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– La política no es ningún juego, Fernando -le decía su padre con brusquedad-. Si te metes en líos, te costará la vida.

Fernando disfrutaba siendo el centro de atención. Por fin sus padres se habían fijado en él. Gozaba al verlos preocupados y empezó a contar historias exageradas sobre sus actividades. Casi deseaba que la policía lo arrestara para que sus padres se vieran obligados a demostrar lo mucho que les importaba por el esfuerzo y la energía que tendrían que emplear para conseguir liberarle. Mientras su padre se enfurecía, Chiquita lloraba de alivio cada vez que volvía a casa ileso. Fernando disfrutaba manipulando sus emociones; le hacía sentirse querido. Veía a Santi moverse por la casa como un espectro. Iba y venía sin hacer apenas ruido. Fernando casi no reparaba en él. Se concentró en sus estudios y se dejó barba, concentrándose también en el espejo. Cómo le había sonreído la fortuna, pensaba con júbilo, y todo gracias a Sofía. Su hermano y ella eran tal para cual.

María rompió a llorar cuando su madre le dijo que Sofía se había ido a vivir a Londres sin dejar ninguna dirección a la que escribirle.

– Es culpa mía -se lamentaba, aunque negándose en redondo a explicar por qué.

Su madre la consoló lo mejor que pudo, asegurándole que su prima terminaría por volver. Chiquita se sentía totalmente desamparada. Todos sus hijos eran terriblemente infelices. El único que siempre le sonreía y que parecía contento era Panchito.

En noviembre de 1976 Santi tenía casi veintitrés años, pero parecía mucho mayor. Había terminado por aceptar que Sofía no iba a volver. No podía entender cómo habían podido fallar las vías de comunicación entre ambos. Lo tenían todo muy bien planeado. Después de haber esperado en casa las cartas de Sofía, había pensado que quizá su padre se las quitaba al portero cuando salía del edificio cada mañana camino a la oficina, así que había empezado a levantarse temprano y a revisar el correo al alba. Pero seguía sin haber carta de Sofía. Nada.

Finalmente se había enfrentado a Anna. Al principio Chiquita le había dicho que se mantuviera apartado de su tía. Anna le había dejado bien claro que no quería verle, así que Santi obedeció el consejo de su madre y se aseguraba de no encontrarse con Anna. Pero pasados dos meses, cuando el silencio del cartero le estaba haciendo enloquecer, entró con paso firme en el apartamento de Buenos Aires y exigió saber el paradero de Sofía.

Anna estaba sentada con la cocinera, planeando los platos para las comidas de la semana siguiente, cuando Loreto apareció por la puerta del salón. Se había puesto roja y no dejaba de temblar. Anunció que el señor Santiago estaba en el vestíbulo y que quería ver a la señora. Anna le ordenó a Loreto que le dijera que no estaba, que había salido y que no volvería hasta tarde, pero la criada regresó y, entre disculpas, dijo que el señor Santiago no se iría hasta que la señora volviera a casa, incluso si tenía que pasar la noche en el suelo. Anna cedió, despidió a la cocinera y dijo a Loreto que le hiciera pasar.

Cuando Santi apareció por la puerta, parecía más una sombra que un hombre. Tenía el rostro negro de pena y los ojos lívidos de furia. Llevaba barba y se había dejado crecer el pelo. Ya no era guapo, sino que su aspecto era decadente y amenazador. De hecho, Anna pensó que se parecía mucho a Fernando, que siempre le había parecido ligeramente siniestro, incluso de niño.

– Acércate y toma asiento -dijo Anna sin alterarse, ocultando el temblor de su voz tras una acerada máscara de autocontrol.

Santi meneó la cabeza.

– No quiero sentarme. No me quedaré mucho rato. Sólo quiero que me des la dirección de Sofía y me marcharé.

– Escúchame bien, Santiago -dijo Anna con aspereza-. ¿Cómo te atreves a pedirme la dirección de mi hija cuando eres tú el hombre que le robó la virtud?

– Sólo dámela y me marcharé -repitió, decidido a evitar una escena. Conocía bien a su tía. Había hecho llorar a su madre en más de una ocasión-. Por favor -añadió intentando ser cortés.

