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– Quiero hacerte el amor, Chofi -dijo Santi, mirándola fijamente a los ojos.

– No podemos -respondió ella soltando una risa gutural-. Aquí no. Ahora no.

Sofía se reía para disimular el miedo que hizo que sus labios palidecieran y temblaran. Deseaba que Santi le hiciera el amor desde el momento en que se había dado cuenta de que le amaba, y de eso hacía dos años. Ahora que iba a ocurrir, estaba asustada.

– No, aquí no. Conozco un sitio -dijo Santi, tomándola de la mano y apretando los labios mojados a la palma sin dejar de fijar sus ojos en los de ella-. Tendré mucho cuidado, Chofi. Te quiero -la tranquilizó al tiempo que le sonreía con dulzura.

– Bien -susurró Sofía, bajando la mirada, nerviosa ante lo que se avecinaba.

Santi la condujo de la mano al mohoso refugio de un viejo almacén de embarcaciones agazapado y semiescondido a la orilla del lago, entre las hierbas altas y los juncos en los que las garzas y las espátulas habían construido sus nidos. Una vez dentro se tumbaron sin dejar de reírse de su propia osadía encima de un montón de sacos vacíos. La luz se colaba a través de las grietas y de los agujeros del techo, dibujando brillantes rayos en un viejo barco que yacía abandonado de lado, como una ballena varada en la arena. Se quedaron escuchando el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado de zinc y respiraron el aire cargado que olía a aceite y a hierba dulce y podrida. Sofía se acurrucó contra Santi, no porque tuviera frío sino porque temblaba de nervios.

– Voy a hacerte el amor muy despacio, Chofi -dijo él a la vez que le besaba la sien y saboreaba la sal de su piel.

– No sé qué hacer -susurró Sofía.

Santi se sintió conmovido por su miedo. Ahí estaba la chica a la que amaba más que a nadie en el mundo, totalmente despojada de su petulancia y de su arrogancia. Desnuda hasta su esencia más íntima. La Sofía que sólo él conocía.

– No necesitas saber qué hacer, amor mío. Te amaré, eso es todo -respondió con voz profunda y reconfortante, sin dejar de sonreír. Para calmar el miedo de su prima, Santi se apoyó sobre un codo y acarició con la otra mano la cara de Sofía, perfilando sus labios temblorosos con el dedo. Ella sonreía nerviosa, avergonzada al ser testigo de la silenciosa intimidad de las acciones de su primo y ante la fuerza de su mirada que la traspasaba, llegándole al alma. No podía hablar. No sabía qué decir. Guardaba silencio, abrumada por la magnitud del momento.

Acto seguido Santi la besó con dulzura en los ojos, la nariz y las sienes, y finalmente en la boca. Metió la lengua húmeda por dentro de sus labios y exploró sus dientes y encías hasta que su boca quedó totalmente pegada a la de Sofía, consumiéndola por entero. Sofía inspiró titubeante cuando Santi le metió la mano por debajo de la camiseta y sintió un ligero estremecimiento en el estómago y notó que los pechos se le endurecían. Santi le quitó la camiseta y vio su torso desnudo, pálido y tembloroso bajo la débil luz que se colaba por las vigas podridas. Le besó el cuello y los hombros mientras sus dedos jugueteaban con el vello que asomaba por el estómago antes de posarse sobre sus pezones endurecidos y seguir hasta la parte baja de la espalda, que ella había levantado del suelo en respuesta a sus caricias. Le pasó la lengua por los pechos hasta que el placer dio paso a un dolor que procedía de un lugar alejado del punto donde él tenía la lengua: entre sus piernas. Pero Sofía no quería que se detuviera; era un dolor a la vez tremendamente incómodo y exquisitamente placentero.

Después de encontrar los botones de los vaqueros de Sofía, Santi los desabrochó y ella se los quitó sin demora, quitándose a la vez las bragas blancas y quedándose desnuda delante de él, temblando al ser consciente de su propia desnudez. Él no dejaba de observarla mientras la acariciaba. Sofía tenía las mejillas enrojecidas y brillantes y parecía que los párpados se le hubieran inflamado a causa del despertar de sus sentidos. Era ya casi una mujer. Aquel frágil equilibrio entre la niña y la mujer le daba una extraña belleza que emergía por todos los poros de su piel como la luz dorada del otoño. Entonces la mano de Santi descendió hasta el lugar secreto que ella había descubierto a solas durante aquellas tórridas noches en que el deseo que sentía por él no le había dado más opción que explorar su propia sexualidad en la oscuridad. En esas ocasiones había imaginado que sus dedos eran los de Santi, aunque sus dedos no se parecían en nada a los de él. Eran meros sustitutos con los que paliar la frustración de tantos meses de espera. Ahora la habían encontrado y ella dejó escapar un profundo suspiro.

