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Cuando Fernando estuvo a salvo al otro lado de la frontera, se acordó de pronto de dónde había visto antes a aquel hombre. Era Facundo Hernández.

Chiquita lloró de alivio al oír la voz de Fernando. Miguel cogió el auricular y escuchó a su hijo contarle todo lo que había ocurrido.

– No puedo volver a casa, papá. No puedo volver hasta que haya un cambio de Gobierno -dijo.

Sus padres quedaron destrozados al saber que no volvería a casa, pero estaban agradecidos de que estuviera vivo. Chiquita quería ver a su hijo, quería pruebas de que de verdad estaba sano y salvo, y Fernando tuvo que emplearse a fondo para convencerla de que le estaba diciendo la verdad. Tuvieron que pasar meses para que las pesadillas de Chiquita desaparecieran. A Fernando, la experiencia vivida en aquella celda diminuta y oscura le perseguiría durante muchos años.

Un par de meses después de la partida de Fernando, Santi conoció a Claudia Calice. Sus padres le habían pedido que los representara en una cena benéfica que tenía lugar en Buenos Aires. Chiquita estaba totalmente estresada y se sentía incapaz de enfrentarse tan pronto al mundo después de que su hijo hubiera escapado a lo que sin duda habría sido «una muerte segura». Así que Santi asistió a la cena y, sentado a la mesa, reprimía un bostezo mientras escuchaba los discursos y entablaba conversaciones corteses con la señorona exageradamente maquillada que tenía a su derecha. Dejó vagar la mirada por la sala, fijándose en los alegres rostros de las enjoyadas señoras, escuchando a medias el monótono discurso que estaba acabando con su paciencia como si un mosquito le estuviera revoloteando junto a la oreja. Asentía de vez en cuando, de manera que la señora se hacía la ilusión de que Santi la escuchaba. Entonces sus ojos se posaron en una delicada joven que, sentada a una mesa situada en la otra punta de la sala, estaba haciendo lo mismo que él. La joven le dedicó una sonrisa de complicidad antes de volver la atención a su vecino y asentir educadamente.

Terminada la cena, Santi esperó a que el hombre que estaba sentado a la izquierda de la joven se levantara y entonces atravesó la sala. Ella le dio la bienvenida ofreciéndole la silla vacía y se presentó. Le susurró al oído que le había visto palidecer de aburrimiento.

– Yo también estaba muerta de aburrimiento -dijo-. El hombre que tenía sentado a mi lado es un industrial. No tenía nada que decirle. No me ha preguntado sobre mí ni una sola vez.

Santi le dijo que estaría absolutamente encantado oyéndola hablar de sí misma.

En las semanas que siguieron, Soledad se dio cuenta de que Santi había empezado a sonreír de nuevo. Era un poco posesiva con él y no le gustó demasiado la sofisticada y envarada Claudia Calice, que estaba empezando a visitar Santa Catalina con cierta asiduidad. Soledad se preocupaba por Sofía, aunque no había sabido nada de ella desde que se había marchado, en 1974. Claudia era morena y voluminosa, como una foca mojada. Se maquillaba con gran acierto y llevaba siempre los zapatos bien lustrados e inmaculados. Soledad se preguntaba cómo se las arreglaba para estar siempre tan elegante. Hasta en el campo, en un día de lluvia cualquiera, conseguía que el paraguas le hiciera juego con el cinturón. En realidad no importaba si a Soledad le gustaba la joven o le dejaba de gustar, su opinión no contaba, pero sí había algo por lo que le estaba agradecida: Claudia Calice estaba haciendo feliz a Santi, y hacía mucho tiempo que no le veía así.

Soledad echaba terriblemente de menos a Sofía, tanto que a veces lloraba de lo mucho que se preocupaba por ella. Esperaba que su niña fuera feliz. Deseaba con toda su alma recibir una carta suya, pero Sofía nunca escribió. No entendía la total falta de comunicación por parte de la niña. Sofía era para ella como una hija. ¿Por qué no escribía? Le había preguntado a la señora Anna si podía escribirle, sólo para que Sofía supiera que la echaba de menos. Se había sentido muy dolida cuando Anna se negó a darle su dirección. Ni siquiera le dijo cuándo volvería a casa su niña. Fue tal su desconsuelo que la Vieja Bruja del pueblo le dio unos polvos blancos para que los mezclara con el mate y se bebiera la mezcla tres veces al día; al parecer la receta funcionó. Por fin pudo dormir por las noches y dejó de preocuparse tanto.

