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– ¿No crees que deberías cambiarte los vaqueros para cenar? -susurró-. Hueles a caballo.

– A mamá no le importa. Si a estas alturas todavía no se ha acostumbrado a mí, nunca lo hará -le dijo, volviendo a sentarse. Claudia se sentó a su lado, a pesar de que en el sillón había sólo espacio para uno. Santi le acarició la melena.

– Mi amor -refunfuñó ella-, ¿no podrías lavarte las manos antes de tocarme? Acabo de ducharme.

Él sonrió maliciosamente, la atrajo hacía sí y la abrazó.

– ¿No te gusta el olor a sudor de tu hombre? -bromeó.

– No, no me gusta -respondió ella soltando una risilla de protesta y levantándose para soltarse de su abrazo-. Por favor, Santi, quiero que me toques, pero lo único que te pido es que antes te laves las manos.

Santi se levantó a regañadientes y salió de la sala. Volvió cinco minutos más tarde, después de haberse afeitado y de haberse cambiado de ropa.

– ¿Mejor así? -preguntó, arqueando una ceja.

– Mucho mejor -respondió Claudia, haciéndole sitio en el sillón.

Cenaron en la terraza a la luz de cuatro faroles. Miguel, Eduardo y Santi hablaban de política mientras Chiquita, María y Claudia hablaban de ellos. Chiquita estaba encantada con su familia recientemente ampliada y miraba sus rostros animados bajo el cálido reflejo de las lámparas. No dejaba de penar en silencio por Fernando, que seguía lejos de allí, al otro lado del río, a pesar de que habían ido a verle a menudo.

Fernando seguía atormentado por su reciente experiencia. Se había dejado el pelo largo, aunque al menos lo llevaba limpio y reluciente. Chiquita recordaba con nostalgia las largas vacaciones de su infancia, cuando la vida era inocente y los juegos a los que Fernando había jugado terminaban cuando llegaba la hora de acostarse. Ahora estaba a muchos kilómetros de allí, en una playa, viviendo como un vagabundo. No era lo mismo que tenerle en Santa Catalina con ellos, pero era consciente de que debía alegrarse de que estuviera vivo y dejar de preocuparse por cosas que en realidad no eran tan importantes.

Panchito, que ya tenía dieciséis años, pasaba el mayor tiempo posible fuera de casa con sus primos y amigos de su edad. Chiquita le animaba a que invitara a sus amigos a casa, intentando así que se interesara un poco más por la estancia, pero si Panchito no estaba deslumbrando al público en el campo de polo, estaba en cualquier otro lado, y la mayor parte del tiempo Chiquita ni siquiera sabía dónde o con quién estaba. Apenas le veía.

– ¿Cómo era Miguel cuando le conociste? -preguntó Claudia.

Chiquita se echó a reír.

– Bueno, era alto y…

– Peludo -intervino Santi. Todos rieron.

– Peludo. Pero no tanto como ahora.

– ¿Era como un lobo, mamá? ¿Te cazó y te llevó a rastras a su madriguera?

– Oh, Santi, no seas ridículo -dijo Chiquita con una sonrisa al tiempo que le brillaban los ojos de felicidad.

– Bueno, ¿qué me contestas, papá?

– A tu madre todos le iban detrás. Yo simplemente fui el afortunado -dijo, y le guiñó el ojo a su esposa desde el otro extremo de la mesa.

– Ambos fueron muy afortunados -apuntó Claudia con diplomacia.

– No, la suerte no tuvo nada que ver. Tuve que ofrecer algunos sacrificios al ombú -soltó Miguel con una carcajada.

– ¿El ombú?

Claudia parecía confundida. María miró a Santi y notó que apretaba la mandíbula, a la vez que sacaba un paquete de cigarrillos del bolsillo y encendía uno.

– No me digas que Santi nunca te ha hablado del ombú -dijo Chiquita sorprendida-. Cuando era niño se pasaba el tiempo en la copa de ese árbol.

– No, nunca me has hablado del ombú. ¿Qué tiene de especial? -preguntó dirigiendo la pregunta a Santi, aunque él no respondió; se limitó a espirar el humo de su cigarrillo en silencio.

– Solíamos ir al ombú a pedir deseos. Creíamos que era un árbol mágico, pero en realidad no lo es. No tiene nada de especial -intervino María al instante, quitándole importancia. Sintió que Eduardo apretaba su pierna contra la suya para darle apoyo.

