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Así que, pensó María carcomida por la amargura, Santi va a ir a reunirse con ella. No se irá, decidió presa de la rabia, no puede irse él también. No, los dos no. Eso significa que planean huir juntos y no volver nunca. ¿Qué pensarán mamá y papá? Se morirán de pena. No puedo permitirlo. Santi se arrepentirá el resto de su vida. Nunca podrá volver a Argentina. Ninguno de los dos. Se le aceleró el corazón a medida que vislumbraba un plan. Si quemaba la carta, Sofía creería que él había cambiado de opinión. Ella pasaría los tres años en Europa. Para entonces ya se habría olvidado de su amor por Santi y volvería a casa como estaba previsto. Pero si Santi se reunía con ella ahora, ninguno de los dos volvería jamás. No podía soportar la idea de perderlos a los dos.

María anotó la dirección de Sofía en su diario, escribiéndola de derecha a izquierda por si Santi decidiera husmear en él, y volvió a meter la carta en el sobre. No leyó el resto. No podía torturarse leyendo los detalles de aquella relación, ni siquiera para satisfacer su curiosidad. Se dirigió solemnemente al balcón con una caja de cerillas. Prendió fuego al sobre y dejó que se consumiera dentro de una maceta hasta que no quedó nada de él, excepto un pequeño amasijo de cenizas que enterró en la tierra de la maceta con los dedos. Acto seguido se dejó caer al suelo y, escondiendo la cabeza entre las manos, dejó fluir libremente las lágrimas. Sabía que no debía haber quemado la carta, pero con el tiempo terminarían dándole las gracias. No lo hacía sólo por ella, o por ellos, sino por sus padres, cuyos corazones se habrían roto si Santi se hubiera marchado para siempre.

Odiaba a Sofía, la echaba de menos, deseaba por encima de todo tenerla a su lado. Añoraba sus cambios de humor, su petulancia, su ingenio y su humor irreverente. Se sentía herida y traicionada. Habían crecido juntas y lo habían compartido todo. Sofía siempre había sido egoísta, pero nunca la había apartado de ella. No como ahora. No podía entender por qué no le había escrito. Tenía la sensación de haber dejado de ser importante para ella. Le entraron ganas de vomitar al pensar que no había sido más que un cachorro fiel, siguiendo a Sofía a todas partes, nunca valorada. Bueno, ya estaba hecho. Sofía sufriría tanto como ella. Ahora se enteraría de cómo se sentía la gente cuando se la trataba como si no contaran. Cuando más tarde reflexionó sobre lo que había hecho, se sintió terriblemente culpable y se juró que jamás se lo diría a nadie. Cuando se miró al espejo ya no se reconocía.

Al llegar una segunda carta, poco después de la primera, María sintió que la culpa le trenzaba un nudo en el estómago. No esperaba que Sofía volviera a escribir. Metió a toda prisa la carta en el bolso y más tarde la condenó al fuego como había hecho con la anterior. Después de eso, revisó el correo todas las mañanas con la pericia de un ladrón profesional. Atrapada por sus anteriores decepciones, habría sido incapaz de detenerse aunque hubiera querido.

Los fines de semana ya no eran lo mismo desde la marcha de Sofía. Todo lo que quedó tras su partida fue un amargo residuo de animosidad entre las dos familias que amenazaba con destruir su tan valorada unidad. El verano fue desvaneciéndose a medida que se acercaba el invierno. El aire olía a hojas quemadas y a tierra mojada. La melancolía se había adueñado de la estancia. Cada una de las familias se encerró en su propia intimidad. El asado de los sábados fue barrido por la lluvia, y con el paso de los días la tierra quemada donde había estado la barbacoa no fue más que un charco de agua mohosa que simbolizaba el fin de una era.

A medida que las semanas se convirtieron en meses, Santi se desesperaba cada vez más al no tener ningún tipo de comunicación con Sofía. Se preguntaba si le habían impedido escribirle. Sin duda era parte de la estrategia para que se olvidara de él. Su madre estaba de su lado, pero se mostraba muy realista. Debía seguir adelante con su vida, le decía, y olvidarse de Sofía. Había muchas otras chicas con las que salir. Su padre le recomendó que dejara de ir por ahí «lloriqueando». Se había metido en un lío. «Nos pasa a todos en algún momento de nuestra vida; el secreto está en superarlo. Concéntrate en tus estudios; con el tiempo te alegrarás de haberlo hecho.» Estaba claro que ambos estaban muy decepcionados con él, pero no tenía sentido hacer que el chico sufriera más de lo que ya sufría. «Ya le hemos castigado bastante», se decían.

