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– Oh, no fui yo quien se la devolvió, fue ella misma. Una vez que se recuperó del shock me habló de su casa y se sintió mejor -dijo de manera poco convincente, y se estremeció. Zaza iba a darse cuenta de que les estaba mintiendo.

– Ahá. Bueno, Gonzalo y ella podrán conocerse sin que nosotros, los adultos, estemos ahí vigilando cada uno de sus movimientos. Jóvenes -suspiró-, ojalá pudiera volver a la juventud.

A David se le cayó el alma a los pies. Tenía casi veinte años más que Sofía. ¿En qué estaba pensando? Zaza tenía razón, Gonzalo era mucho mejor pareja para ella que él. Quizá Sofía se diera cuenta de eso en los Cotswolds. Hacía meses que no veía a un joven de su edad. Hablará de su casa y se dará cuenta de que su sitio está en Argentina, pensó entristecido. Todavía podía sentir los labios de Sofía en los suyos, sentía su sabor en la boca. ¿Se había aprovechado de ella en un momento de debilidad? No debería haberse permitido besarla, debería haberse reprimido. Al fin y al cabo, se suponía que de los dos él era el responsable.

David cambió de tema e hizo lo imposible por volver a hablar con normalidad, pero tenía un nudo en la garganta y sus palabras carecían de su habitual optimismo. Zaza percibió el dolor que había en sus ojos y supo que había ido demasiado lejos. Siempre había amado a David. Incluso a pesar de ser perfectamente feliz con Tony, siempre había reservado una parte de ella para David. Había hablado por boca de una mujer celosa y se odiaba por ello. Intentó animar a David contando historias divertidas, pero apenas logró hacerle sonreír. Miró al reloj que había sobre la repisa de la chimenea y deseó con todas sus fuerzas que Sofía volviera y tranquilizara a su anfitrión.

Gonzalo era un buen jinete. Sofía observó cómo se sentaba sobre la silla con ese gracejo tan típicamente argentino, esa seguridad, esa odiosa arrogancia, y el corazón le dio un vuelco. Hablaban en español. Pasado un rato ella hablaba a toda prisa y visiblemente excitada, moviendo las manos con la expresividad propia de los latinos. De repente se sintió liberada de la obligación de tener que ocultar su verdadero ser. Volvía a sentirse argentina, y el sonido de su voz, volver a sentir esas palabras en la lengua, la hacían inmensamente feliz.

Gonzalo era un chico muy divertido. Le contaba historias que la hacían reír. Se cuidó mucho de no preguntarle por su familia, y ella tampoco soltó ninguna información al respecto. Parecía más cómoda escuchándole hablar a él. De hecho, parecía no tener nunca suficiente.

– Cuéntame más, Gonzalo -le pedía una y otra vez, bebiendo de sus palabras con el entusiasmo de alguien que ha estado sordo durante mucho tiempo y que de pronto vuelve a oír.

Iban al paso por el barrizal que se había formado bajo los árboles del valle. Las patas de los caballos resbalaban al subir hacia el pie de las colinas. La llovizna se había convertido en lluvia y les caía por la cara, empapándoles la ropa. Cuando subían a una colina galopaban por la cima, riendo juntos al tiempo que disfrutaban del viento en el pelo y del movimiento de los caballos debajo de ellos. Cabalgaron varios kilómetros hasta que, de pronto, se vieron envueltos por una densa niebla.

– ¿Qué hora es? -preguntó Sofía, sintiendo que le dolía el estómago de hambre.

– Las doce y media -respondió Gonzalo-. ¿Crees que encontrarás el camino de regreso con esta niebla?

– Claro -dijo Sofía alegremente, pero no estaba demasiado segura. Miró a su alrededor. Todas las direcciones parecían iguales-. Sígueme -dijo, intentando sonar segura. Avanzaron uno al lado del otro a través de la blancura de la niebla, con la mirada fija en la mancha de hierba verde que iba reduciéndose más y más delante de ellos. Gonzalo no parecía en absoluto asustado. Tampoco los caballos, que resollaban contentos envueltos en aquel aire helado. Sofía tuvo frío y deseó volver a estar frente a la chimenea de Lowsley. También deseó estar junto a David.

