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Sofía buscó álbumes de la boda y de sus años de casados, pero no encontró ninguno. Aquél parecía ser el único libro que David conservaba. Se alegró de que estuviera cubierto de polvo y guardado al fondo de un cajón que a buen seguro David nunca abría.

Cuando, dos días más tarde, David volvió, Sofía corrió a recibirle con los perros, que saltaron sobre él, dejándole los pantalones llenos de barro. Sofía le besó por toda la cara hasta que él dejó la maleta en el suelo del vestíbulo y se la llevó escaleras arriba.

Sofía no tardó en olvidarse de Ariella mientras se dedicaba a llenar la casa de adornos de Navidad. David, que normalmente pasaba las Navidades con su familia, decidió que, por el momento, no era justo obligar a Sofía a lidiar con tantos desconocidos y la sorprendió con una propuesta del todo inesperada.

– Pasaremos las Navidades en París -anunció durante el desayuno. Sofía se quedó atónita.

– París no te pega nada -boqueó-. ¿Qué tramas?

– Quiero estar solo contigo en un lugar hermoso. Conozco un pequeño hotel a orillas del Sena -respondió él sin alterarse.

– Qué maravilla. Nunca he estado en París.

– En ese caso será un placer mostrarte la ciudad. Te llevaré de compras a los Campos Elíseos.

– ¿De compras?

– Bueno, no puedes pasarte la vida en vaqueros y camiseta, ¿no crees? -dijo, bebiéndose el café de un trago.

Sofía quedó prendada de París. David viajaba a lo grande. Volaron en primera clase, y un reluciente coche negro los recogió en el aeropuerto para llevarlos directamente al discreto hotel ubicado a orillas del río. Hacía frío. El sol brillaba en el pálido cielo invernal y una fina capa de nieve se derretía sobre el asfalto y las aceras. Las calles habían sido decoradas para la Navidad con luces y adornos, y Sofía pegó la nariz a la ventanilla para no perderse los puentes de piedra que cruzaban las aguas heladas del río.

Como había prometido, David la llevó de compras. Con su viejo abrigo de cachemira y su sombrero de fieltro Sofía lo encontró distinguido y apuesto. Entraba en una tienda, tomaba asiento y daba su opinión mientras Sofía iba probándose la ropa.

– Necesitas un abrigo -decía David-, pero ese es demasiado corto. Necesitas un vestido de noche -insistía-. Ese te sienta de maravilla.

Incluso llegó a llevarla a una lencería donde insistió para que Sofía reemplazara su ropa interior de algodón por prendas de encaje y de seda.

– Una mujer hermosa como tú debería cubrirse con prendas hermosas -decía. No permitió que ella cargara con ninguna bolsa sino que mandó que enviaran las compras al hotel esa misma noche.

– Debes de haberte gastado una fortuna, David -dijo Sofía durante el almuerzo-. No lo merezco.

– Te lo mereces todo y mucho más, cariño. Esto es sólo el principio -respondió, encantado de poder mimarla.

Cuando llegaron al hotel, Sofía no cabía en sí de contenta al ver todas las compras que habían hecho durante el día amontonadas en perfecto orden en el pequeño salón adjunto a la habitación. David la dejó abriendo los paquetes y bajó a la calle para echar un vistazo por los alrededores del hotel. Sofía sacó cada prenda del papel de seda en que estaban envueltas y las fue dejando sobre los sofás y sobre las sillas hasta que la habitación pareció una cara boutique. Entonces puso la radio y se quedó escuchando la sensual música francesa mientras se daba un baño de espuma caliente. Estaba feliz. Había sido tan feliz que durante unos meses no se había acordado de Santa Catalina ni de Santiaguito, y no pensaba hacerlo ahora. En ese momento el pasado dejó de perseguirla y le permitió disfrutar del presente en toda su plenitud.

Cuando David regresó, Sofía le esperaba impaciente junto a la puerta. Se había puesto el nuevo vestido rojo que él le había comprado. Lucía un generoso escote que dejaba a la vista una pequeña porción del sujetador de encaje. Desde el escote el vestido se le ceñía al cuerpo casi hasta el suelo, y el corte lateral de la falda revelaba una pierna perfectamente enfundada en la media. Los tacones la hacían parecer más alta, y llevaba el pelo limpio y suelto, que le caía ondulado sobre los hombros, suave y brillante. David se quedó atónito, y la admiración que reflejaba la expresión de su rostro hizo que a Sofía se le hiciera un nudo en el estómago de pura felicidad.

Después de cenar en un pequeño y elegante restaurante que daba a la encantadora Place des Vosges, David la ayudó a ponerse el abrigo nuevo y la llevó de la mano a la calle. Hacía frío. El cielo estaba plagado de estrellas diminutas que titilaban en la lejanía, y la luna era tan grande y tan clara que los cogió a ambos por sorpresa.

– Es Nochebuena -dijo David mientras cruzaban paseando la plaza.

– Eso creo. Desde que llegué a Inglaterra nunca he celebrado la Navidad -confesó Sofía sin asomo de tristeza.

– Bueno, pues esta noche la estás celebrando conmigo -dijo David, apretándole la mano-. La noche no puede ser más bella.

– Sí, una noche maravillosa. Santa Claus no tendrá ningún problema para moverse por la ciudad, ¿no te parece? -añadió Sofía echándose a reír. Pasearon alrededor de la helada fuente de piedra y se quedaron mirando la escultura que representaba una manada de gansos salvajes partiendo hacia la noche-. Parece como si alguien hubiera dado una palmada y los hubiera asustado -exclamó admirada-. Qué ingenioso, ¿verdad?

– Sofía -dijo David bajando la voz.

– Es increíble que los que están más arriba no se rompan. Parecen muy frágiles.

– Sofía -repitió David, impaciente.

– ¿Sí? -respondió Sofía sin quitar los ojos de la escultura.

– Mírame.

A Sofía le resultó tan raro oírle hablar así que se giró y le miró.

– ¿Qué pasa? -preguntó, pero pudo adivinar por la expresión de David que no pasaba nada. Él tomó sus manos enguantadas entre las suyas y la miró con ternura en los ojos.

– ¿Quieres casarte conmigo?

– ¿Casarme contigo? -repitió pasmada. Por un segundo vio la cara angustiada de Santi y oyó el débil sonido de su voz: «Huyamos lejos de aquí y casémonos. ¿Quieres casarte conmigo?» Pero la voz se extinguió y David estaba de pie junto a ella, observándola con desconfianza. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y no sabía a ciencia cierta si eran lágrimas de tristeza o de felicidad.

»Sí, David, quiero casarme contigo -balbuceó. David espiró visiblemente aliviado y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa. Sacó una cajita negra del bolsillo y la puso en las manos de ella. Sofía la abrió con cuidado. La cajita contenía un anillo de rubíes.

– El rojo es mi color favorito -susurró Sofía.

– Lo sé.

– Oh, David, es precioso. No sé qué decir.

– No digas nada. Póntelo.

Antes de intentar quitarse el guante, Sofía le devolvió el anillo para evitar que se le cayera y fuera a dar contra los relucientes adoquines. Acto seguido él tomó su pálida mano y le puso el anillo en el dedo antes de llevárselo a los labios y besarlo.

– Me has hecho el hombre más feliz del mundo, Sofía -dijo con lágrimas de emoción en los ojos.

– Y tú me has hecho completa, David. Nunca pensé que pudiera volver a amar a alguien. Pero te amo -dijo y le rodeó el cuello con los brazos-. Te amo.