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– He intentado convencerme de que no te quiero -dijo Santi por fin, sintiéndose mucho más relajado después de haberse liberado de la carga que le oprimía la conciencia.

– Pero me quieres -dijo Sofía feliz.

– Desgraciadamente sí, Chofi -dijo, jugando con su trenza-. No he dejado de pensar en ti mientras he estado fuera.

– ¿De verdad? -susurró, ebria de satisfacción.

– Sí. No pensaba que fuera a echarte de menos, pero me sorprendí a mí mismo. Ya entonces te quería, pero no he comprendido mis sentimientos hasta ahora.

– ¿Cuándo supiste que me querías? -le preguntó ella con timidez.

– No fue hasta que te besé. No entendía por qué me importaba tanto que estuvieras saliendo con Roberto Lobito. Supongo que no quería pensar demasiado en ello. Me daba miedo la respuesta.

– Me sorprendió que me besaras -le dijo Sofía echándose a reír.

– Nadie se sorprendió más que yo mismo, te lo aseguro.

– ¿Te arrepentiste?

– Mucho.

– ¿Te arrepentirías si volvieras a besarme? -preguntó al tiempo que le sonreía disimuladamente, retándole a que probara y lo averiguara por sí mismo.

– No sé, Chofi. Es… bueno, complicado.

– Odio que las cosas sean demasiado fáciles.

– Ya lo sé. Pero creo que no entiendes lo que significa un beso entre nosotros.

– Claro que sí.

– Eres la hija de mi tío -se lamentó Santi.

– ¿Y qué? -intervino Sofía con decisión-. ¿A quién le importa? ¿Qué más da si nos gustamos, nos hacemos felices uno al otro y aprendemos a vivir el presente? ¿Qué mejor prueba que ésta?

– Tienes razón, Chofi -admitió Santi, y ella se dio cuenta de que había vuelto a ponerse serio. Se liberó de su abrazo y le miró, intentando leer la expresión de su rostro. Él alzó su tosca mano y con ella le acarició la mejilla, trazando sus trémulos labios con el pulgar.

Durante un largo instante Santi sumergió la mirada en los ojos marrones de Sofía como si intentara luchar contra sus impulsos por última vez. Momentos después se rendía a un deseo mucho más fuerte que cualquiera de sus razonamientos y, con una fuerza poco propia de él, la atrajo hacia sí y puso sus labios húmedos sobre los de ella. Sofía tomó aire como si de pronto le hubieran hundido la cabeza en el agua. Aunque había imaginado esa escena muchísimas veces, no había sido capaz de anticipar esa sensación de ligereza que le llenaba el estómago de espuma y el cosquilleo que le recorría los brazos y las piernas. Sin duda el beso de Santi nada tenía que ver con el de Roberto Lobito, cuyos esfuerzos parecían ahora artificiales en comparación con los de su primo. Sofía se separó de él para tomar aire, de pronto confundida por el ritmo enloquecido de sus emociones. En ese momento pudo reconocer el deseo en los ojos de Santi y en los latidos de su propio corazón, y volvió a ofrecerle sus labios. Fue entonces cuando entendió el mensaje de la historia de Santi y fue plenamente consciente de que existía en el momento presente, disfrutando de cada nueva sensación. Con una ternura que hizo que el estómago le diera un vuelco, él le besó las sienes, los ojos y la frente, sosteniendo su rostro entre las manos y acariciándole la piel con suavidad. Sofía se sentía consumida por él, envuelta por sus brazos, perdida en el aroma embriagador de su piel. Ninguno de los dos percibió las nubes amenazadoras que habían ido arremolinándose sobre ellos. Totalmente absorbidos el uno por el otro, ni siquiera habían sentido las primeras gotas de lluvia que no tardaron en dar paso a la fuerte tormenta que ya caía sobre sus cuerpos cuando se agazaparon contra el tronco del árbol en busca de refugio.

Capítulo 17

Pasaron los días al amparo de un halo feliz de momentos robados e ilícitos. La vida en la estancia no había cambiado, pero para Santi y Sofía cada minuto era sagrado. Dedicaban cada momento que pasaban a solas a besarse apresuradamente: tras puertas cerradas, árboles y arbustos, o en la piscina, después de haberse asegurado de que no iban a ser descubiertos. Para ellos Santa Catalina nunca había vibrado con tanta belleza y resplandor.