Sofía llenaba todos sus momentos, tanto cuando caía en uno de sus atormentados sueños como cuando galopaba furioso por la llanura. Pasaba los fines de semana en la estancia reviviendo sus días con Sofía, pasando la mano con nostalgia por el símbolo que habían grabado juntos en el tronco del ombú. Se torturaba recordándola hasta que se echaba a llorar como un niño. Lloraba y lloraba hasta quedarse sin fuerzas.

En julio de ese año Juan Domingo Perón, presidente de la república de Argentina, murió después de sólo ocho meses en el cargo, tras su regreso del exilio el anterior octubre. Amado por unos y odiado por otros, Perón había estado en el ojo del huracán durante treinta años. Su cuerpo no fue embalsamado y el funeral fue muy sencillo, de acuerdo a sus propias instrucciones. Isabel, su segunda mujer, se convirtió en presidenta y el país entró en un claro y gradual declive. Debido a su escasa preparación intelectual, Isabel se puso en manos de su maquiavélico consejero, ex policía y astrólogo, José López Rega, apodado «El Brujo», que según decía podía despertar a los muertos y hablar con el Arcángel San Gabriel. Llegaba incluso a articular los discursos de Isabel al mismo tiempo que ésta los pronunciaba, afirmando que las palabras procedían directamente del espíritu de Perón. Pero la sangre estaba empezando a derramarse sobre el país y ni Isabel ni López Rega conseguían impedirlo. Cuando las guerrillas iniciaron la revuelta, se vieron enfrentadas a los escuadrones de la muerte de El Brujo. Paco predijo que no pasaría mucho tiempo antes de que la presidenta fuera depuesta.

– Es una bailarina de club nocturno. No entiendo por qué se ha metido en política. Debería dedicarse a lo que en realidad sabe hacer -refunfuñaba.

Tenía razón. En marzo de 1976 los militares derrocaron a Isabel con un golpe de Estado y la obligaron a guardar arresto domiciliario. Con el general Videla a la cabeza, decretaron una guerra sangrienta contra todo aquel que se opusiera a ellos. Los sospechosos de subversión o de actividades antigubernamentales fueron apresados, torturados y asesinados. El Gran Terror había dado comienzo.

Capítulo 21

Ginebra, 1974

Sofía estaba sentada en el banco mirando el profundo y azul lago Léman. Tenía la vista perdida en algún punto de las lejanas montañas, y los ojos rojos y doloridos de tanto llorar. Hacía mucho frío, aunque el cielo era de un azul increíble. Llevaba el abrigo de piel de oveja de su primo y un gorro de lana, pero no podía dejar de tiritar. Dominique le había dicho que tenía que comer. ¿Qué iba a pensar Santi si ella volvía a Argentina hecha una pobre versión de la mujer de la que él se había despedido? Pero no tenía ganas de comer. Comería en cuanto él contestara a sus cartas.

Había llegado a Ginebra a principios de febrero. Era la primera vez que iba a Europa. De inmediato quedó anonadada ante las diferencias que existían entre su país y Suiza. Ginebra era meticulosamente limpia. Las calles estaban inmaculadas y tranquilas, los escaparates tenían relucientes marcos de bronce, y las tiendas estaban lujosamente decoradas y olían a perfume caro. Los coches relucían y eran modernos, y en las casas no había ni asomo de las heridas que la turbulenta historia había dejado en los edificios de Buenos Aires. Sin embargo, a pesar de todo aquel orden y brillo, Sofía echaba de menos la enloquecida exuberancia de su propia ciudad. En Ginebra los restaurantes cerraban a las once, mientras que en Buenos Aires despertaban a esa hora y continuaban llenos hasta bien entrada la madrugada. Añoraba la actividad, el ruido de los cafés, los artistas y las fiestas callejeras, el olor a diesel y a caramelo quemado y el ladrido de los perros y los gritos de los niños que eran parte del ambiente de las calles de Buenos Aires. Para ella, Ginebra era una ciudad silenciosa. Educada, cosmopolita y culta, pero silenciosa.