Capítulo 3
Sofía se despertó cuando el suave resplandor del amanecer se colaba por los resquicios de las cortinas. Se quedó ahí un rato, escuchando los primeros sonidos de la mañana. El trino de los gorriones y de los tordos era un alegre preludio del día que empezaba, saltando de rama en rama en los altos plátanos y en los álamos. No necesitó mirar el reloj para saber que eran las seis. En verano siempre se levantaba a las seis. Su hora favorita del día era la primera hora de la mañana, cuando el resto de los habitantes de la casa todavía dormía. Se puso los vaqueros y una camiseta, se recogió el pelo en una larga trenza que ató con una cinta roja y se puso las alpargatas.
Afuera, el sol era tan sólo un resplandor brillante que emergía suavemente a través de la niebla del amanecer. Avanzó dando saltos con el corazón encendido entre los árboles hacia el campo de polo. Apenas tocaba el suelo con los pies. José ya estaba allí esperándola, vestido con las tradicionales bombachas holgadas, las botas de cuero y su pesada rastra decorada con monedas de plata. Junto con su hijo Pablo, y bajo la experta guía del viejo gaucho, Sofía practicaba sus lanzamientos con el mazo y la bola durante un par de horas antes del desayuno. Sofía era feliz encima de un poni; cuando galopaba de un extremo a otro del campo mientras el resto de la familia estaba lejos y ausente, sentía una libertad sin parangón.
A las ocho dejó la yegua en manos de José y volvió a casa sorteando los árboles. De camino echó un vistazo a la casa de Santi, medio escondida tras un roble. Rosa y Encarnación, las criadas, estaban sirviendo a toda prisa la mesa del desayuno en la terraza, vestidas con sus inmaculados uniformes de color blanco y azul. No había ni rastro de Santi. Le gustaba dormir y raramente se levantaba antes de las once. La casa de Chiquita no era como la de Anna; era de un color rosa desgastado cubierta de tejas cenicientas desteñidas por el sol, y sólo tenía un piso. Pero Sofía prefería su casa, con sus brillantes paredes blanqueadas y sus contraventanas verdes semiocultas tras la hiedra de Virginia, y los grandes macetones redondos de terracota llenos de geranios y de peonías.
En casa, Paco y Anna ya se habían levantado y tomaban café en la terraza, protegiéndose del sol bajo una gran sombrilla. El abuelo O'Dwyer practicaba trucos de cartas con uno de los escuálidos perros que, a la espera de que le cayera alguna sobra de la mesa, se mostraba extrañamente dócil. Paco, vestido con un polo rosa y unos vaqueros, estaba sentado con la espalda apoyada en el respaldo de la silla, leyendo los periódicos con las gafas que apoyaba en la punta de su nariz aguileña. Cuando Sofía se acercó a la mesa, Paco apartó el periódico y se sirvió un poco más de café.
– Papá -empezó ella.
– No.
– ¿Qué? Si ni siquiera te he preguntado nada -se rió ella, inclinándose para besarle.
– Ya sé lo que vas a pedirme, Sofía, y la respuesta es no.
Sofía se sentó y cogió una manzana. Luego, viendo cómo la boca de su padre se curvaba hasta formar una pequeña sonrisa, fijó en él sus ojos almendrados y le devolvió una sonrisa que reservaba exclusivamente para él y para su abuelo, una sonrisa infantil y traviesa, aunque absolutamente encantadora.
– Dale, papá, nunca me dejas. ¡No es justo! Al fin y al cabo, papito, fuiste tú quien me enseñó a jugar.
– ¡Ya es suficiente, Sofía! -la riñó su madre, exasperada. No conseguía entender cómo su marido volvía a caer una y otra vez en el juego de Sofía-. Papá te ha dicho que no, ahora déjale en paz y toma tu desayuno educadamente. ¡Usa el cuchillo!
Sofía, irritada, clavó de mal humor el cuchillo en la manzana. Anna dejó de prestarle atención y se puso a hojear una revista. Al sentir cómo su hija la miraba de reojo endureció, resoluta, la expresión de su rostro.
