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– ¿Por qué?

– Porque las chicas no juegan en los partidos.

– Bueno, siempre hay una primera vez -le soltó, desafiante-. Creo que papá terminará por dejarme.

– No en la Copa Santa Catalina. Hay mucho orgullo en juego en ese partido, Chofi. De todas formas, Agustín es el cuarto.

– Sabes que puedo jugar tan bien como Agustín.

– No, no lo creo, pero si acabas jugando no será por nada que tenga que ver con la magia. Juego sucio, manipulación…, ése es más tu estilo. Tienes al pobre Paco bailando en tu mano y ni siquiera se ha enterado.

– Todo el mundo baila en la mano de Sofía, Santi -se rió María, sin el menor deje de envidia.

– Excepto mamá.

– Estás perdiendo tu encanto, Chofi.

– Sofía nunca tuvo el más mínimo encanto sobre Anna.

La Copa Santa Catalina era el partido anual de polo que se jugaba contra La Paz, la estancia vecina. Las dos estancias habían sido rivales durante años, incluso generaciones, y el año anterior Santa Catalina había perdido por sólo un gol. Los primos que vivían en Santa Catalina, que eran muchos, jugaban al polo casi todas las tardes durante el verano, del mismo modo que los primos de Anna jugaban al hurling en Glengariff. Paco, el padre de Sofía, y Miguel, su hermano mayor, se interesaban al máximo y forzaban a los chicos a que mejoraran su juego. Santi ya tenía un hándicap de seis goles, lo cual era excelente puesto que el hándicap máximo era de diez goles y había que ser muy buen jugador para poder acceder a un hándicap. Miguel estaba tremendamente orgulloso de su hijo y apenas se molestaba en esconder su favoritismo.

Fernando, el hermano mayor de Santi, sólo tenía un hándicap de cuatro goles. A Fernando le irritaba que su hermano pequeño le ganara en todo. Y aún resultaba más humillante no sólo que fuera mejor atleta, sino que fuera superior a él y además cojo. Tampoco le había pasado inadvertido que Santi no era solamente la niña de los ojos de sus padres, sino el ojo entero. Así que deseaba que su hermano fallara. De noche rechinaba los dientes de tanto desearlo, pero Santi parecía invencible. Encima el maldito dentista le había dado un espantoso molde que tenía que ponerse en la boca todas las noches para salvar los dientes, un nuevo clavo que Santi había felizmente clavado en su ataúd.

Por su parte, Sofía tenía dos hermanos mayores, Rafael y Agustín, que completaban el cuarteto que formaba el equipo. Rafael también tenía un hándicap de cuatro goles, y Agustín de dos. A Sofía, para su enfado, no la incluían.

A Sofía le habría gustado ser un niño. Odiaba los juegos de las niñas y había crecido siguiendo a los niños por todas partes con la esperanza de que la incluyeran en su grupo. Santi siempre dejaba que se uniera a ellos. Siempre le había dedicado parte de su tiempo para ayudarla con el polo e insistía para que practicara con los chicos, incluso cuando tenía que hacer frente a la fiera oposición de su hermano y de sus primos, quienes odiaban jugar al polo con una niña, sobre todo si la niña en cuestión jugaba mejor que alguno de ellos. Santi argüía que sólo dejaba que Sofía participara para mantener la paz.

– Podías llegar a ser muy exigente. Era más sencillo darse por vencida -le dijo Santi en una ocasión. Santi era su primo favorito. Siempre la había defendido. De hecho, para ella era mejor hermano que Rafael y que el desgraciado de Agustín.

Santi tiró su navaja a Sofía.

– Adelante, pide tus deseos -dijo, perezoso, sacando un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa-. ¿Quieres uno, Chofi?

– Claro, por qué no.

Sacó uno, lo encendió y, después de darle una larga chupada, se lo pasó a su prima. Sofía subió a una rama más alta con la pericia de un mono venezolano y se sentó cruzando las piernas, revelando sus bronceadas rodillas a través de los tajos deshilachados de sus vaqueros.

– Veamos, ¿qué puedo pedir esta vez? -suspiró, abriendo la navaja.

