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Los dos hechos a los que Sofía volvía una y otra vez eran el rechazo de sus padres y el día en que dejó Ginebra y al pequeño Santiaguito.

– Lo recuerdo como si fuera ayer -decía entre sollozos-. Mamá y papá en el salón, el aire cargado y tenso. Estaba aterrada. Me sentía como una criminal. Eran unos desconocidos, los dos. Siempre había tenido una relación muy especial con mi padre y de repente ya no le conocía. Luego se deshicieron de mí. Me echaron. Me rechazaron -y lloraba hasta que el llanto conseguía liberar la tensión que le oprimía el pecho y podía volver a respirar. El dolor que había sentido al tener que dejar a Santi era algo de lo que no podía hablar con su marido por temor a herirle. Esas eran lágrimas que derramaba por dentro y en secreto, permitiendo en su torpeza que el dolor le echara raíces por dentro y se adueñara de ella.

Después de casados, Sofía apenas había pensado en Ariella. La habían mencionado en una o dos ocasiones, como la vez que Sofía registró la buhardilla en busca de una lámpara que, según le había dicho David, encontraría allí y al hacerlo había descubierto un montón de cuadros de Ariella arrinconados contra un muro y cubiertos por una sábana. No le importó. David subió a echarles un vistazo y luego volvió a cubrirlos con la sábana.

– No era una buena pintora -fue todo lo que dijo. Sofía no quiso seguir preguntando. Encontró la lámpara que buscaba, la llevó abajo y cerró la puerta de la buhardilla. Desde entonces no había vuelto a subir, y Ariella no había vuelto a ocupar su mente. Una fiesta de sociedad en Londres era el último lugar donde esperaba encontrarla.

A Sofía las fiestas la ponían nerviosa. No quería ir, pero David insistió. Tenía que dejar de ocultarse.

– Nadie sabe cuánto tiempo va a durar esta guerra. En algún momento tendrás que enfrentarte al mundo -le había dicho.

Cuando en abril el Reino Unido había declarado la guerra a Argentina a causa de la disputa por las Malvinas, Sofía se había sentido terriblemente apenada. Era argentina y, por mucho que hubiera sellado esa parte de su vida, nunca había dudado de lo que era: argentina por los cuatro costados. Cada titular dolía, cada comentario era una pequeña herida. Eran su gente. Pero no tenía sentido salir en su defensa en este lado del Atlántico. Los británicos querían víctimas. David sugirió cariñosamente que se tranquilizara y guardara silencio si no quería acabar también ella siendo una víctima. Era muy difícil no verse envuelta en alguna discusión cuando la gente tenía tan poco tacto; por ejemplo, cuando en las cenas algún idiota golpeaba la mesa con el puño, insultando a los «malditos gauchos». Los argentinos habían pasado a ser «gauchos», y no había nada de cariñoso en ese mote. Después de haber pasado años sin saber que las islas Falkland existían, de repente todos se habían puesto a opinar.

Sofía tenía que morderse la lengua para no darles la satisfacción de verla enfadada. Después se acurrucaba en los brazos de David y lloraba contra su pecho. Se preguntaba cómo lo estaría pasando su familia. Estuvo a punto de colgar la bandera argentina del tejado de Lowsley y gritar a todo pulmón que era argentina y que estaba orgullosa de serlo. No había renunciado a su nacionalidad. No había abandonado a los suyos. Era una de ellos.

La fiesta era una cena con baile que tuvo lugar una triste noche de mayo. Los anfitriones eran Ian y Alice Lancaster, viejos amigos de David. Era la clase de fiesta de la que todo el mundo habla meses antes de que se celebre, y que todo el mundo comenta durante los meses que la siguen. Sofía se había gastado una pequeña fortuna en Belville Sassoon en un vestido rojo de tirantes que relucía sutilmente sobre su piel aceitunada. David había quedado suficientemente impresionado para no preocuparse por el precio y sonreía con orgullo al ver que los demás invitados la miraban con admiración.

