– Gracias, Soledad. No esperaremos a la señorita Sofía. Cenaremos a las nueve, como siempre -replicó, y entró en la casa para hablar con su cuñada.
– Como quiera, señora Anna -replicó Soledad humildemente, sonriendo para sus adentros mientras volvía a la calurosa cocina. De los tres hijos de la señora Anna, Sofía era su favorita.
Soledad había trabajado para el señor Paco desde que tenía diecisiete años. Era la sobrina recién casada de Encarnación, la criada de Chiquita. Le habían enseñado a cocinar y a limpiar mientras su marido Antonio había sido contratado para cuidar de la finca. Antonio y Soledad no tenían hijos, aunque habían intentado tenerlos, pero sin éxito. Soledad recordaba la época en que Antonio se introducía en ella en cualquier parte, junto a la cocina, detrás de un arbusto o de un árbol… dondequiera que surgiera la oportunidad, Antonio se encargaba de no dejarla escapar. Vaya par de jóvenes amantes habían sido, meditaba Soledad con orgullo. Pero, para su asombro, nunca concibió un niño, de manera que Soledad se había consolado haciendo de Sofía su hija.
Mientras la señora Anna se había dedicado por completo a sus hijos varones, Soledad había pasado contadas ocasiones sin tener a la pequeña Sofía arropada en su delantal, acurrucada contra sus espumosos pechos. Incluso tomó por costumbre llevarse a la niña a su cama. Sofía parecía dormir mejor así, envuelta entre las suaves carnes y el aroma a mujer de su criada. Preocupada de que la niña no estuviera recibiendo suficiente cariño por parte de su madre, Soledad impuso su presencia en la habitación de los niños para compensarla con el suyo. A la señora Anna no pareció importarle. De hecho, parecía casi agradecida. Nunca mostró demasiado interés por su hija. Pero Soledad no estaba ahí para poner las cosas en orden. No era asunto suyo. La tensión entre el señor Paco y la señora Anna no era asunto suyo, y sólo hablaba de ello con las otras criadas a fin de justificar por qué pasaba tanto tiempo con Sofía. Por ninguna otra razón. No era amiga de los chismorreos. De manera que cuidaba de la niña con una devoción fiera, como si el pequeño ángel le perteneciera.
Miró el reloj. Era tarde. Sofía volvía a meterse en líos. Siempre igual. Parecía que le gustara. Pobre pequeña, pensó Soledad a la vez que removía la salsa de atún y preparaba la ternera. Se muere por un poco de atención, cualquiera se daría cuenta.
Anna se dirigió a paso firme hacia el salón meneando la cabeza con furia y cogió al auricular.
– Hola, Chiquita -dijo con sequedad, apoyando la espalda en la pesada cómoda de madera.
– Anna, lo siento mucho, Sofía se ha ido otra vez con Santiago y María. Deberían estar de vuelta en cualquier momento…
– ¡Otra vez! -explotó, cogiendo una revista de la mesa y empezando a abanicarse, presa de la agitación-. Santiago debería ser más responsable, cumplirá los dieciocho en marzo. Ya será un hombre. No entiendo por qué le gusta ir por ahí con una niña de quince años. De todas formas, no es la primera vez, ya lo sabes. ¿No le dijiste nada la última vez?
– Por supuesto que sí -replicó la otra mujer, paciente. Odiaba que su cuñada perdiera los estribos.
– Por Dios, Chiquita, ¿no te das cuenta de que hay secuestradores esperando ahí fuera para llevarse a niños como los nuestros?
– Anna, cálmate un poco. Aquí no hay peligro, no habrán ido lejos… -Pero Anna no la escuchaba.
– Santiago es una mala influencia para Sofía -vociferó-. La niña es joven y muy impresionable, y le respeta. En cuanto a María, es una niña sensata y ya debería saber comportarse.
– Lo sé. Se lo diré -admitió Chiquita, cansada.
– Bien.
Se produjo un silencio breve e incómodo antes de que Chiquita intentara cambiar de tema.
– En cuanto al asado de mañana, antes del partido, ¿quieres que te ayude en algo? -preguntó, todavía tirante.
