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Sofía recordó el tono flemático con que le había hablado. David era un hombre pragmático, pero había calidez en su modo de expresarse. Sonrió al recordarle. La verdad es que era una buena idea, pero Jake jamás lo permitiría. No la dejaría irse a trabajar al campo. Era demasiado posesivo. Y él era lo que único que tenía.

En abril, cuando hacía ya un par de meses que la obra estaba en cartel, Sofía abrió la puerta del camerino de Jake y se lo encontró de pie contra la pared, en plena acción con Mandy Bourne, la actriz principal de la obra. Se había bajado los pantalones, y lo que más tarde recordaría Sofía era su trasero blanquecino embistiendo brutalmente a una sudorosa y despeinada Mandy, que todavía llevaba el vestido del siglo dieciocho que usaba en escena. Sofía se había quedado ahí parada un par de minutos sin que la vieran. Mandy gruñía como una cerda hambrienta con el rostro desdibujado en una mueca de dolor, aunque a tenor de los chillidos que soltaba entre gruñido y gruñido, a Sofía le quedó bien claro que lo estaba pasando en grande. Jake no paraba de murmurar: «Te quiero, te quiero» al ritmo de sus embestidas, y parecía estar llegando al moment critique cuando Mandy abrió los ojos y se puso a gritar. Jake hundió la cara en los blandengues pechos de Mandy y exclamó «¡Mierda!» cuando vio a Sofía mirándole desde la puerta. Mandy había salido corriendo bañada en lágrimas.

No hubo disculpas, tampoco penitencia. Jake le echó la culpa a Sofía, diciéndole que se había acostado con Mandy porque no había manera de hacerla suya.

– ¡Tú no me quieres! -le gritó acusador.

Sofía se limitó a responderle:

– Primero tendría que confiar en ti.

Cuando salió del teatro lo hizo por última vez. No pensaba volver a ver a Jake Felton. Cogió el teléfono con la esperanza de que David Harrison recordara la oferta que le había hecho en febrero.

– ¿Nos dejas? -chilló Antón desesperado-. ¡No podré soportarlo!

– Voy a abrir una granja de sementales para David Harrison -les explicó.

– Qué hombre tan retorcido -soltó Maggie, dándole una chupada a su cigarrillo.

– Oh, Maggie, no tiene nada que ver con lo que estás pensando. Aunque tenías razón respecto a Jake Felton. ¡Hombres! No sirven para nada.

– Ooh, no. Ya veo que no te has enterado. Maggie tiene novio, ¿verdad, nenita? Es un cliente. Me parece que sus polvos mágicos por fin han funcionado.

En la cara de Maggie se dibujó una sonrisa de satisfacción.

– Bien hecho, Maggie. Oh, Dios, no sabéis lo que me duele dejaros -dijo Sofía-, pero no estaré todo el tiempo en Lowsley. Estaremos en contacto.

– Más te vale. De todas formas, nos enteraremos de todos los chismes por Daisy. No te olvides de invitarnos a la boda.

– Maggie -se rió Sofía-. Es demasiado viejo.

– Cuidadito, cariño. Yo también he pasado de los cuarenta -replicó. Luego añadió con voz ronca-: Ya veremos.

Daisy quedó deshecha cuando se enteró de que Sofía se iba, no sólo porque iba a echar de menos a su amiga, sino porque, si a Sofía le iban bien las cosas, tendría que encontrar a alguien con quien compartir el piso. No quería vivir con nadie más. Sofía y ella se habían hecho casi hermanas.

– Entonces, ¿si te gusta te mudarás allí definitivamente? -preguntó, horrorizada ante la idea de que alguien quisiera quedarse a vivir en el campo, por lujosa que fuera la casa.

– Sí, me encanta el campo. Lo echo de menos -dijo Sofía. Lowsley había despertado en ella la afinidad que siempre había sentido con la naturaleza. Ya no soportaba el olor de la ciudad.

– Voy a echarte de menos. ¿Quién te hará las uñas? -preguntó Daisy, mostrándole, gruñona, el labio inferior.

– Nadie. Me las volveré a morder.

– Ni se te ocurra. Con lo bonitas que las tienes ahora.