Normalmente, en ese tipo de eventos la pareja solía ir cada uno por su lado, sin preocuparse demasiado por el otro, pero Sofía temía que alguien iniciara alguna conversación sobre la guerra, así que tomó a David de la mano y le siguió con desconfianza por la sala. Las mujeres estaban cubiertas de diamantes y complicados peinados, prominentes hombreras y maquillajes alarmantes. Sofía se sentía ligera, aunque quizá demasiado escotada, con un sencillo solitario que relucía contra su bronceado pecho desnudo. Era un regalo de cumpleaños de David. Se dio cuenta de que la gente cuchicheaba a su paso y de que las conversaciones se interrumpían cuando ella se acercaba. Nadie mencionó la guerra.

Se había levantado una marquesina a rayas blancas y azules en el jardín situado tras la mansión que los Lancaster tenían en Hampstead. Sobre las mesas se habían dispuesto extravagantes arreglos florales que yacían desparramados como frondosas fuentes de hojas, y la carpa resplandecía a la luz de cientos de velas. Cuando anunciaron la cena, Sofía vio aliviada que estaba en la misma mesa que David, la del anfitrión. Al sentarse le guiñó el ojo a David para tranquilizarle y hacerle saber que estaba contenta. Él parecía conocer a la señora excesivamente maquillada que estaba a su izquierda, pero el asiento que quedaba justo a su derecha seguía vacío.

– ¡Qué alegría volver a verla! -exclamó el hombre que Sofía tenía sentado a su izquierda. Era un hombre calvo de cara redonda y bronceada, labios finos y unos ojos pálidos y acuosos. Sofía echó una rápida mirada al nombre que aparecía en su tarjeta. Jim Rice. Se habían visto antes. Era una de esas personas que siempre aparecen en todas partes pero de cuyo nombre nunca nos acordamos.

– Lo mismo digo -le sonrió Sofía, devanándose los sesos por descubrir de qué le conocía-. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? -le preguntó con absoluta soltura.

– En la presentación del libro de Clarissa.

– Naturalmente -dijo Sofía, preguntándose quién demonios era la tal Clarissa.

– Dios mío, ¿quién es ésa? -preguntó él de pronto, dirigiendo la mirada hacia la mujer alta y espigada que iba deslizándose elegantemente entre las mesas en dirección a la suya. Sofía tuvo que apretar la mandíbula por temor a que si dejaba la boca abierta no podría volver a cerrarla nunca. La exquisita criatura del sencillo vestido blanco era sin duda Ariella. Sofía la vio acercarse a la mesa. También pudo ver que la silla que estaba junto a la de David seguía vacía. Por favor, Dios mío, no, suplicó en voz baja, al lado de David no.

– ¿No es ésa Ariella Harrison, la ex de David? -dijo el hombre que estaba sentado a su derecha-. Vaya encerrona -murmuró mientras Ariella saludaba a un atónito David y se sentaba a su lado.

– George -dijo Jim en tono de aviso, intentando evitar el faux pas que ya se anunciaba.

– Vaya, ¡una encerrona en toda regla! -soltó el otro hombre, relamiéndose. A continuación se giró hacia Sofía y preguntó-: ¿Crees que Ian y Alice lo han hecho a propósito?

– ¡George!

– ¡Qué alegría verte, Jim! Encerrona, ¿eh? -repitió con una mueca, asintiendo con complicidad.

– George, permite que te presente a Sofía Harrison, la esposa de David Harrison. George Heavywater.

– Mierda -dijo George.

– Sabía que dirías eso -suspiró Jim.

– Lo siento muchísimo, de verdad. Soy un idiota.

– No te preocupes, George -dijo Sofía, con un ojo en George Heavywater, que se había puesto rojo como un tomate, y el otro en Ariella.

Ariella estaba radiante bajo la magnífica luz de las velas. Llevaba sus cabellos blancos recogidos en un moño perfecto que acentuaba su largo cuello y su mandíbula afilada. Parecía distante aunque bellísima. David apoyó la espalda en el respaldo de la silla como si quisiera aumentar la distancia que los separaba, mientras Ariella se inclinaba sobre él con la cabeza ladeada en actitud de disculpa. David asintió en dirección a Sofía, y Ariella desvió su mirada hacia ella y sonrió con cortesía. Sofía logró corresponderle con una débil sonrisa antes de apartar la mirada a tiempo para ocultar el miedo que revelaban sus ojos.