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– Deseo que se me bendiga con una vida larga y feliz -dijo.

– Ese es un deseo un poco raro -se burló Sofía, arrugando la nariz.

– No des nunca nada por hecho, Sofía -dijo María, poniéndose seria.

– Oh, Dios, has estado escuchando a mi delirante madre. ¿Y ahora vas a besar tu crucifijo? -María se echó a reír cuando Sofía puso cara de piadosa y se persignó irreverentemente.

– ¿No vas a pedir un deseo, Santi? ¡Venga, es una tradición! -insistió Sofía.

– No, eso es cosa de niñas -respondió él.

– Como gustes -dijo Sofía, tumbándose sobre el tronco-. Mmm, ¿sienten el olor a eucalipto? -Una brisa satinada le acarició las mejillas acaloradas, trayendo consigo el inconfundible aroma medicinal del eucalipto-. ¿Saben una cosa? De todos los olores del campo, éste es el que más me gusta. Si estuviera perdida en el mar y me llegara este olor, lloraría por volver a casa. -Y suspiró melodramáticamente.

Santi inspiró hondo y a continuación espiró anillos de humo por la boca.

– Estoy de acuerdo, siempre me recuerda al verano.

– A mí no me llega el olor a eucalipto. Lo único que me llega es el humo del Marlboro de Santi -soltó María con una mueca, ahuyentando el humo con la mano.

– Bueno, entonces no te sientes en la dirección del viento -se quejó Santi.

– ¡No, Santi, eres tú el que estás sentado en dirección contraria al viento!

– ¡Mujeres! -suspiró Santi, a la vez que su pelo rubio rojizo formaba alrededor de su cabeza algo semejante a una de esas misteriosas auras sobre las que deliraba la Vieja Bruja del pueblo. Al parecer todo el mundo tenía una, todos excepto los más malvados. Los tres se agarraron a las ramas como gatos, buscando en silencio las primeras estrellas en el cielo crepuscular.

Los ponis relincharon y patearon, cansinos, bajo el ombú, apoyándose ahora en las patas traseras, ahora en las delanteras, para darles descanso. Ahuyentaban pacientemente con la cabeza las nubes de moscas y de mosquitos que se arracimaban a su alrededor. Por fin María sugirió que era hora de volver.

– Pronto se hará de noche -dijo, ansiosa, a la vez que montaba su poni.

– Mamá me matará -suspiró Sofía, previendo la furia de Anna.

– Supongo que volveré a cargármelas -gruñó Santi.

– Bueno, Santiago, tú eres el adulto, se supone que eres tú quien debe cuidar de nosotras.

– Con tu madre en pie de guerra, Chofi, me parece que no quiero esa responsabilidad.

Anna era famosa por su genio.

Sofía montó de un salto sobre su poni y con mano experta lo guió por la oscuridad.

De vuelta en el rancho, dejaron los ponis en manos del viejo José, el mayor de los gauchos, que había estado apoyado contra la verja sorbiendo mate con una bombilla de plata decorada, esperando con la paciencia de alguien para quien el tiempo significa poco. Meneó su cabeza gris con amable desaprobación.

– Señorita Sofía, su madre lleva toda la noche buscándola -la reprendió-. Estos son tiempos peligrosos, niña, debe tener cuidado.

– Oh, querido José, no debería preocuparse tanto, ya sabe que me las arreglo muy bien sola -y sin dejar de reír salió corriendo tras María y Santi, que ya caminaban hacia las luces.

Como era de esperar, Anna estaba furiosa. Como una caja de sorpresas, en cuanto vio a su hija se levantó de un salto, agitando los brazos como si fuera incapaz de controlarlos.

– ¿Dónde demonios estabas? -inquirió, a la vez que el color de la cara se confundía amenazadoramente con el rojo de sus cabellos.

– Salimos a cabalgar y no nos dimos cuenta de la hora. Lo siento.

Agustín y Rafael, sus hermanos mayores, se estiraron en los sofás y sonrieron con ironía.

– ¿A qué vienen esas sonrisas? Agustín, no te metas donde no te llaman. Esto no tiene nada que ver contigo.

– Sofía, eres un sapo mentiroso -dijo Agustín desde el sofá.

– Rafael, Agustín, no estoy de broma -los reprendió su madre, totalmente exasperada.

