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Los partidos de polo siguieron celebrándose y a Sofía empezó a no importarle demasiado si jugaba o no. En febrero empezó a pasar menos mañanas con José y más tiempo en la cocina con Soledad, cocinando pasteles que después llevaba orgullosa a casa de Chiquita para el té. Dejó de discutir con su madre y le pidió consejo sobre maquillaje y ropa. Esto hizo a Anna inmensamente feliz y se alegró sobremanera ante la certeza de que por fin su hija se estaba haciendo mayor. Se acabaron los chapuzones desnuda o las descaradas rabietas de niña caprichosa. Hasta Paco, que nunca parecía haberlas notado, admitió que su hija estaba cambiando para mejor.

– ¡Sofía! -gritó Anna desde su habitación. Afuera llovía. Era una lluvia constante, abundante e implacable. Cerró las ventanas con una mueca de amargura y suspiró irritada al ver un gran charco de agua en la alfombra- ¡Soledad! -gritó.

Sofía y Soledad entraron en su cuarto a la vez.

– Por favor, Soledad, limpia este horrible charco. Tienes que cerrar todas las ventanas de la casa cuando llueve así. Dios mío, viendo esta lluvia cualquiera diría que el mundo está a punto de acabarse -se quejó.

Soledad se dirigió a paso lento a la cocina en busca de un cubo y una esponja. Sofía se dejó caer en la cama de su madre con un bote de esmalte de uñas de color rosa.

– ¿Te gusta este color? -le preguntó en inglés. Su madre se sentó en la cama y lo estudió con atención.

– Mi madre odiaba que me pintara las uñas. Decía que era una ordinariez -recordó Anna, y sonrió melancólica al acordarse de ella.

– Lo es, por eso es tan sexi -se echó a reír Sofía, abriendo el bote y empezando a pintarse las uñas.

– Madre de Dios, niña, te va a quedar fatal si lo haces así. Ven, dame. ¿Lo ves? No hay nada como la mano firme de otra persona para estas cosas.

Sofía se quedó mirando cómo su madre sostenía su mano entre las suyas e iba aplicando el esmalte con sumo cuidado. No podía recordar cuándo había sido la última vez que su madre le había prestado tanta atención.

– Tengo que pedirte un favor, Sofía -dijo.

– ¿De qué se trata? -preguntó Sofía reacia, esperando que la petición de su madre no implicara tener que alejarse de Santi.

– Bueno, Antonio llega de Buenos Aires en el bus de las cuatro. Me preguntaba si podrías preguntar a Santi si sería tan amable de ir a buscarle con la camioneta. Ya sé que es un fastidio, pero ni Rafa ni Agustín pueden ir.

– Oh, claro que sí. No le importará. Podemos ir juntos. Oye, ¿y a qué ha ido Antonio a Buenos Aires? -preguntó Sofía sin demasiado interés, intentando disimular su excitación. Podían pasar juntos toda la tarde en el lago, solos. Rezó para que María no quisiera acompañarlos.

– El pobre hombre ha tenido que ir al hospital. Otra vez vuelve a estar mal de la cadera.

– Oh, vaya -respondió Sofía totalmente ajena a la conversación. Ya estaba en el lago con Santi.

– Gracias, Sofía, me haces un gran favor. No soportaría tener que ir con esta lluvia.

– ¡A mí me encanta la lluvia! -respondió Sofía echándose a reír.

– Eso es porque no creciste con ella como yo.

– ¿Echas de menos Irlanda?

– No, estuve feliz cuando me fui y ahora… bueno, hace tanto que vivo aquí que si volviera no me sentiría en casa. Sería como vivir en un país extraño.

– Yo echaría mucho de menos Argentina -dijo Sofía a la vez que extendía una mano y se miraba las uñas.

– Claro. Santa Catalina es un lugar muy especial y éste es tu sitio. Es tu casa -respondió su madre, sorprendida al oírse hablar así. Siempre había odiado ver lo bien que su hija encajaba en aquel mundo cuando a ella le había costado tanto sentirse aceptada en su país de adopción. Miró el rostro radiante de Sofía y sintió una nueva emoción: orgullo.

