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Paco disfrutaba viendo jugar a su hija; veía reflejado en ella el amor agresivo que él mismo sentía por el juego, y se sentía orgulloso. Sofía era la única chica que conocía con tan buen nivel de juego. Personalizaba todas las cualidades que había apreciado en Anna cuando la conoció, aunque Anna estaba en total desacuerdo con él. Según ella, nunca había sido tan atrevida ni tan tremenda como su hija; esas eran cualidades que Sofía sólo podía haber heredado de él.

Los primos estaban acostumbrados a la presencia de Sofía en el campo de juego y ya no se oponían a que jugara con ellos. Habían tolerado su participación en el partido contra La Paz en aquella ocasión porque habían terminado venciendo, pero le prohibieron volver a jugar. Sabían que podían tratarla como a un hombre, pero otros jugadores que no estaban acostumbrados a jugar con una mujer no conseguían actuar con naturalidad cuando ella estaba presente. Por eso finalmente Paco había cedido y había aceptado que no estaba bien que Sofía alterara el tono del partido. La dejaba jugar sólo con sus primos. En cuanto a Sofía, le daba igual siempre que pudiera jugar. Para ella el polo era más que un juego, era la liberación de todas las ataduras que le imponía su madre. En el campo la trataban como a una más. Podía hacer lo que quisiera, gritar y vociferar, sacar toda su furia y, lo más importante, su padre la aplaudía.

El sol del atardecer dibujaba largas y monstruosas sombras que parecían cobrar vida propia a medida que los jugadores luchaban unos contra otros como caballeros medievales sobre la hierba. En una o dos ocasiones Fernando estuvo a punto de hacer saltar a su hermano del poni, pero Santi se limitó a sonreírle alegremente y alejarse al galope. La sonrisa de Santi irritaba aún más a Fernando. ¿Acaso no se daba cuenta de que su agresión no tenía nada que ver con el partido? La próxima vez le empujaría aún más fuerte. Una vez acabado el partido, devolvieron sus ponis, jadeantes y bañados en sudor, a los mozos que se habían quedado rumiando junto a los establos con sus bombachas y sus boinas.

– Voy a la piscina a darme un baño -anunció Sofía, secándose la frente. La parte que había llevado cubierta por el sombrero estaba húmeda y le picaba.

– Buen plan. Voy contigo -dijo Santi, corriendo hasta ella-.

Has mejorado mucho desde la última vez que te vi jugar. No me extraña que Paco siempre te deje jugar.

– Sólo con la familia.

– Decisión igualmente acertada -aprobó él.

Rafael y Agustín se unieron a ellos y, dando a Santi unas cuantas palmadas en la espalda, se agruparon a su alrededor como solían hacerlo. Ya todos habían olvidado que había estado fuera y la vida seguía como siempre.

– ¡Los veré en la piscina! -les gritó Fernando mientras recogía sus tacos y los apilaba en el maletero del Jeep. Vio alejarse a su hermano en compañía de sus primos y deseó con todas sus fuerzas que volviera a Estados Unidos. Todo iba de maravilla sin él, pero ahora todos volvían a adorar a Santi y habían vuelto a colocarle en aquel maldito pedestal. Se tragó sus sentimientos de inferioridad y subió al asiento del conductor. Sebastián, Niquito y Ángel iban en dirección opuesta camino de sus casas, situadas en el otro extremo del parque, indicando con gestos que también se reunirían con ellos en la piscina.

Sofía se desvistió en la fría oscuridad de la habitación, se envolvió en una toalla y se dirigió a través de los árboles hacia la piscina. Enclavada en una pequeña colina y rodeada de plátanos y álamos, el agua brillaba seductoramente a la suave luz del crepúsculo. El aroma de los eucaliptos y de la hierba recién cortada flotaba en el aire estanco y húmedo, y Sofía, recordando las palabras de Santi, echó un vistazo a la belleza que la rodeaba y la saboreó. Dejó caer la toalla al suelo y se zambulló en la superficie tersa y brillante que tenía delante, un inmejorable patio de juegos para la gran cantidad de moscas y mosquitos que se deslizaban por encima de ella. Minutos más tarde oyó las voces graves y profundas de sus hermanos y primos, y luego el fuerte rugido de la motocicleta de Sebastián. De pronto, la tranquilidad de la que había estado disfrutando se hizo pedazos y se desvaneció.

