«No hay duda -decía su padre con orgullo-, el joven Santiago tiene un arrojo difícil de encontrar en estos tiempos. Llegará lejos. Y se habrá ganado cada paso del camino».
– Fantástico, ¿verdad? -sonrió Sofía triunfante cuando su primo le dio alcance-. ¿Tienes la navaja? Quiero pedir un deseo.
– ¿Qué vas a pedir esta vez? No se cumplirá -dijo Santi, sentándose y columpiando las piernas en el aire-. No sé por qué te molestas -se burló. Pero la mano de Sofía ya corría sobre el tronco, buscando restos de su pasado en la corteza.
– Oh, sí, claro que se cumplirá. Puede que no este año, pero sí algún día, cuando de verdad sea importante. Ya sabes que el árbol reconoce qué deseos conceder y cuáles no-. Y le dio unas palmaditas cariñosas.
– Ahora me dirás que el maldito árbol piensa y siente -se mofó Santi, apartándose el abundante pelo rubio de la frente con su mano sudorosa.
– No eres más que un bobo ignorante, pero algún día aprenderás. Espera y verás. Algún día necesitarás de verdad que se te cumpla un deseo, y cuando nadie te vea vendrás hasta aquí a escondidas en la oscuridad para grabar tu marca en este tronco -le dijo Sofía entre risas.
– Antes prefiero ir al pueblo a ver a la Vieja Bruja. Esa vieja tiene más probabilidades de encaminar mi futuro que este estúpido árbol.
– Ve a verla si quieres, y si eres capaz de aguantar la respiración el tiempo suficiente para no tener que olería. Oh, aquí hay uno -exclamó Sofía al encontrar uno de sus últimos deseos grabado en la madera. Había dejado una cicatriz limpia y blanca, como una vieja herida.
María se unió a ellos, con las mejillas encendidas y acalorada tras el esfuerzo. Su pelo rojizo le caía por los hombros en finos rizos, pegándose ligeramente a sus redondas mejillas.
– Miren qué vista, es magnífica -jadeó, mirando boquiabierta a su alrededor. Pero su prima había perdido interés en el paisaje y estaba ocupada examinando la corteza en busca de su obra.
– Creo que esa es mía -dijo Sofía, trepando a la rama que quedaba por encima de Santi para estudiarla con más detenimiento-. Sí, no hay duda de que es mía. Ése es mi símbolo, ¿lo ven?
– Puede que hace seis meses haya sido un símbolo, pero ahora no es más que una mancha -dijo Santi, subiendo él también e instalándose en otro protuberante brazo del árbol.
– Dibujé una estrella. Se me da muy bien dibujar estrellas -replicó orgullosa-. Oye, María, ¿dónde está la tuya?
María recorrió su rama con paso vacilante. Después de orientarse cruzó hasta llegar junto a Santi y se sentó en una rama más baja cercana al tronco. Cuando encontró su cicatriz la acarició con nostalgia.
– Mi símbolo era un pájaro -dijo, y sonrió al recordarlo.
– ¿Para qué era? -preguntó Sofía, saltando con confianza desde su rama para unirse a ella.
– Te reirás si te lo digo -contestó María con timidez.
– No, no nos reiremos -dijo Santi-. ¿Se te ha cumplido?
– Claro que no, y nunca se cumplirá, pero vale la pena seguir deseándolo.
– ¿Y bien? -la apremió Sofía, intrigada ahora que su prima parecía resistirse a revelarlo.
– Está bien. Deseé tener una voz hermosa para poder cantar con la guitarra de mamá -dijo. Acto seguido alzó la mirada y vio que ambos se estaban riendo.
– Así que el pájaro simboliza la canción -dijo Santi, con una amplia sonrisa.
– Supongo que sí, aunque no es esa la razón exacta de por qué lo dibujé.
– Entonces ¿por qué lo hiciste?
– Porque me gustan los pájaros y porque había uno en este árbol mientras pedía mi deseo. Estaba muy cerca de mí. Era adorable. Papá siempre decía que el símbolo no tiene por qué tener nada que ver con tu deseo. Sólo tienes que preocuparte de hacer tu marca. De todos modos, mi pájaro no es tan gracioso… y lo hice hace un año. Tenía sólo catorce años. Si el mío es tan gracioso, ¿cuál era el tuyo, Sofía?
