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Se dejó caer en la silla y bajó la mirada como si ver a su hija le diera asco.

– Te crié en una casa en la que se respetan las leyes de Dios. Qué él te perdone.

Sofía no respondió. Se quedaron sentadas en silencio. La sangre había desaparecido de las mejillas de Anna como de un cerdo al que acabaran de degollar, y sus ojos opacos miraban por la ventana como si pudiera ver a Dios entre las llanuras secas y el cielo húmedo. Meneó la cabeza en plena desesperación.

– ¿En qué nos hemos equivocado? -preguntó, retorciéndose las manos-. ¿Te hemos mimado demasiado? Reconozco que Paco y papá te han tratado como a una princesita, pero yo no.

Sofía tenía la mirada fija en los dibujos del edredón, a los que intentaba encontrar algún sentido.

– He sido demasiado estricta. Es eso, ¿verdad? -continuó su madre, abatida-. Sí, he sido demasiado estricta. Te sentías atrapada, por eso tenías que romper todas las reglas. Es culpa mía. Tu padre siempre me dijo que debía ser menos severa contigo, pero no he sabido serlo. No quería que la familia me acusara de ser una mala madre, aparte de todo lo demás…

Sofía apenas podía escuchar la perorata de su madre sin sentirse asqueada. Si le hubiera pasado a María, Chiquita habría sido dulce y comprensiva, habría intentado ayudarla y cuidarla. En cambio, ahí estaba su madre, culpándose de todo. Típico de una católica irlandesa. Lo siguiente sería el arrepentimiento. Tuvo ganas de decirle que bajara de la cruz, pero se daba cuenta de que probablemente no era el momento más adecuado para decir algo así.

– ¿Quién es el padre? ¿Quién es? Dios, ¿quién podrá ser? No has visto a nadie fuera de la familia.

Sofía se la quedó mirando, viendo aterrada cómo Anna lo averiguaba por sí misma. La expresión de su madre pasó gradualmente de la autocompasión al asco, y empezó a retorcerse, presa de la repulsión.

– ¡Oh, Dios mío! Es Santi, ¿verdad? -jadeó, pronunciando con asco la palabra «Santi» con su brusco acento irlandés-. Es él, ¿verdad? Dios mío, tendría que haberlo imaginado. ¿Cómo no lo he visto antes? Eres repugnante. Los dos lo son. ¿Cómo has podido ser tan irresponsable? Él ya es un hombre. ¿Cómo ha podido seducirte? ¿A ti, una niña de diecisiete años?

Anna rompió a llorar. Sofía la miraba impasible mientras pensaba lo fea que se ponía cuando lloraba.

– Debería haberlo imaginado. Debería haberles prestado más atención cuando se escondían por ahí como dos ladrones con su sucio secreto. No sé qué vamos a hacer. Como tienen una relación tan directa, probablemente el niño nazca retrasado. ¿Cómo has podido ser tan retorcida? Tengo que decírselo a tu padre. ¡No salgas de la habitación hasta que yo vuelva!

Y Sofía oyó cerrarse la puerta de un golpe a sus espaldas. Deseaba desesperadamente correr en busca de Santi para decírselo, pero por una vez no se veía con fuerzas para desobedecer a su madre. Se quedó en la cama inmóvil, esperando a su padre.

Como estaban a mitad de semana, su padre tuvo que desplazarse a la estancia desde Buenos Aires. Anna no podía contarle el problema por teléfono, así que tuvo que soportar el suspense con un nudo en el estómago hasta que llegó a Santa Catalina. Anna le informó de inmediato, y se sentaron a hablar de la situación durante dos horas. Tras una dura batalla, Paco tuvo que ceder ante su esposa, que había conseguido convencerle de que el niño nacería retrasado. Sofía tendría que interrumpir el embarazo. Cuando por fin entró en la habitación de su hija, la encontró dormida en la cama, hecha un infeliz ovillo. Sintió cómo se le partía el corazón al acercarse a ella. A sus ojos ella seguía siendo su pequeña. Se sentó en el borde de la cama y le pasó una mano por el pelo húmedo.

