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– A mí que me den la Toscana -gimoteaba-, donde pueda ver el sol y el cielo.

– Oh, cállate ya, Marcello. No seas tan italiano -murmuró Maggie, engullendo una porción de tarta de chocolate.

– Cuidadito, cariño. Le quiero precisamente porque es italiano -dijo Antón, dejando que su novio se acurrucara contra él en busca de calor.

– Marcello tiene razón -dijo Daisy cordial-. Míranos. Los únicos que estamos en la playa somos ingleses. Qué ridículos, aquí sentados con esta lluvia y este frío como si estuviéramos en el sur de Francia.

– Por eso ganamos la guerra, cariño -replicó Maggie, intentando encender un cigarrillo a pesar del viento. Cada vez que encendía una cerilla se le apagaba-. Oh, por el amor de Dios. Antón, Sofía, me da igual cuál de los dos, encendedme un maldito cigarrillo antes de que pierda la paciencia.

– No combatiste en la guerra, Maggie -dijo Antón echándose a reír-. Ni siquiera puedes encender un cigarrillo.

Se puso el cigarrillo en la boca y, protegiéndose del viento, lo encendió.

– Me sorprendes, Antón -le soltó Maggie con guasa-. Tienes más de mujer que de hombre. Estás muy callada, Sofía. ¿Te ha comido la lengua el gato?

Maggie miró a Sofía, que estaba acurrucada encima de una toalla mojada. En sus pálidos labios azulados, que no dejaban de tiritar de frío, se dibujó una tímida sonrisa.

– Siento decirles que estoy de acuerdo con Marcello. Estoy acostumbrada a las playas de Sudamérica -dijo sin conseguir que sus dientes dejaran de castañetear.

– Vaya par -sonrió Maggie-. De todas formas os hará bien. Una buena dosis de fortaleza inglesa. Esa es la razón de que nuestros ejércitos sean los mejores del mundo. Fortaleza. Nadie supera a los ingleses en eso.

– Bueno, sin duda tú la tienes, Maggie -soltó Daisy sin poder contener la risa-. Sofía, apuesto a que nunca imaginaste que hoy estarías aquí cuando estabas tomando el sol en esas calurosas playas de Sudamérica.

– Tienes toda la razón del mundo -respondió Sofía. Al menos no había nada en Devon que le recordara a su país. En aquellas playas frías y tristes estaba en un mundo totalmente distinto.

La Navidad de 1975 fue mucho más alegre que la del año anterior. Sofía pasó diez días con Dominique y con Antoine en su chalet de Verbier. Delfine y Louis habían invitado a algunos amigos, y una vez más el chalet vibró con los chillidos de felicidad y sorpresa a medida que se abrían los regalos y se jugaba a los juegos de mesa. Las luces de Navidad brillaban en el aire helado y las campanas resonaban por todo el valle. El clima parecía suspendido en un limbo mágico en el que el sol resplandecía a diario contra un límpido cielo azul que se nubló justo después de que Sofía se hubiera marchado a Londres. A su vuelta, la noche de Fin de Año le tenía preparada una sorpresa que jamás habría imaginado.

Daisy había sugerido que fueran a un club del Soho «al que van todos los actores». Como a Sofía le encantaba el teatro, pensó que era una buena idea y se compró una falda de patchwork y un sombrero de terciopelo en el mercadillo de Portobello Road. Se los pondría con unas botas de piel que había comprado con Dominique en Ginebra. No tenía mucho dinero, ya que con su sueldo era casi imposible poder ahorrar algo, pero decidió que merecía darse un pequeño lujo, un pequeño regalo que simbolizara el principio de una era nueva, y más positiva.