– Deseé que papá me dejara jugar la Copa Santa Catalina -contestó con arrogancia, a la espera de la reacción de Santi. Como ya había anticipado, éste estalló en una risotada exagerada.
– ¿ La Copa Santa Catalina? ¡No hablarás en serio! -exclamó estupefacto, a la vez que entrecerraba sus ojos verde pálido imperiosamente y ponía cara de incredulidad.
– Lo digo muy en serio -replicó desafiante Sofía.
– ¿Y qué representa la estrella? -preguntó María mientras se frotaba el hombro, donde un poco de musgo le había humedecido la camisa.
– Quiero ser una estrella del polo -les dijo Sofía sin darle importancia, como si acabara de declarar que quería ser enfermera.
– ¡Mentirosa! Chofi, seguro que es lo único que sabes dibujar. María es la única artista de la familia -replicó Santi, y se recostó sobre la rama, echándose a reír-. La Copa Santa Catalina. Pero si eres sólo una niña.
– ¿Sólo una niña, pedazo de zoquete? -le soltó Sofía, fingiendo estar enfadada-. Cumpliré dieciséis en abril. Sólo faltan tres meses. Después ya seré una mujer.
– Chofi, tú nunca serás una mujer porque nunca has sido una niña -dijo Santi, haciendo referencia a su naturaleza masculina-. Las niñas son como María. No, Chofi, no eres para nada una niña.
Sofía le miró mientras él se dejaba caer sobre la rama del árbol. Santi llevaba los vaqueros por las caderas, anchos y gastados. Se le había subido la camiseta hasta el pecho, revelando un estómago liso y bronceado y los huesos de las caderas se le marcaban como si estuviera mal alimentado. Pero nadie comía tanto como él. Devoraba la comida con la urgencia de quien no ha comido en mucho tiempo. Deseó acariciarle la piel con los dedos y hacerle cosquillas. Cualquier excusa para poder tocarle. Solían jugar casi siempre apiñados y el contacto físico la excitaba. Pero no le había tocado desde hacía una o dos horas, por lo que el deseo de hacerlo era irresistible.
– ¿Y dónde está el tuyo? -le preguntó, captando de nuevo su atención.
– Oh, ni lo sé ni me importa. De todas formas, es una estupidez.
– No, no lo es -insistieron las chicas al unísono.
– Papá solía obligarnos a grabar nuestros deseos todos los veranos, ¿te acuerdas? -dijo Sofía melancólica.
– También ellos lo hacían de niños. Estoy segura de que sus cicatrices siguen aquí si las buscamos -añadió María entusiasmada.
– Habrán desaparecido hace mucho, María. Creo que desaparecen cada uno o dos años -dijo Santi con aires de erudito-. De todas formas, se necesitaría mucha magia para que Paco dejara que Sofía jugara la Copa Santa Catalina.
Y de nuevo se echó a reír, aguantándose el estómago con las manos para demostrar lo ridículas que le parecían sus ambiciones. Sofía saltó con gran agilidad desde su rama a la de él y a continuación pasó la mano por la parte inferior de su estómago hasta que Santi se puso a gritar, presa de una combinación de dolor y placer.
– Chofi, no me lo hagas aquí arriba. ¡Nos caeremos y nos mataremos! -jadeaba entre accesos de risa mientras los dedos de ella cruzaban la línea que separaba su piel bronceada de la piel blanca y secreta que sus shorts escondían del sol. Santi la cogió de la muñeca y se la apretó tan fuerte que Sofía soltó un grito. Él tenía diecisiete años, dos más que su prima y que su hermana. Sofía se excitaba cuando él utilizaba la superioridad de su fuerza para dominarla, pero formaba parte del juego fingir que no le gustaba.
– No me parece que sea pedir tanto -respondió, llevándose la muñeca al pecho.
– Es mucho pedir, Chofi -replicó, sonriéndole con afectación.