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– No hables así a tu madre, Sofía -dijo su padre haciendo uso de un tono de voz que rara vez había oído en boca de Paco. Sofía miraba a uno y a otro con los ojos de una desconocida. No los reconocía.

– Será un niño enfermo, Sofía. No es justo traer a un niño como ese al mundo -replicó su madre intentando mantener la calma. Luego suavizó la voz y añadió con una sonrisa débil-: Es por tu propio bien, Sofía.

– No pienso abortar -soltó Sofía tozuda-. Mi hijo no nacerá enfermo. Lo único que te preocupa es la reputación de la familia. No tiene nada que ver con la salud de mi hijo. ¿Acaso crees que nadie se enterará? Ni lo sueñes -añadió echándose a reír con sorna.

– Ahora estás enfadada, Sofía, pero con el tiempo lo entenderás.

– Nunca se lo perdonaré -dijo, y cruzó los brazos en actitud defensiva.

– Sólo estamos pensando en ti. Eres nuestra hija, Sofía, y te queremos. Confía en mí -dijo su padre.

– Pensaba que podía hacerlo -le respondió seca.

Los abortos eran para las prostitutas. Eran sucios y peligrosos. ¿Qué diría el padre Julio si se enteraba? ¿La condenaría al infierno eterno? De pronto deseó haber escuchado sus sermones en vez de pasarse la misa soñando con sexo y con Santi. Después de pensar que la religión era cosa para gente débil que necesitaba dirección como Soledad, o para fanáticos como su madre que hacían uso de ella según les convenía, ahora la aterraba pensar que de verdad hubiera un Dios y que fuera a castigarla por lo que había hecho. Mientras se había dedicado a soñar, la religión había ido calando en su subconsciente y había salido a la superficie justo en el momento en que más necesitada estaba de su consuelo.

– Tengo que decir adiós a Santi -dijo por fin con la mirada fija en los dibujos de la madera del suelo.

– No creo que podamos permitirlo -replicó su madre con frialdad.

– No veo por qué no, mamá. ¡Ya estoy embarazada!

– No te consiento que me hables así, Sofía. Esto no es ninguna broma, sino algo muy serio. No, no puedes ver a nadie antes de irte -dijo decidida, pasándose las manos por la falda del vestido.

– No es justo, papá. ¿Qué daño puede hacer que vea a Santi? -suplicó al tiempo que se levantaba del sofá.

Su padre lo pensó durante unos instantes. Se dirigió a la ventana y miró la pampa como si el vasto horizonte pudiera darle una respuesta. No se veía capaz de mirar a su hija. Se sentía demasiado culpable. Sabía que debía apoyar a su esposa, pero también sabía que al hacerlo la perdería para siempre. Las cosas habían mejorado mucho. Sabía que no se trataba tanto de la relación de Sofía como de la que él había tenido en 1956. Tanto él como Sofía habían traicionado la confianza de Anna. Podía adivinar que era eso lo que Anna estaba pensando; veía el dolor en sus ojos. Se trataba del lacerante aislamiento al que ella se había sentido sometida desde su llegada a Santa Catalina. Pero Paco no tenía elección; tuvo que ceder.

– Tu madre tiene razón, Sofía -dijo por fin sin girarse-. Mañana por la mañana te irás con Jacinto a Buenos Aires. Sube a tu habitación y prepara tus cosas. Vas a estar fuera mucho tiempo.

Sofía oyó cómo se le quebraba la voz, pero no sintió la menor compasión.

– No pienso irme sin decir adiós a Santi -gritó roja de frustración-. No están pensando en mí. Sólo piensan en el estúpido nombre y en la reputación de la familia. ¿Cómo pueden anteponer eso a los sentimientos de su propia hija? Los odio. ¡Los odio a los dos!

Salió corriendo a la terraza y no paró de correr hasta que alcanzó la privacidad de los árboles. Se apoyó en uno de ellos y lloró por lo injustas que eran las cosas y, al recorrer Santa Catalina con la mirada, sólo sintió odio.

Cuando volvió a la cocina oyó a sus padres discutiendo en el salón. Su madre lloraba y gritaba a su padre en inglés. No quiso quedarse a escucharlos.

