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– Volverá cuando haya madurado un poco -le prometió-. No te preocupes, gorda, encontrarás otro novio y entonces dejarás de preocuparte por el señor Santiago.

Fernando estaba furioso ante el cariz que habían tomado los acontecimientos. ¿Cómo podía Sofía haber dejado plantado a Roberto Lobito? Roberto era su mejor amigo. Si Sofía había arruinado su amistad, jamás la perdonaría. ¿Acaso no se daba cuenta de que todas las mujeres que conocían a Roberto le deseaban? ¿Era consciente de lo que estaba dejando escapar? Maldita egoísta. Como siempre, sólo pensaba en sí misma.

Fernando se propuso invitar a Roberto Lobito a la estancia a la menor oportunidad por dos razones. En primer lugar, porque le preocupaba la posibilidad de que no quisiera volver por allí o, aún peor, que a causa del comportamiento de Sofía Roberto hubiera dado por finalizada su amistad con él. Y la segunda, porque le divertía ver a Sofía violenta cuando se encontraba con Roberto en la estancia. Podía considerarse como una venganza en defensa de su amigo. De hecho, se pavoneaba de Roberto en el campo de polo con la mera intención de mostrar a Sofía lo que se estaba perdiendo. Ella había rechazado a Roberto, de manera que indirectamente también le había rechazado a él. Roberto no pudo resistirse a la tentación y se aprovechó de la lealtad de Fernando para dedicarse a flirtear sin ningún disimulo delante de Sofía con el único fin de enseñarle que ya no le importaba nada. Pero no era así.

Sofía se hartó bien pronto de las payasadas de su primo y se encerró en su propio mundo. Se perdía por el campo a lomos de su poni o iba a dar largos y solitarios paseos por la pampa. María iba con ella siempre que Sofía la dejaba, consciente de que había algo que su prima le ocultaba. Eso entristecía a María, que intentaba por todos los medios congraciarse con su amiga, mostrando una radiante sonrisa cuando por dentro se sentía deprimida y excluida. En el pasado Sofía había pasado por épocas de enfurruñamiento, pero nunca tan prolongadas. María siempre había sido su cómplice, su aliada contra todos los demás. Ahora Sofía parecía desear estar sola.

En un principio, a Santi le resultó más fácil estar lejos de Sofía. Avergonzado por haberse dejado llevar por sus impulsos y haber perdido el control sobre sus emociones, había decidido no volver a ver a su prima hasta que hubiera conseguido convencerse de que estaba enfermo o de que algo le pasaba; cualquier cosa antes que admitir que estaba enamorado de Sofía. No podía estar enamorado de ella. Era como estar enamorado de María. Sería un amor incestuoso y eso no estaba bien. Cuando se acordaba del beso, se le encogía el estómago hasta que se le hacía un nudo. ¿De verdad la besé? -se preguntaba en el transcurso de las torturadas noches que siguieron-. ¡Dios mío! ¿En qué estaba pensando? ¿Qué pensará ella de mí?

Soltó un gemido. Esperaba que, al ignorar la situación, ésta desaparecería. Se convenció de que Sofía era demasiado joven para saber lo que quería. Él debería ser más responsable. Al fin y al cabo, ella le tenía por un héroe al que admiraba, y él lo sabía. Era mayor que ella y conocía perfectamente las consecuencias de una relación de ese tipo. Se repitió una y otra vez que debía superarla y olvidarla.

Solía buscar la compañía de los chicos, que iban de un lado a otro de la granja como perros en busca de cualquier novedad. Sin embargo, vivía esperando ver a Sofía en la piscina o en la pista de tenis, sólo para luchar contra la desilusión de no verla allí. Las cosas eran más sencillas cuando ella estaba a la vista. Al menos sabía dónde estaba. Santi era consciente de que no podían ser amantes. Sus familias nunca lo permitirían. Imaginaba sin demasiada dificultad la perorata que le soltaría su padre. Esa que empezaba así: «Tienes un brillante futuro por delante…» Y podía imaginar también el rostro apesadumbrado de su madre. Pero su cuerpo deseaba a Sofía a pesar de lo que su mente no hacía más que repetirle, agotándole poco a poco. Finalmente no pudo seguir luchando. Tenía que hablar con ella. Tenía que explicarse y decirle que aquel beso no había sido más que un momento de locura. Le diría que había creído que era a otra a quien besaba…, cualquier cosa antes que decirle la verdad, que el amor que sentía por ella no dejaba de atormentarle y que no veía ninguna posibilidad de que disminuyera.

María jugaba en la terraza con Panchito y con uno de sus amiguitos de la estancia cuando Santi le preguntó si había visto a Sofía. Le respondió que no tenía ni idea de dónde estaba su prima y refunfuñó añadiendo que ésta últimamente se comportaba como una perfecta desconocida. Chiquita salió de la casa con una cesta llena de juguetes y le dijo a Santi que fuera a buscar a Sofía y que hiciera las paces con ella.

– Pero si no nos hemos peleado -protestó él. Su madre le miró como diciendo: «No me tomes por tonta».

– La has ignorado desde que volviste y se moría de ganas de verte. Quizás esté mal por lo de Roberto Lobito. Ve y ayúdala, Santi.

María cogió la cesta de brazos de su madre y vació su contenido sobre las baldosas del suelo. Panchito chilló encantado.

Santi encontró a Sofía concentrada en un libro bajo el ombú. Su poni daba cabezadas en la sombra. Había mucha humedad en el aire. Al mirar al cielo, Santi pudo divisar algunas nubes negras que se acercaban desde el horizonte. Cuando Sofía le oyó acercarse, dejó de leer y le miró.

– Sabía que te encontraría aquí -dijo Santi.

– ¿Qué quieres? -preguntó agresiva. Al instante deseó no haber sonado tan enfadada.

– He venido a hablar.

– ¿De qué?

– Bueno, no podemos seguir así, ¿no crees? -dijo sentándose junto a ella.

– Supongo que no.

Se quedaron callados un rato. Sofía se acordó del beso y deseó que volviera a besarla.

– El otro día… -empezó ella.

– Lo sé -la interrumpió Santi, intentando encontrar las palabras que tanto había ensayado y que en ese momento le eludían.

– Yo quería que lo hicieras.

– Eso dijiste -respondió Santi, sintiendo que la frente se le llenaba de gotitas de sudor.

– Entonces, ¿por qué saliste huyendo?

– Porque no puede ser, Chofi. Somos primos, primos hermanos. ¿Qué dirían nuestros padres? -puso la cabeza entre las manos. Se menospreció por verse tan débil. ¿Por qué no podía decirle simplemente que lo único que sentía por ella era un amor fraternal y que sus acciones habían sido un gran error?

– ¿A quién le importa lo que digan? A mí nunca me ha preocupado. Además, ¿quién se lo diría? -dijo entusiasmada. De repente lo imposible parecía bastante posible. Él había dicho que no debían, no que él no quisiera. Sofía le rodeó con el brazo y apoyó la cabeza en su hombro-. Santi, te he querido desde hace tanto tiempo -suspiró feliz. Pronunció las palabras que tan a menudo había dicho en su cabeza desde el fondo de su alma. Él levantó la cabeza y la rodeó con sus brazos, enterrando la cara en su pelo. Se quedaron así durante un rato, fuertemente abrazados, escuchando la respiración del otro, preguntándose qué hacer.