De pronto se encontraron con lo que parecían ser las ruinas de un viejo castillo.

– ¿Conocías esto? -preguntó Gonzalo al ver que una sombra de preocupación oscurecía los hermosos rasgos del rostro de Sofía. Ella meneó la cabeza.

– Dios, Gonzalo, tengo que decirte la verdad. Nunca he visto estas ruinas. No sé dónde demonios estamos.

– Entonces nos hemos perdido -dijo él sin darle importancia y sonrió-. ¿Qué te parece si nos quedamos aquí hasta que se deshaga la niebla? Al menos podremos protegernos de la lluvia.

Sofía accedió y ambos desmontaron.

– Ven conmigo. Encontraremos algún sitio un poco resguardado -dijo cogiendo a Sofía de la mano y empezando a caminar con decisión entre las piedras.

Avanzaba muy deprisa, prácticamente arrastrándola por las piedras resbaladizas, y a Sofía le costaba seguirle. De pronto se cayó. No le dio ninguna importancia a la caída hasta que intentó levantarse. Sintió un pinchazo de dolor en el tobillo que le subió por la pierna y volvió a caer al suelo con un gemido. Gonzalo se agachó junto a ella.

– ¿Dónde te duele? -preguntó.

– Es el tobillo. Oh, Dios, no me lo habré roto, ¿verdad?

– Parece más un esguince. ¿Puedes moverlo?

Sofía lo intentó. Pudo moverlo sólo un poco.

– Duele -se quejó.

– Bueno, por lo menos puedes moverlo. Espera, te llevaré -dijo con decisión.

– Si pones cara de que te cuesta llevarme te mato -bromeó Sofía cuando Gonzalo la tomó en brazos y la levantó del suelo.

– Ningún esfuerzo, lo prometo -respondió él al tiempo que la llevaba a la oscuridad de los restos de una de las torres del castillo. La dejó sobre la hierba húmeda, se quitó el abrigo y lo extendió en el suelo junto a ella-. Ven, siéntate aquí -le dijo, ayudándola a desplazarse para que su pie no tuviera que soportar ningún esfuerzo.

– Como si no me hubiera mojado hasta ahora -se rió Sofía-. Gracias.

– Si te quitas la bota, no podremos volver a ponértela -le avisó.

– Me da igual, el maldito tobillo me duele demasiado. Por favor, quítamela. Si se me hincha no podré quitármela nunca, y prefiero volver a casa descalza que con este dolor.

Gonzalo le quitó la bota con cuidado mientras Sofía no dejaba de sudar, con la cara en llamas y retorciéndose de dolor.

– Ya está -dijo triunfante, cogiéndole el pie y poniéndolo sobre sus rodillas. Con cuidado le quitó el calcetín, revelando la piel rosácea y tierna que había debajo y que parecía totalmente desprotegida e indefensa en contraste con la crudeza del entorno. Sofía respiró hondo y se secó las lágrimas con la manga del abrigo-. Lo tienes bastante hinchado, pero vivirás -dijo, pasándole la mano por la espinilla.

– Qué gusto -suspiró Sofía, apoyando la cabeza en la piedra-. Un poco más abajo, sí, ahí… -dijo mientras él le daba un suave masaje en el arco del pie-. Nos perderemos el almuerzo de la señora Berniston -dijo con tristeza.

– No me digas que es buena cocinera.

– La mejor.

– Me comería un buen filete de lomo -dijo Gonzalo, que de repente estaba muy hambriento.

– Yo también, con papas fritas.

Sofía sonrió con nostalgia. Entonces empezaron a hacer una lista con todos los platos argentinos que echaban de menos.

– Dulce de leche.

– Membrillo.

– Empanadas.

– Zapallo.

– ¿Zapallo? -repitió él, arrugando la nariz.

– ¿Qué tiene de malo el zapallo?

– Bien. Mate.

– Alfajores…

En la casa, David miraba la niebla y volvía de nuevo la vista hacia el reloj que había en la repisa de la chimenea.

– Se han quedado bloqueados por la niebla -dijo Tony-. Yo no me preocuparía demasiado. Está en buenas manos. Gonzalo es fuerte como un buey.

Eso es precisamente lo que me preocupa, pensó David, cada vez más nervioso.