– ¡Soledad! -susurró.

La criada apartó la vista del plato que estaba cocinando y vio a Sofía apoyada en el quicio de la puerta con los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? -preguntó con su suave voz al tiempo que corría a abrazar a la jovencita que para ella sería siempre una niña. La abrazó con fuerza a pesar de que Sofía ya era más alta que ella.

– ¡Oh, Soledad, estoy metida en un buen lío! ¿Puedes hacer algo por mí?

Sus ojos, que hasta hacía unos segundos eran mates, brillaban de pronto con la excitación de un nuevo plan. Fue a toda prisa hasta el mesón, cogió un lápiz y garabateó una nota.

– Dásela a Santi en cuanto puedas. No se lo digas a nadie ni se la enseñes a nadie, ¿entendido?

Encantada de verse incluida en un secreto, Soledad le respondió con un guiño y escondió la nota en el bolsillo del delantal.

– La llevaré ahora mismo, señorita Sofía. No se preocupe, el señor Santiago la tendrá en las manos en menos que canta un gallo. -Y salió a toda prisa de la cocina.

Cuando Rafael y Agustín llegaron a casa de Chiquita contaron visiblemente excitados a sus primos que Sofía se había vuelto a meter en un lío.

– Hace semanas que se lo viene buscando -comentó Agustín soltando una risa disimulada.

– Eso no es cierto -dijo María-. Hace poco tu madre comentaba lo bien que se llevaban. No seas cruel.

– ¿Cuánto tiempo crees que tardarán? -preguntó Santi incómodo.

– No creo que mucho. Conociendo a Sofía, hará las maletas y se escapará -dijo Rafael, encendiendo la televisión y dejándose caer en el sofá-. María, ¿serías tan amable de traerme algo de beber?

– De acuerdo -suspiró-. ¿Qué quieres?

– Una cerveza.

– Una cerveza. ¿Alguien más?

Santi se quedó mirando por la ventana, pero lo único que pudo ver fue su propio reflejo en el cristal devolviéndole la mirada. Todos se sentaron frente a la televisión, pero él no consiguió concentrarse en la pantalla. Media hora después ya no pudo esperar más y salió de la casa a toda prisa. Justo cuando cruzaba la terraza vio a Soledad que, con la cara colorada y sudorosa, corría entre los árboles en dirección a él.

– Soledad, ¿qué pasa? -preguntó cuando ella le dio alcance. Santi se sintió incómodo.

– Gracias a Dios, gracias a Dios -respondió Soledad, santiguándose fuera de sí-. Esta carta es de la señorita Sofía. Me ha dicho que se la dé a usted y que nadie más podía verla. Es un secreto, ¿comprende? Está muy preocupada, no para de llorar. Tengo que volver -añadió a la vez que se secaba la frente con un pañuelo blanco.

– ¿Qué le ha ocurrido? -preguntó Santi, dándose cuenta de la gravedad de la situación.

– No lo sé, señor Santiago. No sé nada. Está en la carta. -Y antes de que él pudiera decir una sola palabra más, Soledad desapareció entre los árboles como un fantasma.

Santi abrió la nota bajo la luz del porche. «Reúnete conmigo bajo el ombú a medianoche», era todo lo que decía.

Capítulo 19

Hacía rato que Sofía había dejado de llorar. Se había tumbado en la cama y esperaba con la paciencia de quien se ha resignado a su destino. El tiempo pasaba muy despacio, pero sabía que la noche terminaría por llegar. Miró las plantas que ondeaban al viento frente a la ventana, y éstas tuvieron sobre ella un extraño efecto hipnótico que aliviaron su dolor.

Por fin se levantó, cogió la linterna de la cocina y, como una prisionera de guerra, se escapó. Se deslizó, sigilosa como un puma, por la oscuridad hasta el ombú. Atravesó a toda prisa el parque con el corazón en un puño, como si en ello le fuera la vida. Era fuerte y decidida, aunque se sentía débil ante el inevitable destino que le esperaba. Tenía la sensación de estar representando un papel en una función escolar, y a pesar de que el drama la atraía, no conseguía reconciliarse con la realidad del mismo.