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– Tengo hambre -intervino Eddie sin poder contenerse-. ¿Tenemos que esperarlos?

– Supongo que no -replicó David.

– No deberíamos dejar que el almuerzo de la señora Berniston se enfriara -dijo Zaza-. Estoy segura de que pronto volverán. Sofía conoce las colinas a la perfección -añadió, intentando animarle.

– No tanto -suspiró David-. No con esta maldita niebla. Encima no parece que vaya a deshacerse.

– Oh, no tardará. En esta zona la niebla se deshace muy rápido -dijo Zaza de inmediato.

– Querida, ¿qué sabes tú de la niebla? -se burló Tony.

– Sólo intento ser positiva. David está preocupado, ¿no lo ves?

– Quizá sea mejor que vaya a buscarlos -sugirió David.

– ¿Por dónde demonios piensas empezar a buscar? Si ni siquiera sabes adónde han ido -comentó Tony-. Si se hace de noche antes de que hayan vuelto, iré contigo.

– No sabes montar, cariño -dijo Zaza al tiempo que, nerviosa, encendía otro cigarrillo.

– Iré con el Land Rover.

– ¿Y quedarte atascado en el barro? -añadió Eddie sin demasiado acierto. Tony se encogió de hombros.

– No, Tony tiene razón. Pasemos al comedor. Si se hace de noche saldremos todos en su busca.

David estaba más tranquilo después de haber forjado un plan. Intentaba no pensar en Sofía y en Gonzalo ahí fuera, acurrucados uno contra el otro para protegerse del frío y de la lluvia. Se sintió enfermo y muy desgraciado. Esperaba que Sofía estuviera bien. Era una buena amazona, pero hasta las buenas amazonas se caen del caballo, y la muy estúpida nunca lleva casquete, pensó cada vez más preocupado. Esto no es la maldita pampa. En Inglaterra la gente lleva casquete para no partirse la cabeza. Esperaba que Sofía se hubiera llevado a Safari; era un caballo dócil e incapaz de tirarla. No podía decir lo mismo de los demás. Con esas imágenes en la cabeza condujo a sus invitados al comedor, donde ya estaba servido el almuerzo.

Sofía dejó que su mente vagara por la pampa mientras seguía recordándola con Gonzalo, cuya mano le calmaba el dolor del tobillo con un ligero masaje.

– Será mejor que volvamos a ponerte el calcetín. No creo que sea buena idea dejar que se te enfríe el pie -sugirió Gonzalo pasados unos minutos.

– Pero si estás haciendo un trabajo estupendo, doctor Segundo -bromeó Sofía.

– El doctor Segundo sabe lo que le conviene, señorita.

– Con cuidado -le avisó cuando él empezó a ponerle el calcetín.

– ¿Qué tal?

– Mejor -respondió Sofía cuando se dio cuenta de que no le dolía tanto como esperaba-. Tienes manos sanadoras.

– No sólo soy un buen doctor sino que además soy también un sanador. Me siento halagado -dijo Gonzalo riendo entre dientes-. Ya está, como nuevo. ¿Alguna otra herida que quiera que le curen, señorita?

– No, gracias, doctor.

– ¿Qué pasa con su corazón herido?

– ¿Mi corazón herido?

– Sí, su pobre corazón -dijo él totalmente en serio. Tomó la cara de Sofía entre sus manos y sus labios se posaron en los de ella. No debería haberle permitido besarla, pero el sonido de su voz hablando español, ese inimitable acento argentino, las botas de montar, el olor de los caballos, la densa niebla que los ocultaba del mundo…, por un momento se dejó llevar y respondió a su beso. Le gustó, pero tuvo la sensación de estar actuando mal. Cuando se apartó se dio cuenta de que la niebla estaba empezando a levantarse.

– Mira, está aclarando -dijo Sofía esperanzada.

– Me gustaría quedarme aquí -dijo Gonzalo, bajando la voz.

– Mira, tengo frío, estoy empapada y me duele el pie. Por favor, Gonzalo, llévame a casa -le pidió.

– De acuerdo -suspiró-. No me había dado cuenta de lo mojado que estoy y del frío que tengo.