El 2 de febrero de 1983 Santi se casó con Claudia Calice en la pequeña iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. La recepción tuvo lugar en Santa Catalina. Cuando Santi vio a su futura esposa caminar hacia el altar del brazo de su padre no pudo evitar imaginar que era Sofía. Durante una décima de segundo se le hizo un nudo en el estómago, pero cuando la tuvo a su lado y le tranquilizó con su sonrisa, sintió una oleada de cariño por la joven que le había demostrado que era posible querer a más de una mujer en el transcurso de una vida.

Capítulo 30

– María, ¿cómo era Sofía? -preguntó Claudia una mañana de verano. Santi y Claudia llevaban casados más de un año y sin embargo ella nunca se había atrevido a preguntar sobre Sofía a nadie, y por alguna razón nadie hablaba de ella. Santi le había contado lo que había ocurrido entre ellos. Le había dicho que amaba a Sofía y que lo suyo no había sido una sórdida calentura sexual detrás de los establos de los ponis. No le había ocultado nada intencionadamente, pero la curiosidad que siente una mujer por las ex amantes de su marido no conoce límites, y el deseo de Claudia de obtener más información no había quedado satisfecho.

– Cómo es -la corrigió María amablemente-. No está muerta. Puede que vuelva -añadió esperanzada.

– Es sólo curiosidad, ya me entiendes -dijo Claudia, apelando a la complicidad femenina entre ambas.

– Bueno, no es muy alta, pero da la impresión de que es mucho más alta de lo que es -empezó María, dejando sobre la mesa el montón de fotos que tenía desparramadas a su alrededor sobre las baldosas rojas y dejando vagar la mirada por la brumosa llanura. A Claudia no le interesaba qué aspecto tenía. Eso ya lo sabía. Había hojeado demasiadas veces los álbumes de fotos y había estudiado las fotografías que, con sus marcos de plata, estaban repartidas por toda la casa de Paco y Anna. Conocía a la perfección cómo había sido Sofía desde que había nacido hasta que se había convertido en toda una mujer. Físicamente era encantadora, de eso no había la menor duda. Pero Claudia estaba más interesada en su personalidad. ¿Qué había en ella que había capturado el corazón de Santi? ¿Por qué, a pesar de todos sus esfuerzos, estaba convencida de que todavía era su dueña y señora? Pero dejó hablar a María. No quería dejar escapar esa oportunidad. Era muy raro estar en compañía de su cuñada sin verse rodeadas por su marido, primos, hermanos, padres, tíos y tías. Cuando había visto a María sentada sola en la terraza aquel sábado por la mañana revisando en silencio montones de viejas fotografías, había aprovechado el momento a la espera de que nadie apareciera de improviso y lo estropeara.

De lo que no se daba cuenta era que María anhelaba hablar de Sofía. La echaba de menos. Aunque el sentimiento era ya más un dolor sordo provocado por ciertas asociaciones que le recordaban a su prima, los años no habían conseguido borrar los lazos indisolubles que las dos mujeres habían forjado durante la infancia y la adolescencia. Nadie más quería hablar de Sofía, y si lo hacían se referían a ella en susurros, como si hubiera muerto. La única con la que María podía recordar a su prima era Soledad, que hablaba de ella en voz alta y sin poder contener su enojo. No estaba enfadada con Sofía, claro, sino con sus padres que, según ella, le habían impedido volver. Ahora que Claudia parecía dispuesta a escuchar, María estaba más que encantada de poder hablar.

– Todo el mundo hablaba de Sofía -dijo con orgullo, como si estuviera hablando de una hija-. ¿Cuál sería su próxima fechoría? ¿Era su madre injusta con ella o es que Sofía era simplemente una niña difícil? ¿Tenía novio o no lo tenía? Era tan guapa que todos los chicos estaban enamorados de ella. Siempre salía con los más guapos. Roberto Lobito, por ejemplo. Podía tener a la chica que quisiera, pero no pudo con Sofía. Ella lo utilizó y luego lo dejó de lado como a una bola de polo. A él nunca le habían dado calabazas. Estaba demasiado pagado de sí mismo.