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Sofía no conocía a Antoine, el primo de su padre, ni a Domini que, su mujer, aunque había oído a sus padres hablar de ellos. Antoine era primo segundo de su padre; lo sabía todo de él por las historias que su padre contaba sobre los «tiempos en Londres», cuando habían disfrutado juntos de la ciudad como dos perros en plena cacería, y Anna le había dicho que había vivido con la pareja en Kensington durante su noviazgo. Sofía creía recordar que a Anna no le gustaba demasiado Dominique; según sus palabras, era «un poco demasiado», aunque quién sabe lo que quería decir con eso. A Dominique nunca le había gustado Anna. Sabía reconocer a una oportunista a primera vista. Sin embargo, se encariñó con Sofía en cuanto la vio. Es clavada a Paco, pensó aliviada.

Para alivio de Sofía, Antoine y Dominique resultaron ser la pareja más maravillosa que había conocido. Antoine era un hombre corpulento y con gran sentido del humor, y hablaba inglés con un marcado acento francés. Al principio Sofía pensó que hablaba así para hacerla reír. Sin duda necesitaba reír cuando llegó. Pero no, su acento era genuino y Antoine disfrutaba viéndola reír.

Dominique rondaba los cuarenta. Tenía un cuerpo bien modelado, un rostro cándido y generoso, y unos grandes ojos azules que abría como platos cuando quería mostrar interés por algo. Llevaba la larga melena rubia (que, según ella misma se encargaba de anunciar, no era natural) recogida en una cola con pañuelos de lunares. Siempre con pañuelos de lunares. Dominique contó a Sofía que había conocido a Antoine gracias a un pañuelo de lunares que él le había entregado mientras hacían cola en la Ópera de París. Antoine la había visto secarse las lágrimas con la manga de su vestido de seda. Desde ese momento, ella siempre llevaba un pañuelo de lunares en recuerdo de aquel día tan importante.

Dominique hablaba en voz alta y era muy llamativa, no sólo por la forma cómo se reía, ya que sonaba como un pájaro exótico, sino también por la forma cómo vestía. Siempre llevaba pantalones anchos de brillantes colores y faldas largas que compraba en una tienda exótica llamada Arabesque, situada en la calle Motcomb de Londres.

Llevaba un anillo en todos los dedos de la mano. «Una buena arma en caso de necesidad -había dicho, antes de hablarle a Sofía de la vez en que había reventado la dentadura postiza de un asqueroso exhibicionista en la estación de metro de Knightsbridge-. Si hubiera estado bien dotado, le habría dado la mano -bromeó-. Londres es un lugar extraño, el único sitio donde me he encontrado con un exhibicionista o me he sentido amenazada. Y siempre en el metro -añadió con ironía-. Me acuerdo de un hombre, otro hombrecillo asqueroso, que apenas me llegaba al ombligo. Me miró con sus ojillos lívidos y me dijo "Voy a follarte". Así que bajé la mirada para poder verle y le dije muy seria que si lo hacía y yo me daba cuenta, iba a enfadarme muchísimo. Se quedó tan sorprendido que salió corriendo del metro en la siguiente estación como un gato escaldado.» A Dominique le encantaba ser tremenda.

Sofía estaba deslumbrada por el color violeta y azul brillante de la sombra de ojos que Dominique utilizaba para resaltar el color de sus ojos.

– ¿Qué sentido tiene usar colores naturales? -había dicho entre risas cuando Sofía le había preguntado por qué escogía colores tan vivos. Fumaba usando una larga boquilla negra como la princesa Margarita, y se pintaba las uñas de rojo intenso. Era una mujer segura de sí misma, testaruda y descarada. Sofía entendía perfectamente por qué a su madre le desagradaba, puesto que eran ésas las cualidades que Sofía admiró de inmediato. Sofía y Anna casi nunca habían estado de acuerdo en nada.

Antoine y Dominique vivían en pleno lujo y opulencia en una enorme casa blanca con vistas al lago, ubicada en el Quai de Cologny. Antoine se dedicaba a las finanzas, y su mujer escribía libros.

– Mucho sexo y asesinatos -respondió con una sonrisa cuando Sofía le preguntó sobre qué escribía. Le había regalado uno para animarla. Se titulaba «El sospechoso desnudo», y era terriblemente malo; hasta Sofía, que no era precisamente una experta en literatura, podía darse cuenta. Pero se vendía bien y Dominique siempre estaba yendo de acá para allá firmando ejemplares y concediendo entrevistas. La pareja tenía dos hijos adolescentes: Delphine y Louis.

Sofía había confiado en Dominique desde el momento en que se había mostrado comprensiva con su situación.

– ¿Sabes, querida?, hace años tuve una apasionada aventura con un italiano. Le amaba con locura, pero mis padres dijeron que no era lo suficientemente bueno para mí. Tenía una pequeña peletería en Florencia. En aquel tiempo yo vivía en París. Mis padres me habían enviado a Florencia a estudiar arte, no hombres, aunque si he de serte sincera, chérie, aprendí más sobre Italia con Giovanni que lo que habría podido aprender yendo a clase -soltó una carcajada, una risotada profunda y contagiosa-. Ahora no me acuerdo de su apellido. Ha pasado mucho tiempo. Lo que quiero decir, chérie, es que sé cómo te sientes. Estuve llorando un mes entero.

Sofía llevaba llorando más de un mes. Se había tumbado sobre el edredón blanco de damasco de Dominique una tarde de lluvia y se lo había contado todo, desde el momento en que Santi había vuelto a casa aquel verano hasta el instante en que se había despedido de ella con un beso bajo el ombú. Se había perdido en sus propios recuerdos, y Dominique se había sentado con la espalda apoyada en los almohadones sin parar de fumar, escuchando comprensiva cada una de sus palabras. Sofía no había omitido detalle al describir cómo hacían el amor sin sonrojarse. Había leído las novelas de Dominique, de manera que sabía que había muy pocas cosas que pudieran impactarla.

Dominique había apoyado a Sofía desde el principio. No entendía por qué Anna y Paco no habían dejado que la pareja se casara y tuvieran el niño. Si hubiera estado en el lugar de Anna, no se habría interpuesto. Tiene que haber algo más, pensó, echándole la culpa a Anna.

– Qué poco propio de Paco -había dicho Antoine cuando Dominique le contó la historia de Sofía.

Luego hablaron del bebé. Sofía estaba decidida a tenerlo.

– Le he hablado de él a Santi en mi carta. Será un padre adorable. Lo llevaré conmigo de vuelta a Argentina. Entonces ya no estará bajo su control. Seremos una familia y no habrá más que hablar.

Dominique estaba de acuerdo con ella. Naturalmente, no debía abortar. Valiente barbaridad. Ella ayudaría a Sofía a tener el bebé, estaría orgullosa de hacerlo. Sería su secreto hasta que Sofía decidiera que había llegado el momento de decírselo a su familia.

– Puedes quedarte el tiempo que quieras -le había dicho-. Te querré como si fueras mi propia hija.

Al principio todo había sido muy excitante. Sofía había escrito a Santi en cuanto había llegado y Dominique había escrito el sobre con su letra con gran entusiasmo. Luego se la había llevado de compras a la rue de Rive y le había comprado la última moda europea.