– No, me las arreglaré, gracias -replicó Anna, calmándose un poco-. Lo siento, Chiquita. A veces no sé qué hacer con Sofía. Es tan tozuda y tan irreflexiva. Los niños no me dan ningún problema. No sé de quién lo ha heredado.
– Yo tampoco -replicó Chiquita cortante.
– Hoy es la noche más hermosa del verano -suspiró Sofía desde una de las ramas más altas del ombú.
No hay un árbol en el mundo como el ombú. Es un árbol gigantesco de ramas bajas y horizontales, cuyo enorme tronco a menudo puede llegar a superar los quince metros de diámetro. Sus gruesas raíces se extienden sobre la tierra en largos tentáculos protuberantes, como si el propio árbol hubiera empezado a deshacerse, extendiéndose sobre el suelo como la cera. Además de su forma tan peculiar, el ombú es el único árbol nativo de esas áridas llanuras, el único que de verdad pertenece al paisaje por derecho propio. Los indios habían visto a sus dioses en sus ramas, y se decía que jamás un gaucho dormiría debajo de él, ni siquiera el día de Sofía. Para los niños que habían sido criados en Santa Catalina era un árbol mágico. Cumplía deseos cuando lo creía conveniente, y al ser un árbol alto era la torre vigía perfecta que les permitía ver a kilómetros de distancia. Pero, sobre todo, el ombú tenía un misterioso halo que resultaba imposible de identificar, un halo que había atraído a generaciones de niños a buscar la aventura entre sus ramas.
– Puedo ver a José y a Pablo. ¡Date prisa, no me fastidies! -lo regañó Sofía, impaciente.
– Ya voy, ten un poco de paciencia -le gritó Santi mientras se ocupaba de los ponis.
– Santi, ¿me ayudas a subir? -preguntó María con su voz suave y ronca, a la vez que veía a Sofía subir cada vez más alto por el entramado de gruesas ramas.
María siempre había admirado a Sofía. Era una niña valiente, franca y segura de sí misma. Habían sido buenas amigas desde siempre, lo habían hecho todo juntas: habían conspirado, planeado, jugado y compartido secretos. De hecho, Chiquita, la madre de María, solía llamarlas «Las dos sombras» cuando eran pequeñas, porque una era siempre la sombra de la otra.
El resto de las niñas de la granja eran mayores o menores, de manera que Sofía y María, al ser de la misma edad, eran aliadas naturales en el seno de una familia dominada por los niños. Ninguna de las dos tenía más hermanas, por eso hacía años habían decidido ser «hermanas de sangre» pinchándose el dedo con una aguja y juntándolos después para «unir» su sangre. Desde ese momento habían compartido un secreto especial que nadie más conocía. Tenían la misma sangre y eso las convertía en hermanas. Ambas estaban orgullosas y sentían un respeto especial por su unión clandestina.
Desde la cima del árbol Sofía podía ver el mundo entero, y si no el mundo entero al menos su mundo, que se extendía ante sus ojos bajo un cielo impresionante. El horizonte era un vasto caldero de color cuando el sol casi se había puesto, bañando los cielos con pinceladas de rosa y dorado. El aire estaba pegajoso, y los mosquitos revoloteaban amenazadores entre las hojas.
– Ya me han vuelto a picar -se quejó María con una mueca de dolor, rascándose la pierna.
– Venga -dijo Santi, agachándose y cogiendo el pie de su hermana con las manos. La levantó con un rápido movimiento de manera que María pudiera apoyar el estómago en la primera rama. Después de eso podría apañárselas sola.
A continuación, Santi se subió al árbol con una facilidad y una ligereza que no dejaban de impresionar a aquellos que le conocían bien. De pequeño había sufrido un accidente jugando al polo que le había dejado como secuela una ligera cojera. Sus padres, desesperados ante la idea de que su minusvalía pudiera perjudicarle más adelante en la vida, se lo llevaron a Estados Unidos, donde fueron a ver a todos los especialistas que pudieron. Pero no tenían de qué preocuparse. Santi había desafiado las predicciones de los médicos y él mismo supo salir adelante. De pequeño se las había ingeniado para correr más rápido que todos sus primos, más incluso que aquellos dos años mayores que él, a pesar de que corría de manera un tanto extraña, con un pie hacia dentro. De jovencito era el mejor jugador de polo del rancho.