– Lo sé. La adoro. Ojalá no tuviera que volver nunca a Buenos Aires -suspiró.

– Todos tenemos que hacer cosas que no nos gustan. Pero casi siempre son por nuestro bien. Eso es algo que aprendemos con la edad. -Anna sonrió cariñosamente y volvió a enroscar el tapón del bote de esmalte-. Toma. Ahora pareces una princesa -bromeó.

– ¡Gracias, mamá! -exclamó Sofía encantada.

– Ten cuidado, no vayas a mancharte.

– Tengo que ir a decirle a Santi lo del recado -anunció Sofía, saltando al suelo y desapareciendo por el pasillo y pasando junto a Soledad que resoplaba después de haber subido las escaleras cargada con cubos y cepillos para secar el charco de la alfombra.

Santi estaba encantado de poder pasar toda la tarde con Sofía. En un arranque de egoísmo, decidieron no decírselo a María, que jugaba con Panchito en el salón en compañía de su madre y de Lía, una amiga de ésta. Corrieron bajo la lluvia y llegaron a la camioneta excitados, y totalmente empapados. Salieron de la estancia a las dos y media para poder pasar algún tiempo juntos, antes de que el corpachón de Antonio se sentara entre los dos a las cuatro. Avanzaron por la carretera uno al lado del otro, salpicando de barro los costados del vehículo al dejar atrás el rancho. Santi puso la radio y los dos empezaron a tararear la canción de John Denver que sonaba en ese momento. Sofía tenía puesta la mano en la rodilla húmeda de Santi mientras él conducía. No necesitaban hablar. Disfrutaban en silencio de la compañía del otro.

El pueblo estaba desierto. Un coche herrumbroso daba la vuelta a la plaza a una velocidad irritantemente lenta. Las pocas tiendas del pueblo, como la ferretería y el almacén de comestibles, estaban cerrados por ser la hora de la siesta. Había un viejo sentado en un banco en medio de la plaza con la cabeza cubierta por un sombrero andrajoso, como si no se hubiera percatado de la lluvia. Hasta los perros habían buscado refugio. Al pasar frente a la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, buscaron al habitual grupito de viejas chismosas vestidas de negro -«cuervos», como las llamaba el abuelo O'Dwyer-, pero incluso ellas se habían puesto al abrigo de aquel diluvio.

Recorrieron lentamente el pueblo. La calle que daba la vuelta a la plaza había sido asfaltada unos años antes, pero el resto de las calles no eran más que caminos de tierra ahora convertidos en un lodazal. Una vez pasada la iglesia no tardaron mucho en volver a la carretera que bordeaba el lago. Encontraron un lugar resguardado bajo unos árboles y Santi aparcó.

– Salgamos a caminar bajo la lluvia -sugirió Sofía, bajando de la camioneta.

Entre risas, se cogieron de la mano mientras corrían del abrigo de un árbol a la lluvia y volvían a buscar refugio en el árbol siguiente cuando ya no podían aguantar ni un segundo más la fuerza del agua. Después de comprobar que estaban totalmente solos, puesto que no era fácil pasar inadvertido en un pueblo de ese tamaño, especialmente para un Solanas, cuya familia era conocida por la mayoría de sus habitantes, Santi empujó a Sofía contra un árbol y la besó en el cuello. Luego se separó de ella y la miró. Sofía tenía el pelo empapado. Se lo apartó de la cara, revelando sus mejillas sonrosadas y brillantes y su encantadora sonrisa. Tenía una boca grande y generosa. Santi adoraba aquella boca y la facilidad con la que pasaba en un segundo del enojo a la sonrisa. Incluso cuando temblaba de rabia era una boca tremendamente atractiva. La lluvia se deslizaba por las hojas y caía en gotas grandes y pesadas, pero el aire estaba cargado y húmedo de manera que el agua resultaba casi un alivio. Santi rodeó la cintura de Sofía con las manos y la atrajo hacia él. Ella pudo sentir la excitación que palpitaba bajo sus vaqueros.