– A tu cuarto, señorita Sofía -añadió Agustín por lo bajo. Anna no estaba de humor para sus chistes y miró a su marido en busca de apoyo, pero Paco volvió a sus hijos y a la Copa Santa Catalina. El abuelo O'Dwyer, que no habría sido de ninguna ayuda, roncaba sin disimulo en el sillón de la esquina. Así que Anna, como de costumbre, se vio obligada a asumir el papel de mala. Se volvió hacia su hija y con un suspiro propio de una experta mártir, la envió a su habitación sin cenar.

Sofía salió del salón sin perder la calma y se dirigió tranquilamente a la cocina. Como esperaba, Soledad estaba a punto, armada con empanadas y un humeante bol de sopa de calabaza.

– Paco, ¿por qué no me ayudas? -preguntó Anna con gesto cansado a su esposo-. ¿Por qué siempre te pones de su parte? No puedo hacer esto sola.

– Mi amor, estás cansada. ¿Por qué no te acuestas temprano? -Paco alzó la vista para mirar el rostro severo de su mujer. Buscó en sus rasgos a la suave jovencita con la que se había casado y se preguntó por qué tenía tanto miedo de mostrarse tal cual era. En algún punto del camino Anna se había dado por vencida, y él se preguntaba si en algún momento volvería a recuperarla.

La cena fue de lo más incómodo. Anna mantuvo en todo momento una expresión tensa en señal de desafío. Rafael y Agustín siguieron hablando del partido de polo del día siguiente con su padre como si ella no estuviera presente. Se habían olvidado de la ausencia de Sofía. Su asiento vacío en la mesa de la cena se estaba convirtiendo en algo habitual.

– Es a Roberto y Francisco Lobito a quien tenemos que vigilar -dijo Rafael, hablando con la boca llena. Anna lo miraba, dubitativa. Aunque con veintitrés años ya cumplidos, era demasiado mayor para que su madre le fuera diciendo lo que tenía que hacer.

– Marcarán a Santi muy de cerca -dijo Paco, alzando la vista desde la seriedad de su frente-. Es nuestro mejor jugador, lo que significa que la responsabilidad de ustedes será mayor. ¿Entienden? Agustín, vas a tener que concentrarte en serio, concentrarte de verdad.

– No te preocupes, papá -intervino Agustín, alternando la mirada de sus ojillos marrones entre su padre y su hermano en un intento por probar su sinceridad-. No los defraudaré.

– Más te vale, de lo contrario tu hermana jugará en tu lugar -dijo Paco a la vez que veía a Agustín clavar la mirada en el plato. Anna suspiró profundamente y meneó la cabeza, pero Paco no le hizo caso. Ella arrugó los labios y siguió comiendo en silencio. Había aceptado que Sofía jugara al polo con sus primos, pero como algo privado entre la familia. «Sobre mi cadáver jugará mi hija un partido en presencia de la familia Lobito de La Paz», pensó, colérica.

Mientras tanto Sofía se relajaba en un baño caliente coronado de burbujas blancas y brillantes. Apoyó la cabeza contra la bañera y dejó que su cabeza se concentrara en Santi. Sabía que no debía pensar en su primo de esa manera. El padre Julio le haría rezar veinte Ave Marías si supiera los pensamientos lascivos que henchían de deseo sus partes más íntimas. Su madre se santiguaría y diría que un enamoramiento así no era natural. Para Sofía era la cosa más natural del mundo.

Imaginaba que Santi la besaba, y se preguntaba cómo sería. Nunca había besado a nadie. Bueno, había besado a Nacho Estrada en el patio del colegio porque había perdido una apuesta, pero no había sido un beso de verdad. No el tipo de beso que se dan dos personas que se quieren. Cerró los ojos e imaginó el rostro cálido y meloso de su primo a un palmo del suyo, sus labios carnosos y sonrientes abriéndose apenas antes de tocar los suyos. Imaginó sus ojos verde oscuro clavados en los suyos, llenos de amor. Pero no podía ir más allá porque no estaba segura de lo que pasaría después, de manera que rebobinó la cinta y empezó de nuevo hasta que el agua del baño se hubo enfriado y las yemas de los dedos parecían la piel de una vieja iguana arrugada.