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– Pronto. Muy pronto, querido, te lo prometo -dijo Sofía, apartándose de él-. Bajaré dentro de un minuto. Dile a Christina que he metido a su hija en la cama y que ya puede subir a darle las buenas noches.

Sofía cerró tras de sí la puerta de su habitación. Se quedó inmóvil durante unos segundos para asegurarse de que David no la había seguido. No se oía a nadie en el pasillo. Debe de haber bajado a darle el mensaje a Christina, pensó. Fue hasta la cama y levantó el edredón. Pasó la mano por el colchón y a continuación sacó un pequeño retal deshilachado de muselina: la muselina de Santiaguito. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Se llevó el retal a la nariz y cerró los ojos, aspirando el olor rancio que una vez había sido el de Santiaguito. Los años lo habían descolorido y de tanto manosearlo había perdido el olor y se había desgastado la tela. Parecía un trapo. Si lo hubiera encontrado alguien que no supiera lo que era, lo habría tirado a la basura. Pero Sofía lo atesoraba como si fuera la más importante de sus pertenencias.

Cuando se llevaba el retal a la cara era como pulsar el botón de un proyector de cine. Cerraba los ojos y veía las imágenes de su bebé, que le llegaban vividas y frescas como si lo hubiera visto el día anterior. Recordaba sus pies diminutos con sus deditos blandos y perfectos, su matita de pelo y la suavidad de su piel. Se acordaba de la sensación que le producía cuando mamaba de su pecho, de cómo se le velaba la mirada mientras su barriguita redonda se le llenaba de leche. Se acordaba de todo; se aseguraba de no olvidarse de nada. Volvía a pasar la cinta una y otra vez para no olvidar el menor detalle.

Llevaba cuatro años casada con David y lo que todos se preguntaban era cuándo pensaban formar una familia. No era asunto suyo, pensaba Sofía enojada. Era algo entre ella y David, aunque, por alguna razón, Zaza parecía creer gozar de un estatus especial. Sofía le había soltado un par de frescas en alguna ocasión, pero Zaza era muy dura de pelar y no quería captar el mensaje. Sólo David, Dominique y Antoine comprendían sus razones para no tener un hijo. Dominique y Antoine habían asistido a su boda. Aunque había sido una tranquila ceremonia civil, no habían querido perdérsela. Desde Ginebra se habían convertido para ella en unos padres mejores que los suyos. Cuando pensaba en Anna y en Paco, cosa que intentaba que no ocurriera demasiado a menudo, parecía sólo capaz de recordar sus pálidos rostros, ahora ya de un frío color sepia en su memoria, diciéndole que hiciera las maletas y se preparara para el largo exilio que la esperaba. Dominique la llamaba con frecuencia, siempre comprensiva y mostrándole su apoyo incondicional. Se acordaba de su cumpleaños, le enviaba regalos desde Ginebra y postales desde Verbier, y parecía presentir los momentos en que las cosas no iban del todo bien, puesto que siempre llamaba en el instante preciso.

– Quiero un hijo, Dominique, pero tengo miedo -le había confesado el día antes.

– Chérie, sé que tienes miedo, y David lo entiende, pero no puedes seguir aferrándote a tus recuerdos. Santiaguito no es real. Ya no existe. Pensar en él no puede traerte más que dolor.

– Lo sé. No hago más que repetírmelo, pero es como si estuviera bloqueada. En cuanto me imagino con el estómago hinchado y pesado, me entra el pánico. No puedo olvidar lo que llegué a sufrir.

– La única forma de que logres olvidarlo es teniendo un hijo con el hombre al que amas. Cuando ese niño te haga feliz, te olvidarás del dolor que te produjo separarte de Santiaguito, te lo prometo.

– David es maravilloso. No habla mucho de eso, pero sé que no hace más que pensar en ello. Puedo verlo en sus ojos cuando me mira. Me siento muy culpable -dijo, hundiendo la cabeza en los almohadones de la cama.

– No te sientas culpable. Algún día le darás un hijo y formaréis juntos una familia feliz. Ten paciencia. El tiempo es un gran sanador.