– Sofía -susurró. Cuando por fin ella abrió los ojos, él la miraba con tanto amor que Sofía le rodeó con los brazos y lloró contra su pecho como una niña.

– Lo siento, papá. Lo siento mucho -sollozó, temblando de vergüenza y de miedo. Él la estrechó contra su cuerpo y la acunó, acunándose con ella e intentado así aliviar a la vez el dolor de ambos.

– Tranquila, cariño, no estoy enfadado. Tranquila, pequeña, todo se va a solucionar.

El abrazo de su padre la tranquilizó. Sofía puso en manos de Paco toda la responsabilidad con una profunda sensación de alivio.

– Le amo, papá.

– Lo sé, Sofía, pero es tu primo.

– Pero no hay ninguna ley que prohíba casarte con tu primo hermano.

– No se trata de eso. Vivimos en un mundo pequeño, y en nuestro mundo casarte con tu primo hermano es como casarte con tu hermano. Es vergonzoso. No puedes casarte con Santi. Además, todavía eres demasiado joven. Es sólo un enamoramiento pasajero.

– No lo es, papá. Le amo.

– Sofía -empezó él poniéndose serio y meneando la cabeza-. No puedes casarte con Santi.

– Mamá me odia -sollozó Sofía-. Siempre me ha odiado.

– No te odia. Está decepcionada, Sofía, y yo también. Pero tu madre y yo hemos discutido el asunto en profundidad. Haremos lo que sea mejor para ti, créeme.

– Lo siento mucho, papá -repitió con los ojos llenos de lágrimas.

Sofía entró cabizbaja en el salón donde sus padres la esperaban para informarla de su decisión. Se sentó en el sofá de chenilla sin levantar la mirada del suelo. Anna estaba sentada con la espalda recta en el sillón situado bajo la ventana con las piernas fuertemente cruzadas bajo su largo vestido. Estaba pálida y macilenta. Paco, con el rostro desdibujado por la preocupación, caminaba con impaciencia de un extremo a otro de la habitación. Parecía haber envejecido. Las puertas que daban al pasillo y al comedor estaban firmemente cerradas. Rafael y Agustín, ansiosos por saber qué se ocultaba tras aquel ambiente glacial, se habían visto obligados a desaparecer y se fueron a regañadientes a casa de Chiquita a ver la televisión con Santi y Fernando.

– Sofía, tu madre y yo hemos decidido que no puedes tener el niño -empezó Paco muy serio. Sofía tragó con esfuerzo y estuvo a punto de hablar, pero él la hizo callar con un simple ademán-. Dentro de unos días te irás a Europa. Una vez que hayas… -dudó, luchando contra la idea de interrumpir el embarazo que a buen seguro pesaría terriblemente sobre su conciencia, puesto que iba contra su fe y sus principios-. Cuando te hayas recuperado, te quedarás a estudiar allí en vez de estudiar en la universidad de Buenos Aires como habíamos planeado. Eso les dará, a ti y a Santi, tiempo para olvidarse el uno del otro. Entonces podrás volver a casa. Nadie debe enterarse de esto, ¿me entiendes? Será nuestro secreto -deliberadamente omitió que Sofía viviría con su primo Antoine y Dominique, su esposa, en Ginebra y que estudiaría en Lausanne. De ese modo Santi jamás podría encontrarla y seguirla hasta allí.

– No mancillarás el buen nombre de nuestra familia -añadió su madre tensa, sin poder dejar de pensar en lo que un escándalo de esa clase podría significar para las perspectivas de futuro de sus dos hijos. Recordó con amargura los momentos felices que había compartido recientemente con su hija y el sentimiento de orgullo que había sentido. Esos momentos magnificaban aún más la decepción.

– ¿Quieren que aborte? -repitió Sofía lentamente. Tenía la mano sobre la barriga y al bajar la vista se dio cuenta de que estaba temblando.

– Tu madre… -empezó Paco.

– ¡Así que es idea tuya! -dijo Sofía, girándose furiosa hacia su madre-. ¡Vas a ir al infierno por esto! Y tú eres la que dice ser una buena católica. ¿Dónde están tus principios? No puedo creer que puedas llegar a ser tan hipócrita. ¡Te burlas de tu propia fe!