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– ¡Chofi, cuánto he echado de menos a mi prima favorita! -le dijo echándole el aliento en el cuello suavemente perfumado-. Has cambiado tanto que casi no te reconozco.

Aprensiva, Sofía bajó la mirada. Él, notando la extrañeza en la actitud de su prima, frunció el ceño, confundido.

– Me parece que mi Chofi se ha convertido en una mujer mientras he estado fuera -dijo, dándole un pellizco juguetón. Antes de que Sofía pudiera responderle, Agustín y Rafael la apartaron de un empujón y, en una tosca demostración de afecto, dieron a su primo unas palmadas en la espalda.

– Che, ¡qué alegría volver a verte! -exclamaron alegres.

– Es fantástico estar de vuelta, pueden creerme -respondió, a la vez que sus enormes ojos verdes buscaban a Panchito entre la gente. Chiquita, que captó al instante su mirada, buscó a toda prisa a su hijo pequeño en la terraza y en los campos, deseosa de que todo estuviera perfecto para su Santi. Por fin apareció Miguel por la esquina de la casa con un Panchito gritón y remolón que colgaba feliz de sus grandes hombros.

– Ah, ahí estás, bandido -le dijo su madre, animándose de nuevo-. Ven a saludar a tu hermano.

Al oírla, el pequeño se quedó callado y, llevándose el pulgar a la boca, dejó que su madre le tomara de la mano y le llevara adonde Santi le esperaba.

– ¡Panchito! -Santi se agachó y tomó al tímido niño entre los brazos-. ¿Me has echado de menos? -preguntó, acariciándole el pelo rubio. Panchito, que se parecía mucho a su hermano, abrió sus ojos verdes lo más que pudo y estudió la cara de Santi, totalmente fascinado.

– ¿Qué pasa, Panchito? -preguntó a la vez que le daba un beso en la mejilla suave y bronceada. El pequeño soltó una risa traviesa y, después de hacerse de rogar durante un buen rato, enterró la cabeza en el cuello de Santi y le susurró algo-. Ah -se rió su hermano-, así que crees que soy tan peludo como papá, ¿eh? -y Panchito le pasó la mano por la barbilla rasposa.

– Oye, Panchito, ¿vas a dejarme darle un abrazo a Santi? -dijo María, abrazándolos a la vez. Fernando tardó más en acercarse. Cuando lo hizo sintió cómo el resentimiento le contraía el pecho, pero hizo lo posible por disimular lo incómodo que se sentía. Ser testigo de la llegada de su hermano y ver que se le recibía como a un héroe le había revuelto las tripas. Lo único que había hecho había sido estudiar en otro país, ¿a qué venía tanta alharaca? Se apartó el mechón de pelo negro de los ojos y miró a Santi sin dejar de fruncir el ceño, aunque logró articular una débil sonrisa. Santi le estrechó entre sus brazos y le dio unas palmadas en la espalda como lo habría hecho con un viejo amigo. ¿Con un viejo amigo? Nunca habían sido amigos.

– ¡Cuánto he echado de menos el asado argentino! -suspiró Santi, devorando las morcillas y el lomo que tenía en el plato-. ¡Nadie sabe cocinar la carne como una argentina!

Chiquita resplandeció de orgullo. Se había tomado muchas molestias para que todo estuviera como a él le gustaba.

– Enséñales a todos que hablas inglés como un norteamericano -le animó Miguel, orgulloso. Había quedado muy impresionado al oír hablar a su hijo con los Stanford la primavera anterior. Por lo que podía escuchar, no sonaba nada distinto de los demás.

– Sí, hablaba todo el tiempo en inglés. Todas las asignaturas eran en inglés -respondió.

– Bueno, ¿vas a enseñarnos cómo hablas inglés o no? -le apremió su padre, sirviéndose más vino de la jarra de cristal.

– Bien, ¿qué quieren que diga? I'm glad to be home with my folks and I missed you all -dijo en un inglés perfecto.

– Oh, por Dios, ¡habla como un auténtico norteamericano! -declaró su madre, aplaudiendo con orgullo. A Fernando casi se le atraganta el chorizo.