– Tú sí eres una gran sanadora, Dominique. Ya me siento mejor -se rió Sofía.

– ¿Cómo está David? -preguntó Dominique. Estaba encantada al ver que Sofía se había enamorado y había dejado atrás el pasado. O casi.

– Como siempre. Me hace muy feliz. Tengo mucha suerte -dijo Sofía sincerándose.

– No te preocupes, eres joven y tienes mucho tiempo por delante para tener hijos -dijo Dominique cariñosa, aunque comprendía los miedos de David y simpatizaba con él de corazón.

Sofía había vivido los últimos cinco años de su vida plenamente consciente. Nunca había dado por sentada su vida con David. En ningún momento había olvidado el dolor y la tristeza que se habían cernido como un negro banco de niebla sobre los primeros años de su exilio, en parte oscureciendo algunos de los acontecimientos que habían sido demasiado dolorosos para hablar de ellos abiertamente. Santi le había enseñado a vivir en el presente; David le había demostrado que podía conseguirlo. El amor que sentía por su marido era sólido y firme. David era un hombre seguro de sí mismo y experimentado y, sin embargo, Sofía había descubierto que bajo ese hombre reservado se ocultaba una vulnerabilidad que la enamoraba. En muy raras ocasiones le decía que la amaba, eso no iba con él, pero ella sabía lo mucho que la quería. Entendía a David.

Sofía tuvo la desgracia de encontrarse con su suegra, Elizabeth Harrison, una sola vez. David las había presentado una semana antes de la boda. Las había llevado a tomar el té al Basil Street Hotel. Había dicho que lo mejor sería que se conocieran en territorio neutral. Así su madre no podría intimidarla y provocar una escena.

Había sido un encuentro breve y extraño. Una mujer de aspecto austero y de pelo cano y liso, con los labios finos y morados, y unos ojos protuberantes y acuosos y extremadamente superficial. Elizabeth Harrison era una mujer acostumbrada a salirse con la suya y a hacer a todos los que la rodeaban tan infelices como ella misma. Nunca le había perdonado a su hijo que se hubiera divorciado de Ariella, cuyo atractivo residía más en su pedigrí que en su personalidad. Tampoco le había perdonado que usara su dinero para producir obras de teatro cuando ella le había animado a que trabajara en el Foreign Office como su padre. No dudó en demostrar su desaprobación cuando oyó a Sofía hablar inglés con acento extranjero, y se marchó lo más dignamente posible apoyándose en su bastón cuando Sofía le dijo que había estado trabajando en una peluquería de Fulham Road llamada Maggie's. David la vio irse sin correr tras ella para pedirle que volviera. Eso era lo que más la había irritado. David no la necesitaba y tampoco parecía tenerle ningún cariño. Frunció sus labios amargos y volvió a su fría mansión de Yorkshire totalmente descontenta con el encuentro. David había prometido a Sofía que no tendría que volver a verla nunca más.

Por mucho que Sofía viviera conscientemente en el presente, el pasado tenía la maldita costumbre de aparecer cuando menos lo esperaba, despertado por alguna vaga asociación que la transportaba de nuevo a Argentina. A veces se trataba simplemente de la forma en que los árboles proyectaban largas sombras sobre el césped una tarde de verano cualquiera, o, si la luna estaba especialmente brillante, la forma en que se reflejaba en las húmedas briznas de yerba, haciéndolas brillar como diamantes. El olor del heno durante la cosecha o el de las hojas quemándose en otoño. Pero nada como los eucaliptos. Sofía apenas había podido disfrutar de su luna de miel en el Mediterráneo a causa de la humedad y de los eucaliptos. Se le encogió el corazón y se sintió consumida por la añoranza hasta que casi le había sido imposible seguir respirando. David la había tenido que ayudar a mantenerse en pie y la había abrazado hasta que logró recuperarse. Luego hablaron de lo sucedido. A Sofía no le gustaba tocar el tema, pero David había insistido, diciendo que tapar las cosas era una mala costumbre, y la había obligado a repasar los mismos hechos una y otra vez.