– No te daré su dirección porque no quiero que se vuelvan a ver ni a comunicarse. ¿Qué es lo que esperas, Santiago? -dijo con absoluta frialdad mientras se pasaba la mano por el brillante pelo rojo que llevaba recogido en un moño en la nuca-. No creerás que puedes casarte con ella, ¿verdad? ¿Es eso lo que quieres?

– ¡Dámela, maldita seas! No es asunto tuyo a quién ella decida ver -soltó, perdiendo la compostura.

– ¿Cómo te atreves a hablarme así? Sofía es mi hija. Era sólo una niña… una menor. ¿Cómo crees que me siento? Le has robado la inocencia -le acusó furiosa, levantando la voz.

– ¿Que yo le he robado la inocencia? Dios mío, tú siempre tan melodramática, Anna. Ni siquiera eres capaz de imaginar que Sofía disfrutaba de ello, ¿verdad?

El rostro de Anna se retorció en una mueca nerviosa.

– Pues, sí, Anna. Sofía disfrutaba, disfrutaba de cada momento porque me ama y porque yo la amo. Hacíamos el amor, Anna, el amor. No era ese sexo sórdido y asqueroso que imaginas, sino un amor precioso para ambos. No espero que lo entiendas, no creo que seas capaz de disfrutar del amor como Sofía. Estás demasiado reseca por la amargura y por el resentimiento. Está bien, no me des su dirección si no quieres. Pero la encontraré. La encontraré y con ella a Sofía, y me casaré con ella en Europa y no volveremos nunca. Entonces te arrepentirás de haberla alejado de aquí.

No esperó a que Anna le ordenara que se marchara. Salió de allí a toda prisa dando un portazo. Después de una breve discusión, Chiquita y Paco le reprendieron por su comportamiento, y Paco tuvo con él unas palabras, aunque no perdió los nervios en ningún momento, y le explicó por qué no podía escribir a Sofía. Santi estaba demasiado deshecho para percibir el dolor que no disimulaban los ojos de su tío. Tampoco se dio cuenta de que los cabellos de Paco se habían teñido de gris, un color que le había ido despojando del brillo que durante los tiempos felices había distinguido el tono dorado de su piel. Eran dos hombres rotos, pero Santi no podía darse por vencido. Sofía le había pedido que no lo hiciera.

Durante dos años y medio se había atormentado imaginando posibles escenarios. Quizá Sofía hubiera escrito y su carta se hubiera perdido. ¿Y si hubiera estado esperando a que él le contestara? Oh, Dios, ¿y si de verdad le había escrito? La preocupación le sumió en un estado de absoluta desesperación hasta que María fue incapaz de seguir soportando el sentimiento de culpa que la embargaba y confesó.

Era una noche oscura. Lloviznaba. Santi estaba en el balcón, mirando las ruidosas calles de la ciudad, once pisos por debajo de él. Como en un sueño, observaba sin parpadear cómo el mundo seguía su curso, totalmente ajeno a su dolor. María salió al balcón y se unió a él con los labios pálidos y temblorosos. Sabía que tenía que decírselo. Si no lo hacía, Santi era capaz de dejarse morir y ella no podría perdonárselo nunca. Se quedó al lado de su hermano y miró los coches que iluminaban la calle a su paso, tocando la bocina sin razón aparente, como suelen hacer los argentinos. Se giró para ver el sombrío perfil de Santi que seguía sin apartar la vista de la calle y que al parecer no se había percatado de su llegada. Ni siquiera imaginaba que estaba a punto de confesarle su peor secreto.

– Santi -dijo, pero le falló la voz y de sus labios apenas salió un susurro.

– Déjame en paz, María. Quiero estar solo -dijo, sin apartar la mirada del gran abismo que se abría ante sus ojos.

– Necesito hablar contigo -insistió María, esta vez poniendo mayor énfasis en sus palabras.

– Entonces habla -soltó él sin el menor atisbo de amabilidad, aunque sin intención de resultar grosero. La infelicidad le había vuelto insensible a los sentimientos de los demás, como si fuera él el único que sufría.