– ¿Por qué no me dejas jugar al polo, mamá? -le preguntó en inglés.
– Porque el polo no es cosa de señoritas, Sofía. Eres una jovencita, no un marimacho -contestó su madre con firmeza.
– Sólo porque a ti no te gusten los caballos… -refunfuñó, petulante, Sofía.
– Eso no tiene nada que ver.
– Sí lo tiene. Tú quieres que yo sea como tú, pero no soy como tú. Soy como papá. ¿No es cierto, papá?
– ¿De qué hablaban? -preguntó Paco, que no había estado escuchando. Solía perder el interés cuando ellas hablaban en inglés. En ese momento Rafael y Agustín salieron tambaleándose a la terraza como un par de vampiros, entrecerrando incómodos los ojos contra la luz del sol. Habían pasado gran parte de la noche en el pequeño club nocturno del pueblo. Anna dejó la revista sobre la mesa y los miró con ternura mientras se acercaban.
– Me parece que hay demasiada luz -gruñó Agustín-. Mi cabeza me está matando.
– ¿A qué hora volvieron anoche? -les preguntó Anna, comprensiva.
– Hacia las cinco, mamá. Podría dormir toda la mañana -replicó Rafael, vacilando al besarla-. ¿Qué pasa, Sofía?
– Nada -le espetó ésta, entrecerrando los ojos-. Me voy a la piscina. -Y se alejó, enfadada. Cuando se hubo ido, Anna volvió a coger la revista y dedicó a sus hijos una sonrisa cansada que éstos tan bien conocían.
– Hoy va a ser un mal día -suspiró Anna-. Sofía está muy enfadada porque no se le permite jugar en el partido.
– Por Dios, papá, ¡de ninguna manera puedes dejarla jugar!
– Papá, no estarás dudándolo, ¿verdad? -se atragantó de improviso Agustín.
Anna estaba encantada de que por una vez su caprichosa hija no hubiera conseguido manipular a su padre y sonrió agradecida a Paco, poniendo durante un instante su mano sobre la de él.
– Por el momento sólo estoy pensando en si ponerme mantequilla en mi cruasán, comerme una tostada con membrillo o tomar sólo café. Esa es la única decisión que pienso tomar esta mañana -contestó. Y, retomando el periódico, desapareció tras él.
– ¿De qué estabais hablando, Anna Melody? -preguntó el abuelo O'Dwyer, que no entendía una palabra de español. Formaba parte de esa generación que creía en el gran Imperio Británico y esperaba que todo el mundo hablara inglés. Aunque llevaba dieciséis años viviendo en Argentina, nunca había intentado aprender la lengua del país. En vez de ir memorizando las frases esenciales, los trabajadores de Santa Catalina habían terminado por interpretar sus gestos o las pocas palabras en español que intentaba decir con mucha lentitud y en voz altísima. Cuando, desesperados, ellos levantaban la mano y se encogían de hombros, él musitaba, irritado: «¡A estas alturas ya tendrían que haberme entendido!»
Luego se alejaba, arrastrando los pies, en busca de alguien que pudiera traducir sus palabras.
– Quiere jugar en el partido de polo -respondió Anna, siguiéndole el juego.
– Es una condenada buena idea. Así enseñaría a esos chicos un par de cosas.
El agua estaba fría al entrar en contacto con su piel a medida que Sofía cortaba a su paso la superficie. Furiosa, nadaba de un extremo a otro de la piscina hasta que sintió que alguien la observaba. Cuando salió a la superficie vio a María.
– ¡Hola! -balbuceó, recuperando el aliento.
– ¿Qué te pasa?
– No preguntes, ¡estoy que muerdo!
– ¿El partido? ¿Tu padre no te deja jugar? -dijo María, quitándose los shorts de algodón blanco y estirándose en la tumbona.
– ¿Cómo lo has adivinado?
– Llámalo intuición. Eres un libro abierto, Sofía.
– A veces, María, podría llegar a estrangular a mi madre.
– No eres la única -respondió María, sacando los bronceadores de su bolsa floreada.