– Asegúrate de que sea un deseo inalcanzable -le aconsejó Santi, echando un vistazo hacia donde estaba tranquilamente sentada su hermana, que a su vez miraba a su prima con declarada admiración. Sofía dio una chupada al cigarrillo antes de espirar el humo con asco.

– Eh, devuélveme mi pucho si no eres capaz de fumar correctamente. No lo malgastes -dijo Santi, irritado-. Ni te imaginas lo mucho que me ha costado conseguirlos.

– No mientas. Encarnación te los consigue -replicó despreocupada Sofía mientras empezaba a grabar su deseo en la corteza. La madera blanda salía fácilmente después del corte inicial, y las pequeñas virutas caían como si fueran de chocolate.

– ¿Quién te lo ha dicho? -preguntó, acusador.

– María.

– Yo no quería… -empezó María, con tono culpable.

– En fin, Santi, qué más da. De todas formas, te guardaremos el secreto -dijo Sofía, ahora más interesada en su deseo que en la riña que estaba a punto de estallar entre hermano y hermana.

Santi inspiró profundamente, sosteniendo el cigarrillo entre el índice y el pulgar mientras miraba a Sofía dibujar en la corteza. Había crecido con ella y siempre la había considerado como una hermana, junto con María. Fernando no estaba de acuerdo con él. Para él Sofía, en el mejor de los casos, no era más que una molestia. La expresión de Sofía era ahora de condensada concentración. Tenía una piel hermosa, decidió Santi. Era una piel suave y morena como la mousse de chocolate con leche de Encarnación. Su perfil revelaba cierta arrogancia, quizá era la forma en que la nariz se elevaba en la punta, ¿o sería por la fuerza de su barbilla? Le gustaba su forma de ser: era desafiante y difícil. Sus almendrados ojos marrones podían pasar de la suavidad a la autoridad en un parpadeo, y cuando se enfadaba se oscurecían, pasando del castaño a un intenso color rojizo oscuro que jamás había visto en otros ojos. Nadie podía decir de ella que fuera una chica fácil de convencer. Ésa era una cualidad que Santi admiraba en ella. Sofía tenía un carisma que atraía a la gente, aunque a veces, si se acercaban demasiado, terminaban pillándose los dedos. Él disfrutaba viendo cómo eso ocurría desde su posición de privilegio. Siempre estaba ahí para recibirla cuando las amistades de Sofía se torcían.

Después de un rato Sofía volvió a sentarse y sonrió con orgullo mientras contemplaba su obra de arte.

– ¿Y bien? ¿De qué se trata? -preguntó María, inclinándose sobre la corteza para poder ver mejor.

– ¿No lo ves? -replicó indignada Sofía.

– Lo siento, Sofía, pero no, no lo veo -contestó María.

– Es un corazón de enamorados. -Miró a María directamente a los ojos y ésta le devolvió la mirada a la vez que fruncía, interrogante, el ceño.

– ¿Ah, sí?

– Qué típico, ¿no? ¿Quién es el afortunado? -preguntó Santi, que había vuelto a dejarse caer sobre su rama y columpiaba letárgicamente los brazos y las piernas en el aire.

– No pienso decirlo. Es un deseo -contestó Sofía, bajando la mirada con timidez.

Sofía rara vez enrojecía, pero en los últimos meses había empezado a sentirse diferente con respecto a su primo. Cuando Santi la miraba a los ojos con esa intensidad tan propia de él, ella notaba que se le subían los colores y que el corazón saltaba en su pecho como un grillo sin razón aparente. Admiraba a su primo, lo veneraba, lo adoraba. De repente a su rostro le había dado por sonrojarse. No tenía nada que ver con ella, no había sido consultada, simplemente ocurría. Cuando se quejó a Soledad de que se ponía roja cuando hablaba con los chicos, la criada se echó a reír y le dijo que eso era parte de hacerse mayor. Sofía esperaba superarlo igual de rápido. Reflexionaba sobre estas nuevas sensaciones con curiosidad y regocijo, pero Santi estaba a kilómetros de distancia, espirando humo como un piel roja. María cogió el cuchillo y grabó con él un pequeño sol.