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– No puedo hacerlo sola -dijo con voz débil. Él se giró y a Sofía su expresión de enfado le pareció adorable. Tuvo ganas de borrarle el enojo a besos.

– Llamaré a Zaza -dijo él, todavía tenso.

– No quiero a Zaza y tampoco quiero que me ayude Gonzalo. Te quiero a ti -dijo muy despacio, sin apartar la mirada de sus ojos tristes.

– Has estado muchas horas ahí fuera. Estaba preocupado -estalló-. ¿Qué querías que pensara?

– No me parece que tengas muy buena opinión de mí si piensas que voy por ahí cayendo en brazos del primero que pasa. ¿Es que no confías en mí?

– Lo siento.

– Es porque es argentino, ¿verdad?

– Y joven, y guapo. Te llevo casi veinte años -protestó sin ocultar su tristeza.

– ¿Y?

– Que soy un viejo.

– Y yo te quiero. Te quiero y no me importa la edad que tengas. Para mí eso no significa nada -dijo Sofía, intentando quitarse la ropa.

– Deja que te ayude -dijo David, acercándose a ella. Se arrodilló frente a ella, tomó su cara entre las manos y la besó. Tenía la boca suave y caliente y Sofía quiso acurrucarse contra su pecho, pero él la soltó-. Pareces un perro empapado -le dijo echándose a reír al ver la mancha de humedad que se le había dibujado en la camisa.

Le quitó el jersey y la camiseta con un solo movimiento. Sofía tiritaba. El pelo le caía sobre el cuello desnudo formando tentáculos largos y goteantes. Él volvió a besarla, en un intento por dar un poco de vida a sus labios azulados que, a pesar de sus esfuerzos, seguían temblando. Sofía se desabrochó los vaqueros y dejó que él se los quitara con cuidado, poniendo especial atención en no dañarle el tobillo herido. Estaban empapados y llenos de barro.

– Cariño, estás helada. Venga, a la bañera -le dijo, solícito.

– ¿Qué? ¿En ropa interior? -se rió al tiempo que se desabrochaba el sujetador. Tenía los pechos sorprendentemente grandes para su delgada figura. Se le había puesto la piel de gallina y los pezones, de un rojo intenso, se le habían endurecido por el frío, en respuesta al frío. Se quitó las bragas y tendió los brazos hacia él. David la tomó entre sus brazos y la llevó al cuarto de baño.

– Eres muy guapa -le dijo besándole en la sien.

– Y tengo mucho frío -respondió ella, pegando la cara a su rasposa mandíbula-. ¡Burbujas! -suspiró cuando él la depositó en el agua caliente de la bañera.

David se sentó en la silla y vio cómo el color volvía a las mejillas y a los labios de Sofía, y cómo ésta relajaba los hombros y se hundía en el agua. Le palpitaba el tobillo hinchado a medida que la sangre empezaba a circular por él con renovada energía. Sofía volvía a ser ella misma. Después de envolverla en una toalla blanca, David la dejó en la cama e hizo ademán de alejarse hacia la puerta para salir de la habitación. Pero ella le detuvo.

– Quiero que me hagas el amor, David -dijo, cogiéndose a su cuello con más fuerza.

– ¿Y los demás? -dijo, pasándole la mano por el pelo mojado.

– Pueden cuidar de sí mismos. Yo estoy enferma, ¿recuerdas?

– Exacto, y no creo que el sexo sea el mejor remedio para tu tobillo -dijo.

– No hago el amor con el tobillo -le soltó ella, echándosele a reír en el cuello.

También él se rió y volvió a besarla. Y entonces empezó a hacerle el amor, a besarla, a tocarla, a disfrutar de ella mientras Sofía descubría, encantada, que cuando cerraba los ojos al único que veía era a David.

Capítulo 28

– Supe que algo se cocinaba el fin de semana que estuvimos allí con Gonzalo -decía Zaza un mes más tarde-. Podía leerlo en tus ojos, David. Eres un pésimo actor -dijo, soltando una risotada ronca. Él la había llamado esa mañana para invitarla a comer ya que iba a estar unos días en la ciudad por negocios.

– No soporto estar lejos de ella -había dicho cuando le había hablado de su relación.