– Es un árbol muy especial -refunfuñó Miguel-. Es parte de nuestra juventud. De niños jugábamos ahí, y ya mayores era allí donde quedábamos con las chicas. De hecho, y sin ánimo de ser indiscreto, fue en el ombú donde besé a tu madre por primera vez.

– ¿En serio? -preguntó María. Nunca nadie se lo había dicho.

– Ya lo creo. Para mí y para tu madre es un lugar muy especial.

– Santi, ¿me llevarás? Siento una gran curiosidad -dijo Claudia.

– Algún día -balbuceó Santi con brusquedad. De pronto se había puesto blanco. La tintineante luz de las velas acentuaba sus rasgos, dándole un aspecto grotesco.

– Mi amor, ¿te encuentras bien? Te has puesto muy pálido -dijo Claudia preocupada.

– La verdad es que estoy un poco mareado. Es el calor. He estado todo el día al sol.

Santi apagó el cigarrillo y se levantó de la mesa.

– No, quédate y termina de cenar -le dijo a su esposa-. Estoy bien. Sólo necesito caminar un poco.

Claudia pareció contrariada, pero volvió a acercar su silla a la mesa y se colocó la servilleta sobre las rodillas.

– Como quieras, Santi -respondió tensa mientras le veía alejarse y desaparecer en la oscuridad. De nuevo oyó la risa de Sofía cernirse sobre ella desde el espacio vacío y negro que los rodeaba.

Santi caminó por la pampa hacia el ombú. El cielo claro y estrellado le permitía ver por dónde iba sin tropezar, aunque conocía el terreno a la perfección. Cuando llegó al árbol, trepó hasta la cima y se sentó en una rama, apoyando la espalda contra el grueso tronco. Sentía como si se le hubiera hinchado el cuello, como si el cuello de la camisa le apretara, aunque lo llevaba desabrochado. Se llevó la mano a la garganta para intentar relajarla. También tenía un gran peso en el pecho. Intentó respirar hondo, pero sólo pudo inspirar de forma entrecortada y breve. Tenía náuseas y le dolía la cabeza. Fijó la vista en la oscuridad y se acordó de cuando se sentaba allí con Sofía, mirando los planetas y las estrellas que brillaban sobre sus cabezas. Se preguntaba si ella estaría viendo el mismo cielo y si al mirarlo todavía pensaría en él.

De pronto se echó a llorar. Intentó controlarse, pero los sollozos le brotaban de muy adentro. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no lloraba. De hecho no lo hacía desde que Sofía le había dejado, roto y deshecho, hacía años. Por fin había creído encontrar la felicidad con otra mujer. Claudia le hacía sonreír, incluso a veces conseguía hacerle reír. Era una mujer cariñosa y suave en la cama, y considerada y generosa en la convivencia diaria. No era demasiado exigente y nada complicada. Hacía todo lo que estaba en su mano para complacerle y sólo perdía los estribos de vez en cuando. Era fría y controlaba a la perfección sus emociones, pero eso no quería decir que no tuviera sentimientos. Simplemente era muy cuidadosa a la hora de revelar lo que sentía. Era callada y con gran sentido de la dignidad. No podía decirse que fuera hermosa. Se preocupaba mucho de su aspecto. ¿Por qué, entonces, echaba tanto de menos el caos, el egoísmo y la pasión de Sofía? ¿Por qué, después de casi diez años, todavía era Sofía capaz de hacerle caer de rodillas y llorar como un niño?

– ¡Maldita seas, Chofi! -le gritó a la oscuridad de la noche-. ¡Maldita seas!

Claudia quería tener una familia. Deseaba desesperadamente un hijo, pero Santi no estaba preparado. ¿Cómo podía traer un niño al mundo cuando todavía seguía esperando a que Sofía volviera? Si aceptaba ese compromiso con Claudia sería para toda la vida. El matrimonio podía ser para toda la vida, pero los hijos eran algo irreversible. Todavía tenía la esperanza de que algún día Sofía volvería a buscarle y quería estar preparado. Todos pensaban que la había olvidado, pero nunca la olvidaría. ¿Cómo olvidarla si el rostro de su prima le acechaba desde todos los rincones de la estancia? Cada mueble, cada recoveco del lugar le recordaba a ella. No había manera de librarse de ella. Y es que, en cierto sentido, tampoco lo deseaba. Sofía le atormentaba y le consolaba a la vez.