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Santi la atrajo hacia y la besó con ternura en la frente.

– Imagina lo que podríamos hacer frente a la chimenea de mamá -murmuró.

– ¡Sí! ¿Ves como no es tan malo el invierno?

– Contigo no. Nada es malo contigo, Chofi.

– Me muero de ganas de pasar un invierno contigo, y una primavera, y otro verano. Quiero hacerme mayor contigo -dijo ella soñadora.

– Yo también.

– ¿Incluso si me vuelvo tan loca como el abuelo?

– Bueno… -Santi pareció dudar, meneando en broma la cabeza.

– Llevo en las venas mucha sangre irlandesa -le previno Sofía.

– Ya lo sé, eso es lo que me preocupa.

– Me quieres porque soy diferente de todas los demás. ¡Tú me lo dijiste! -se echó a reír y hundió la nariz bajo la barbilla de Santi. Él le levantó la cara con suavidad y le acarició la mejilla.

– ¿Quién sería capaz de no quererte? -suspiró Santi, y posó sus labios sobre los de ella. Sofía cerró los ojos y disfrutó del sabor cálido y familiar de su boca y de su fuerte fragancia mientras la besaba.

– Vayamos al ombú -sugirió. Él sonrió, entendiendo el mensaje.

– Y pensar que hace un par de meses eras una niña inocente -reflexionó Santi, dándole un beso en la punta de la nariz.

– Y tú fuiste el malvado seductor -replicó Sofía.

– ¿Por qué siempre tengo que tener yo la culpa de todo? -bromeó.

– Porque eres un hombre y es una actitud caballerosa hacerse responsable de mi mala conducta. Tienes que proteger mi honor.

– ¿Tu honor? Será lo que queda de él -añadió Santi con una sonrisa afectada.

– Todavía me queda mucho -protestó Sofía, sonriendo con descaro.

– ¡Cómo puedo haber sido tan descuidado! Vayamos inmediatamente al ombú para que pueda acabar de una vez con lo que queda -dijo él y, tomándola de la mano, desaparecieron en la oscuridad.

A la mañana siguiente Sofía se despertó con las mismas náuseas terribles de las dos mañanas anteriores. Corrió al baño y metió la cabeza en el retrete y vomitó toda la cena de Encarnación. Después de lavarse los dientes fue a la habitación de su madre.

– Estoy enferma, mamá. Acabo de vomitar -dijo, dejándose caer dramáticamente en la cama de su madre.

Anna puso la mano sobre la frente de su hija y meneó la cabeza.

– No creo que tengas fiebre, pero será mejor que llame al doctor Higgins. Probablemente no sea nada -y fue a toda prisa hasta al teléfono.

Sofía se quedó tumbada en la cama y de repente la asaltó el terror. ¿Y si estaba embarazada? No podía ser, pensó, apartando una vez más la idea de su cabeza. Además, estaba científicamente probado que los condones eran seguros en el noventa y nueve por ciento de los casos. No, no podía estar embarazada. Sin embargo, el miedo le oscureció el alma con su sombra, y por mucho que intentara borrar esa idea, temblaba ante la posibilidad de poder formar parte del desafortunado uno por ciento.

Hacía años que el doctor Ignacio Higgins era el médico de los Solanas y había tratado desde la apendicitis de Rafael a la varicela de

Panchito. Sonrió a Sofía, intentando tranquilizarla, y después de hablar con ella sobre las vacaciones procedió a examinarla. Le hizo algunas preguntas, asintiendo ante cada una de sus respuestas. Cuando su viejo rostro arrugado frunció el ceño y la sonrisa dio paso a una expresión de gran preocupación, Sofía sintió que se le aceleraba el corazón y estuvo a punto de echarse a llorar.

– Oh, doctor Higgins, por favor no me diga que es grave -le suplicó al tiempo que se le humedecían los ojos porque ya sabía la respuesta. ¿Por qué, si no, le había preguntado el médico por sus períodos?

El doctor Higgins tomó su mano entre las suyas y, acariciándola dulcemente con el pulgar, meneó la cabeza.

– Siento tener que decirte que estás embarazada, Sofía.

Sabía que no estaba casada. Después de muchos años como médico de la familia también era consciente de cómo iban a reaccionar ante el embarazo fuera del matrimonio, sobre todo si se trataba de una chica de sólo diecisiete años.