– Voy a tener que trabajar con las manos en el campo, así que ya no voy a necesitar llevar las uñas cuidadas -se rió Sofía alegremente, anticipando los días llenos de caballos y perros y aquellas interminables colinas verdes. Las dos chicas se fundieron en un abrazo.

– No dejes de llamar a menudo y de venir a verme. No quiero que perdamos contacto -dijo Daisy, amenazando con el dedo a su amiga para ocultar la tristeza que la embargaba. Sofía estaba acostumbrada a irse de los sitios, a cambiar de gente y a hacer nuevos amigos. Había acabado por acostumbrarse. Se había adiestrado para desconectar sus emociones a fin de evitar el dolor, de manera que prometió a Daisy que la llamaría todas las semanas, y luego se marchó, siguió adelante con su vida. Como una nómada, miraba hacia delante, a la nueva aventura sin aferrarse demasiado a los lazos emocionales que la unían a los seres que dejaba atrás.

En cuanto Sofía estuvo felizmente instalada en una pequeña casa en Lowsley, se dio cuenta de que no le importaría en absoluto no tener que volver a Londres. Había echado de menos el campo más de lo que creía, y ahora que lo había recuperado no pensaba volver a perderlo. Hablaba con Daisy a menudo y se reía con los últimos chismes sobre Maggie. Sin embargo, no tenía mucho tiempo para pensar en sus viejos amigos. Estaba demasiado ocupada en volver a levantar la granja de sementales de David. Él le había dicho que podía supervisar el trabajo, pero Sofía no tenía la menor intención de limitarse a supervisar. Deseaba implicarse al máximo, y lo que no supiera tendría que aprenderlo.

Se enteró por la señora Berniston que cuando Ariella se marchó y cerraron los establos, tuvieron que despedir a Freddie Rattray, conocido como Rattie. Rattie había sido el encargado de la granja. Era él quien cuidaba de los potros y de la granja en general. Según le dijo la señora Berniston, Rattie era un experto.

– No encontrará a uno mejor -le había dicho.

Sofía no tardó en localizar y contratar a Rattie y a Jaynie, su hija de dieciocho años, con la ayuda de la señora Berniston, que se escribía con frecuencia con Beryl, la mujer de Rattie. Como Beryl había muerto recientemente, Freddie se mostró ansioso por volver a Gloucestershire y retomar su antigua vida.

Cuando David volvía al campo los fines de semana, era recibido por la amplia sonrisa y el contagioso sentido del humor de Sofía. Sofía siempre iba en vaqueros y camiseta, y a menudo llevaba el viejo jersey beige, que él le había prestado y que ella nunca le había devuelto, anudado a la cintura. El aire del campo le había cambiado el color de la cara. Ahora tenía la piel brillante y saludable y llevaba la melena suelta sobre los hombros en vez de recogérsela como antes. Le brillaban los ojos, y su desbordante energía hacía que David se sintiera más joven en su presencia. Él esperaba ansioso que llegara el fin de semana para poder estar con ella, y se le caía el alma a los pies cuando tenía que prepararse para volver a Londres los domingos por la tarde. Estaba encantado con los progresos del trabajo de Sofía en la granja, así como con su relación con Rattie, al que ella adoraba:

– No puede ser más inglés. Es como un gnomo salido de un cuento de hadas -decía Sofía.

– No creo que a Rattie le haga mucha gracia esa descripción -apuntó David riéndose entre dientes.

– Oh, no le importa. A veces le llamo «el gnomo» y él sonríe.

Creo que está tan feliz de haber vuelto que podría llamarle cualquier cosa.

Rattie también era un gran jardinero y David se quedó boquiabierto al ver la transformación que habían sufrido los jardines en el poco tiempo que había pasado desde que los había contratado. Sofía era incansable. Se levantaba a primera hora de la mañana y se preparaba el desayuno en la casa grande, ya que la señora Berniston, que iba a cocinar y a limpiar tres veces por semana, le había sugerido que hiciera uso de la cocina del señor Harrison puesto que la nevera estaba siempre llena. Después de desayunar, sacaba a dar un paseo a uno de los caballos por las colinas antes de empezar con las tareas diarias en los establos.