De pronto Sofía echó terriblemente de menos a David. Debe de estar preocupadísimo, pensó.

Gonzalo la llevó en brazos por encima de las ruinas hasta donde habían atado los caballos.

– Yo te llevo la bota -dijo, dejándola montada sobre Safari. El camino de vuelta fue largo y pesado. Sofía volvió a perderse en una ocasión pero, decidida a no darse por vencida, terminó por soltar las riendas de Safari con la esperanza de que el caballo encontraría, por sí solo el camino a casa. Cuando, feliz, Safari los llevó a casa, Sofía se preguntó por qué no habría tomado esa decisión antes.

– Ya está bien. Voy a buscarlos -decidió David, apartándose de la ventana. Ya casi era de noche y la pareja todavía no había vuelto-. Algo les ha ocurrido. Necesitan ayuda -añadió irritado.

– Te sigo con el Land Rover -se ofreció Tony. Eddie miró a su madre, pero ninguno de los dos se atrevió a decir nada. El almuerzo había sido de lo más tenso. David estaba de muy mal talante. De hecho, Zaza nunca le había visto así. Apenas había podido concentrarse en lo que se decía en la mesa. No había dejado de mirar por la ventana, escudriñando la niebla, como si Sofía y Gonzalo fueran a salir de ella de repente, como en las películas. Tony y Eddie no se habían dado cuenta de nada. Qué insensibles pueden llegar a ser los hombres, había pensado Zaza enojada al oírlos hablar sobre la liga de cricket de las Antillas Menores como si nada hubiera ocurrido.

David cruzó corriendo el vestíbulo, cogió el abrigo y las botas y abrió la puerta. En ese momento Gonzalo emergió de la niebla, llevando en sus brazos a una Sofía empapada y temblorosa.

– ¿Qué demonios os ha pasado? -gritó David, incapaz de ocultar la desesperación que le embargaba la voz.

– Es una larga historia, te la contaremos más tarde. Llevemos a Sofía arriba -respondió Gonzalo, ignorando a David cuando éste se ofreció a llevarla desde allí.

– Sólo me he torcido el tobillo -dijo Sofía al pasar junto a él.

– Dios mío, ¿qué ha pasado? -exclamó Zaza. Por su aspecto, cualquiera habría dicho que la pareja había estado revolcándose en el barro.

– ¿Dónde está tu cuarto? -preguntó Gonzalo, llevando a Sofía escaleras arriba.

– Sigue recto -le indicó, buscando a David con la mirada. Pero él no les seguía. Una vez en la habitación, Gonzalo la dejó con cuidado sobre la cama.

– Necesitas que te ayuden a quitarte la ropa mojada. Te prepararé un baño -dijo.

– No te molestes. Estoy bien. Puedo arreglármelas sola -insistió Sofía.

– El doctor Segundo sabe lo que te conviene -dijo, quitándole la bota.

– Por favor, Gonzalo, estoy bien, en serio.

– Gracias, Gonzalo -dijo una voz firme a sus espaldas-. ¿Por qué no vas a quitarte esa ropa mojada? Has sido todo un héroe, pero incluso los héroes necesitan descansar.

– ¡David! -suspiró Sofía aliviada.

Gonzalo se encogió de hombros y, sonriendo a Sofía para mostrarle que la abandonaba en contra de su voluntad, se marchó.

– ¿Qué demonios habéis estado haciendo? -preguntó David, visiblemente enojado antes de ir a prepararle el baño. Sofía oyó el chorro de agua instantes después de que él abriera los grifos y de repente se sintió agotada.

– Nos perdimos por culpa de la niebla, pero gracias al castillo en ruinas…

– ¿Cómo diantre se os ocurrió ir tan lejos? -le espetó.

– David, no ha sido culpa mía.

– ¿Y qué pasa con los caballos? ¿Es que no fuiste capaz de ver la niebla, o acaso estabas demasiado ocupada con tu amiguito?

– No fui yo quien sugirió que fuéramos a montar. No tenía la menor intención de ir. Podrías haberlo impedido.

– Quítate esa ropa mojada antes de que pilles una pulmonía. Te estoy preparando el baño -dijo, yendo hacía la puerta. Sofía se dio cuenta de que estaba celoso y sonrió.