El club estaba abarrotado de gente animadísima que huía del frío de la calle. Las dos chicas consiguieron dos asientos en la barra cuando una pareja visiblemente exasperada porque no conseguían que los atendieran se fue del local. Sofía y Daisy miraron a su alrededor y reconocieron al menos a dos actores y a un presentador de televisión. Gracias a su juventud y belleza, no tuvieron la menor dificultad para que las atendieran. El barman se pasó la mano por el pelo, un pelo negro y largo que llevaba atado con una cola, y apareció frente a ellas con una amplia sonrisa en los labios.

A las doce menos cuarto Daisy estaba flirteando descaradamente con un sudoroso escultor que sin duda había bebido demasiado. Babeando después de haber visto el pronunciado escote de Daisy, se la había llevado a toda prisa al otro extremo del bar. Sofía sonrió a su amiga y meneó la cabeza. A Daisy no parecía importarle demasiado quién la besara siempre que el tipo en cuestión la invitara a una copa y le prestara un poco de atención. Sofía se quedó tranquilamente sentada mirando a la gente que tenía alrededor. Todos parecían felices, pero no le importó estar sola. Ya se había acostumbrado.

– ¿Puedo invitarte a una copa?

Sofía se giró y se encontró con un hombre guapo y corpulento que estaba sentándose en el asiento de al lado. Le reconoció de inmediato. Le había visto en la obra de teatro que había ido a ver hacía unas semanas. Había sido el actor principal en Hamlet, papel que había desempeñado con gran arrojo. Personalmente, a Sofía le parecía que tendía un poco a la sobreactuación, pero pensó que él no iba a apreciar sus consejos en aquel preciso instante. Asintió y pidió otro gintónic. Él levantó la mano y llamó al barman con maestría, que acudió de inmediato.

– Un G.T. para mi amiga y un whisky para mí -dijo. Luego se giró hacia ella, apoyando el codo en la barra.

– Mi abuelo solía beber whisky -dijo Sofía.

– Buena elección.

– De hecho, le enterraron con su «botella de licor» -añadió, imitando su acento irlandés.

– ¿Por qué?

– Porque tenía miedo de que los duendes se la robaran -explicó entre risas. Él la miró y rió entre dientes. Sin duda, aquella chica no se parecía a ninguna de las que había conocido hasta entonces.

– ¿Eres irlandesa?

– Mi madre es irlandesa. Mi padre es argentino.

– ¿Argentino?

– Sí, pero de sangre española.

– ¡Dios! -exclamó-. ¿Qué te ha traído hasta aquí?

– Es una larga historia -le contestó en un intento de dar por zanjado el tema.

– Me gustaría oírla.

Seguían sentados, intentando entenderse a pesar del volumen de la música. Si él no hubiera acercado su taburete al de ella y se hubiera inclinado hacia Sofía para oírla mejor, tendrían que haberse gritado. Se presentó como Jake Felton. Hablaba con un exquisito acento inglés y tenía una voz fuerte y dominante.

– Sofía Solanas -le dijo ella.

– Sería un buen nombre para una actriz. Y tú serías una actriz fantástica -dijo con aire experto, dejando que sus ojos devoraran sus generosos rasgos.

– He visto tu obra.

– ¿De verdad? -exclamó y sonrió-. ¿Te gustó? Si no te gustó, no me lo digas -añadió jovial.

– Sí, me gustó. Pero recuerda que soy extranjera y que hay muchas palabras del inglés que no entiendo.

– No te preocupes, hay muchos ingleses que tampoco entienden a Shakespeare. ¿Vendrás a verme otra vez? Empiezo una nueva obra en febrero en el Old Vic.

– Puede -dijo Sofía tímidamente antes de terminar su copa.

Cuando anunciaron la medianoche con un: cinco, cuatro, tres, dos, uno: ¡FELIZ AÑO NUEVO!, todos levantaron sus copas y besaron a sus parejas. Jake le puso la mano en la cara y la besó. Le habría besado en los labios si ella no se hubiera girado para ofrecerle la mejilla. Cuando él le preguntó si podía volver a verla, Sofía le dio su teléfono.