Durante un rato Sofía se perdió en su propio placer. Santi miraba cómo pequeñas gotas de sudor se arremolinaban en el valle que formaban sus pechos y en su orgullosa nariz. Ella había cerrado los ojos y había abierto las piernas de una forma que sugería que ni siquiera se había dado cuenta de haberlo hecho. Incapaz de soportar la fuerza de su propio deseo por más tiempo, Santi se sentó y se quitó la camisa y los vaqueros. Sofía volvió en sí y abrió los ojos de par en par ante la visión de su masculinidad, que en nada se parecía a lo que había visto aquella vez en la piscina, puesto que ahora estaba despierta e impaciente. Santi tomó la mano de su prima y la llevó hasta su miembro. Ella no pudo resistirse a la tentación de estudiarlo con la curiosidad de un científico, recorriéndolo con los dedos, dándole la vuelta, maravillada al comprobar lo que pesaba.

– Así es que esto lo que rige a los hombres, ¿eh? -dijo antes de dejarla caer torpemente contra el muslo de Santi. Él se echó a reír. Meneó la cabeza, volvió a cogerle la mano y le enseñó cómo acariciarla. Luego buscó en el bolsillo de los vaqueros y sacó un pequeño cuadrado de papel. Le dijo que era importante tomar precauciones. No quería dejarla embarazada. Ella se reía mientras le ayudaba a ponérselo.

– Pobrecito, ¿y si resulta que le da miedo la oscuridad? -dijo dificultando aún más la operación con su inexperiencia.

– Eres la peor alumna del mundo -se quejó Santi antes de apartarla a un lado entre risas y encargarse él mismo del preservativo.

Sofía cerró los ojos. Esperaba que un dolor agudo la atravesara cuando él entrara en ella, pero no hubo dolor. Sintió que el cuerpo se le fundía en una calidez exquisita y se vaciaba de cualquier residuo de ansiedad. Se aferró a Santi y perdió su inocencia con el entusiasmo de una recién conversa. Santi había estado con muchísimas chicas en Estados Unidos, pero con Sofía hizo el amor por primera vez.

Cuando emergieron a la luz había dejado de llover y el sol asomaba entre las nubes y se reflejaba en el lago, que ahora brillaba como la plata recién pulida.

– ¡Antonio! -Sofía se acordó de repente del motivo de su excursión-. No vayamos a olvidar pasar a buscarle.

Santi miró el reloj; todavía les quedaba un cuarto de hora.

– Quiero quedarme aquí besándote hasta el último minuto -dijo, volviendo a estrecharla entre sus brazos.

Cuando Sofía hubo probado la fruta prohibida quiso más. No era fácil encontrar lugares apartados en la estancia que pasaran inadvertidos a los gauchos y a la panda de primos y amigos, pero como decía siempre el abuelo O'Dwyer, «si se quiere se puede», y el deseo incontrolable de Santi y de Sofía habría encontrado agua en el desierto.

Como era febrero, el último mes de las largas vacaciones de verano, pasaban todo el tiempo en la granja. Descubrieron que durante el día era prácticamente imposible hacer el amor sin el temor de ser descubiertos. A veces, durante la siesta, cuando los mayores desaparecían en el frescor de sus habitaciones para digerir los copiosos almuerzos del mediodía, se las ingeniaban para colarse en la habitación de invitados situada en la buhardilla de la casa de Sofía, emplazada lejos del cuarto de sus padres y utilizada en muy raras ocasiones. Allí se amaban envueltos en el lánguido calor de la tarde, entre el aroma a jazmín y a hierba recién cortada y el trino de diferentes tipos de pájaros que se apiñaban en los árboles que rodeaban la casa, atraídos por la promesa de las migas de Soledad. Otras veces se escapaban de sus habitaciones cuando caía la noche y el resto de la familia dormía, y hacían el amor bajo el cielo estrellado y la vigilante luna.