– Anna, debes de estar aliviada ahora que tienes a alguien con quien hablar en tu lengua -dijo Paco levantando su copa en honor de su sobrino.

– Si puede llamarse a eso mi propia lengua -replicó ella con burlón desdén.

– Mamá habla irlandés, tampoco eso es inglés puro -intervino Sofía, incapaz de quedarse callada.

– Sofía, cuando una no sabe qué decir a veces es mejor guardar silencio -replicó su madre con frialdad, abanicándose.

– ¿Qué más echaste de menos en Estados Unidos? -preguntó María.

Santi pensó unos instantes antes de responder. Se quedó mirando a la distancia, recordando aquellas largas noches en las que soñaba con la pampa argentina, el aroma de los eucaliptos y el vasto horizonte azul, tan enorme y distante que era difícil distinguir dónde terminaba la tierra y dónde empezaba el cielo.

– Les diré exactamente lo que echaba de menos. Echaba de menos Santa Catalina y todo lo que contiene -dijo. A su madre se le humedecieron los ojos y sonrió a su marido, que respondió con igual ternura.

– ¡Bravo, Santi! -dijo solemne-. Brindemos por eso -y todos, excepto Fernando, que hervía de odio en silencio, brindaron por Santa Catalina.

– Que no cambie nunca, nunca -dijo Santi melancólico, mirando durante un segundo a la extraña aunque hermosa joven del vestido blanco que le miraba con ojos claros y preguntándose por qué se sentía tan incómodo en su presencia.

Acorde con el sentimentalismo tan típicamente latino, el almuerzo fue coronado por discursos emocionados, animados por el constante fluir del vino que inflamaba los sentidos. Sin embargo, los chicos veían demasiado excesivo ese derroche de ternura familiar y hacían lo posible por reprimir la risa. Sólo les interesaba conocer el calibre de las chicas norteamericanas y con cuántas se había acostado Santi, pero con buen tino dejaron sus preguntas para más tarde y esperaron a estar a solas con su primo en el campo de polo.

Desesperada, Sofía corrió a su habitación y se encerró dando un portazo. Estaba tan frustrada que casi se arrancó el vestido. Santi había odiado su nuevo look y, ahora que lo pensaba, ella también. La había ignorado por completo. ¿Quién estaba intentando ser? Se sintió muy avergonzada. Había hecho el ridículo delante de todos.

Hizo una bola con el vestido y lo metió en el fondo del armario, detrás de los jerséis, y juró que jamás volvería a ponérselo. Se puso a toda prisa los vaqueros y el polo y se quitó las horquillas del pelo, tirándolas al suelo como si hubieran sido ellas las causantes de la indiferencia de Santi. Se sentó frente al espejo y se cepilló el pelo con furia hasta que le dolió la cabeza. Luego se hizo una trenza y la ató con el mismo lazo rojo de siempre. Ahora vuelvo a ser Sofía, pensó al tiempo que se secaba las lágrimas con el reverso de la mano. Salió con paso decidido a la luz del sol y corrió hacia los establos de los ponis. No volvería a intentar ser lo que no era.

Cuando Santi la vio acercarse, se sintió aliviado al ver que era la Sofía pueril y familiar la que se dirigía hacia él con sus inconfundibles andares de pato. Le divertía la arrogancia en su forma de caminar, y sonrió ante la inesperada punzada de nostalgia que hizo que el estómago le diera un vuelco. Se había sentido algo incómodo cuando la había visto con su vestido blanco y ese peinado de mujer, aunque no había llegado a comprender por qué. Sofía se le había aparecido como un melocotón maduro que derrochaba sensualidad, aunque había en ella algo que la había colocado fuera de su alcance. Ya no era su vieja amiga, sino alguien totalmente nuevo. No podía evitar ser consciente de las jóvenes curvas de su cuerpo que se adivinaban bajo el vestido cuando se ponía de espaldas al sol, y de sus pechos morenos y relucientes, prueba indiscutible de que su prima había crecido y se había alejado de él. Ya no quedaba nada de la Sofía que él recordaba.