– El pobre Gonzalo estaba muy dolido -añadió Zaza, llevándose la copa de vino a sus labios violetas.

– Pensaba que se enamoraría de él -dijo David con timidez.

– Y yo, por eso sugerí que le invitaras. Si hubiera imaginado lo que sentías por ella, jamás se me habría ocurrido hacer algo semejante. ¿Me perdonas?

– Qué mala eres, Zaza. A pesar de todo, no puedo evitar quererte -dijo David riéndose entre dientes mientras abría la carta.

– ¿Y qué piensas hacer? -preguntó-. ¿Te molesta que fume?

– En absoluto.

– ¿Y?

– No lo sé.

– Naturalmente, te casarás con ella -dijo, y al instante sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

– No lo sé. Bueno, ¿qué te apetece comer? -preguntó, llamando al camarero. Pero Zaza no se daba tan fácilmente por vencida cuando tenía una misión. Pidió rápidamente y retomó su interrogatorio.

– Seguro que ella quiere casarse. Todas las chicas quieren casarse. ¿Y qué pasa con Ariella?

– ¿Ariella? Llevamos siete años divorciados.

– ¿Le has hablado de ella a Sofía? Querrá saber.

– ¿Qué hay que saber sobre Ariella? Fue mi esposa y una gran jardinera.

– Una zorra, una zorra insoportablemente guapa -dijo Zaza, saboreando la palabra «zorra»-. Se pondrá furiosa cuando se entere.

– No, qué va. Está feliz en Francia con su novio -dijo David. En otro momento se habría sentido resentido ante el recuerdo de aquel joven francés de suaves modales que le había robado a su mujer. Cuando Ariella se fue con él, David se había quedado deshecho. Pero eso ya era parte del pasado y ahora tenía a Sofía, a la que amaba más de lo que nunca había querido a Ariella.

– Volverá para complicarte las cosas, apuesto lo que quieras. Querrá volver a conquistarte cuando se entere de que estás con otra. Eso es lo curioso de Ariella, siempre quiere lo que no puede tener; ahora le resultarás irresistible.

– No entiendes a Ariella en absoluto -dijo David, dando el tema por zanjado.

– Tú tampoco. Sólo una mujer entiende a otra mujer. Yo la entiendo como tú nunca podrás hacerlo. Es muy retorcida. Le encantan los retos. Le gusta sorprender, hacer lo que menos se espera de ella. Disfruta jugando con la gente -dijo Zaza, entrecerrando los ojos-. Por supuesto que nunca conseguirá jugar conmigo. No, nunca pudo conmigo. Pero volverá, acuérdate de lo que te digo.

– De acuerdo, basta ya de hablar de Ariella. ¿Cómo está Tony? -preguntó David, haciéndose a un lado para que el camarero pudiera dejar el humeante plato de róbalo delante de él.

– ¿Y tu madre? ¿Ya le has presentado a tu madre? -dijo Zaza, pasando su pregunta por alto. Se inclinó para oler la sopa de chirivía.

– No, todavía no.

– Pero se la presentarás, ¿verdad?

– No hay ninguna razón para hacer pasar a Sofía por eso.

– Bueno, supongo que estaba encantada con Ariella, ¿no? El pedigrí ideal, la unión ideal. Brillante, educada en Oxford y con mucha clase. No le gustará una argentina. No podrá decir: «Qué ideal, los Norfolk Solanas». Como no sabrá nada de ella no podrá encasillarla. Dios, cariño, ¿Sofía es católica?

– No lo sé. No se lo he preguntado -admitió David pacientemente.

– Dios no lo quiera. ¡Una católica! En ese caso no hay que abrigar demasiadas esperanzas, ¿no crees? De todas formas, eres su único hijo. Supongo que acabará por alegrarse al verte feliz, ¿no?

– No le he hablado de Sofía y no pienso hacerlo. No es asunto suyo. No hará más que poner trabas e incordiar. ¿Para qué darle la oportunidad?

– Siempre me ha sorprendido que un dragón como Elizabeth Harrison haya podido tener un hijo tan adorable como tú. En serio, David, no deja de sorprenderme.

Zaza agitó la cuchara en el aire como si se tratara de un cigarrillo.