Sus palabras dejaron a Sofía sin aire, que sintió cómo el estómago le daba un vuelco como cuando el coche pasaba por un badén en la carretera. Su padre le decía entonces que había perdido el estómago. Deseó que se le hubiera perdido el estómago. Se dejó caer débilmente sobre las almohadas. Aquel maldito uno por ciento, pensó sin fuerzas mientras veía evaporarse aquellas largas tardes de amor como el agua por una cañería.

– ¡Embarazada! Oh, Dios, ¿está usted seguro? ¿Qué voy a hacer? -dijo quedándose sin respiración y mordiéndose las uñas-, ¿Qué voy a hacer?

El doctor Higgins intentó consolarla como pudo, pero no había forma. Sofía veía hundirse su futuro en un oscuro vacío delante de sus ojos y no había nada que pudiera hacer para recuperarlo.

– Tienes que decírselo a tu madre -sugirió el médico en cuanto ella se hubo calmado un poco.

– ¿A mamá? Debe de estar bromeando -replicó, palideciendo-. Ya sabe usted cómo es.

El médico asintió compasivo. Había estado en esa situación innumerables veces: jovencitas devastadas por la semilla que crecía en sus cuerpos maduros, cuando un milagro así debía ser motivo de celebración. Su familiaridad con la situación no disminuía en absoluto lo mucho que le conmovía. Sus ojos grises se humedecieron como aquellos nebulosos días irlandeses de sus antepasados y deseó poder revertir el embarazo con una pastilla.

– No puedes enfrentarte a esto sola, Sofía. Tienes que contar con el apoyo de tus padres -le dijo.

– Se pondrán furiosos, nunca me lo perdonarán. Mamá me matará. No, no puedo decírselo -dijo histérica al tiempo que su sonrisa se veía reducida a un arco triste y tembloroso.

– ¿Qué otra cosa puedes hacer? De una forma u otra terminarán por descubrirlo. No puedes esconder a un niño que crece dentro de ti.

Sofía se llevó instintivamente la mano al estómago y cerró los ojos. Tenía dentro al hijo de Santi, una parte de él. Sin duda estaba viviendo el peor momento de su vida y, sin embargo, sentía una extraña calidez en su interior. La aterraba pensar en lo que harían sus padres, pero no tenía elección: tenían que saberlo.

– ¿Podría decírselo usted? -preguntó avergonzada.

Él asintió. Así era como se hacía normalmente. Esa desagradable tarea era uno de los muchos deberes del médico y uno de los más dolorosos. Esperó que no culparan al mensajero como tantos otros padres hacían a menudo.

– No te preocupes, Sofía, todo saldrá bien -le dijo intentando tranquilizarla antes de levantarse. Acto seguido, girándose hacia ella, añadió-: ¿Puedes casarte con ese hombre, querida? -pero se dio cuenta de la insensatez de la pregunta en cuanto la hubo formulado porque, ¿por qué, si no, se sentía tan desgraciada?

Sofía meneó la cabeza, totalmente desesperada, e, incapaz de responder, se echó a llorar. Le aterraba la reacción de su madre. No tenía ni idea de lo que iba a hacer. ¿Cómo podía haber tenido tan mala suerte? Se habían asegurado de que eso no ocurriera. Se quedó esperando aterrada. Había hecho enfadar muy a menudo a su madre por mera diversión, faltando a la escuela o yendo a algún club nocturno con algún joven sin su permiso, pero esas eran faltas menores en comparación con ésta. Esta vez la ira de su madre sería más que merecida y aterradora. Si se enteraba de que había sido Santi, era capaz de matarlos a los dos.

La puerta se abrió de golpe y su madre entró hecha una furia, con la cara blanca como un Cristo de El Greco. Le temblaban los labios de rabia y Sofía reconoció la decepción en su mirada.

– ¿Cómo has podido? -chilló con su estridente voz irlandesa al tiempo que el rostro se le volvía violeta de ira-. ¿Cómo has podido? Después de todo lo que hemos hecho por ti. ¿Qué va a pensar la familia? ¿En qué estabas pensando? ¿Cómo has podido dejar que esto ocurriera? Ya es bastante horrible que hayas… que hayas… sin estar casada -tartamudeó-, ¡pero quedarte embarazada! Me has decepcionado, Sofía.