La pareja desaparecía a caballo por los caminos polvorientos y se tumbaba a la sombra del ombú a celebrar su amor con tiernos besos y caricias. Santi sacaba su navaja y pasaban horas grabando sus nombres y mensajes secretos en las tiernas ramas verdes. Trepaban hasta lo más alto para llegar al reino encantado del árbol más viejo de Argentina y se sentaban a mirar el caleidoscopio de ponis que resoplaban y pateaban graciosamente en la aridez de los campos que se extendían ante sus ojos. En la distancia podían detectar los movimientos de los gauchos a caballo, vagando perezosos por los senderos a lo lejos con sus tradicionales bombachas, las botas de cuero y sus cinturones con monedas de plata. Al atardecer, que era su hora favorita, se sentaban sobre la fragante hierba con la mirada perdida en la vastedad del horizonte y se revolcaban indulgentes en la melancolía de la puesta de sol.

Sofía no podía estar más feliz. Se deleitaba hasta con la tarea más insignificante, como la de repartir las migas de Soledad por la hierba para dar de comer a los pájaros, y resplandecía sabiéndose amada por Santi. Tenía la sensación de que el corazón iba a estallarle de un momento a otro bajo el peso del arrollador y embriagador amor que sentía por él. Le preocupaba que la gente lo notara porque ya no caminaba, se deslizaba; ya no hablaba, cantaba; ya no corría, bailaba. Su cuerpo entero vibraba de amor. Entendía por qué la gente hacía cualquier cosa por amor; incluso matar.

Además, la relación entre Sofía y su madre mejoró. Se convirtió en una persona nueva: atenta, generosa y servicial.

– Si no la conociera como la conozco diría que Sofía está enamorada -dijo su madre una mañana mientras desayunaban, después de que Sofía se hubiera mostrado extrañamente dispuesta a dar a Panchito clases particulares de inglés.

– Está enamorada, mamá -respondió Agustín sin inmutarse mientras removía su café.

– ¿Sí? -chilló Anna feliz-. Pero ¿de quién?

– De ella misma -intervino Rafael.

– No seas ruin, Rafael. Últimamente se comporta con amabilidad. No lo estropees metiéndote con ella.

Pero Anna estaba mucho más interesada en la novia de Rafael, la bella Jasmina, que en Sofía. El padre de Jasmina, el célebre Ignacio Peña, era el abogado más prestigioso de Buenos Aires. Viniendo de una familia tan ilustre con aquella, Jasmina sería una buena esposa para Rafael, una incorporación a la familia de la que Anna podía sentirse orgullosa. De hecho, hacía poco que había conocido a la madre de la joven. La señora Peña era una católica devota, y a veces se veían en misa cuando pasaban fines de semana en la ciudad. Anna se había propuesto ir a misa más a menudo. Ganarse la amistad de la señora Peña la ayudaría a ejercer su influencia en el futuro de su hijo.

– ¡Por Dios, Agustín! ¿Qué demonios estabas intentando diciéndole a mamá que Sofía está enamorada? ¿Has perdido el juicio? -le reprochó Rafael con brusquedad después de que su madre se hubiera levantado de la mesa del desayuno.

– Tranquilízate, Rafa. Sólo estaba diciendo la verdad -protestó Agustín.

– A veces es mejor mentir.

– Venga ya, si sólo está encaprichada.

– Ya conoces a mamá. ¿Te acuerdas de su reacción cuando Joaco Santa Cruz se casó con su prima hermana?

– No creo que Sofía vaya a casarse con Santi. Pobrecilla. Santi le está tomando el pelo como lo haría con un cachorrillo.

– Da igual. Pero la próxima vez cuenta hasta diez antes de abrir tu bocaza.

La historia de amor entre Santi y Sofía pasaba inadvertida para la mayoría de los habitantes de la estancia. Todos los que sospechaban algo, como Rafael y Agustín, la veían como una aventurilla adolescente y la encontraban incluso encantadora. No había nada raro en la cantidad de horas que los dos pasaban juntos. No hacían nada fuera de lo común. Sin embargo, intercambiaban miradas y gestos cuyo significado sólo ellos conocían. Vivían en un mundo de sueños que corría paralelo al de los demás pero que tenía una vibración totalmente distinta. Tenían la sensación de estar viviendo en un plano idílico en el que nada podía alcanzarlos, y aún menos dañar su amor. Vivían en el precioso presente y lo demás no importaba.