– ¡Hey, Sofía está desnuda! -anunció Fernando al ver el reluciente cuerpo de su prima bajo el agua.

Rafael le lanzó una mirada de desaprobación.

– Sofía, ya eres demasiado mayorcita para bañarte desnuda -protestó, tirando su toalla al suelo.

– Bah, no seas aguafiestas -le gritó ella, en absoluto desconcertada-. Es fantástico. Sé que lo estás deseando -y se echó a reír con malicia.

– Somos primos, ¿qué más da? -dijo Agustín quitándose los shorts y zambulléndose desnudo-. Además, Sofía tampoco tiene nada que valga la pena ver -soltó cuando salió a tomar aire a la superficie.

– Sólo me preocupo por la dignidad de mi hermana -insistió Rafael nervioso.

– La perdió hace mucho tiempo. Con Roberto Lobito. ¡Ja! -se echó a reír Fernando, bailando sobre el borde de la piscina. La blancura de su trasero contrastaba con el bronceado de sus piernas y de su espalda. Acto seguido también él se tiró al agua.

– De acuerdo, pero no me eches la culpa cuando mamá te pegue la bronca del siglo.

– ¿Quién va a decírselo? -se rió Sofía al tiempo que ella y los chicos no dejaban de salpicarse. Santi se quitó los shorts y se quedó desnudo al borde de la piscina. Sofía no pudo evitar escudriñar su cuerpo. Santi se mostraba sin el menor pudor. Se había puesto las manos en la cintura. Incapaz de contenerse, su mirada se posó, maravillada, en la parte del cuerpo de su primo que había sido siempre insinuada pero jamás revelada. Allí quedaron clavados los ojos de Sofía durante un momento. Había visto antes desnudos a su padre, primos y hermanos, pero había algo en la desnudez de Santi que la había dejado traspuesta de admiración. Ahí lo tenía: colgaba orgulloso y majestuoso delante de ella, más grande de lo que había esperado. De pronto algo la hizo llevar la mirada a los ojos de él y vio que la estaba mirando. Había ira en su rostro. Sofía frunció el ceño a la vez que intentaba adivinar lo que en ese momento cruzaba la mente de Santi. Acto seguido él se zambulló, cortando ruidosamente la superficie del agua en un intento por borrar de su cabeza la imagen de su prima retozando desnuda con Roberto Lobito.

Consciente de que Santi estaba cerca de ella, Sofía nadaba de acá para allá fingiendo no percatarse de su presencia y jugaba a salpicarse sin ganas con los demás. Intentaba mientras tanto descubrir por qué Santi podía haberse enfadado con ella. ¿Qué había hecho?

La ansiedad dio cuenta de su entusiasmo y terminó sintiéndose deprimida.

De repente Rafael dio la voz de alarma, avisándoles de que Anna se acercaba. Ésta, con cara de profunda irritación, iba directa a la piscina.

– Hunde la cabeza, Sofía -le susurró Rafael alarmado-. Me desharé de ella lo más rápido que pueda.

– ¡No te creo! -jadeó-. Esta mujer es la peste -y pegándose a la pared de la piscina dejó que su hermano le hundiera la cabeza bajo el agua.

– Hola, chicos. ¿Han visto a Sofía? -preguntó Anna sin dejar de mirarlos a los ojos.

– Bueno, ha estado jugando al polo con nosotros y luego se ha ido a casa. Desde entonces no la hemos visto -replicó Agustín nervioso.

– No está aquí -dijo Sebastián. En ese momento Anna se dio cuenta de que estaban todos desnudos, y un salpicón de color le tiñó las pálidas mejillas.

– Eso espero -respondió amenazadora, aunque no le habría sorprendido. Luego les sonrió desde debajo del sombrero y les pidió que si veían a su hija la enviaran a casa. Cuando se hubo marchado, Sofía salió a la superficie, escupiendo agua y jadeando por la falta de aire, y a continuación se deshizo en un ataque en el que se combinaban la tos y la risa.