños había cultivado inconscientemente con él una relación sensual e íntima que, aunque no era en absoluto real, para ella sí se había convertido en una realidad que ahora era incapaz de deshacer. No podía mirar a Santi sin sonrojarse. Naturalmente, él no sabía nada de todo eso. Al verla, la abrazó con el mismo amor fraternal con el que siempre la había abrazado.