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– Siento lo de George. Menudo idiota indiscreto. Nunca se ha distinguido por pensar antes de hablar. Siempre mete la pata. No aprenderá nunca -dijo Jim, sorbiendo su copa de vino-. La última vez estuvo en casa de Duggie Crichton y dijo: «Me gustaría tirarme a la rubia esa, seguro de que ella estaría encantada» antes de darse cuenta de que era la nueva novia de Duggie. Quedó en el peor de los ridículos. Es un idiota metepatas.

Sofía se echó a reír mientras él se embarcaba en otra historia sobre George. Observaba cómo el lenguaje corporal entre Ariella y David iba relajándose hasta hacerse amistoso. Esperaba que a Ariella se le atragantara el salmón o que derramara la copa de vino sobre su inmaculado vestido blanco. Imaginaba su conversación: «Así que esa es la pequeña gaucha. Qué dulzura de chiquilla, es como un cachorrito». La odiaba. Odiaba a David por ser tan amable con ella. ¿Por qué no se levantaba y se negaba a hablarle? Después de todo, había sido ella quien lo había dejado. Miró a Ian Lancaster que, en ese momento, conversaba atentamente con una delgadísima señora de piel rosada que estaba sentada a su derecha. Tiene aspecto de haber estado colgada del techo de alguna despensa secándose como un chorizo, pensó con maldad antes de echarse a reír de nuevo educadamente con la historia de Jim.

La cena parecía transcurrir a cámara lenta. Todos los invitados parecían comer, beber y hablar a un ritmo innecesariamente pausado. Cuando por fin sirvieron el café, Sofía deseaba desesperadamente volver a casa. En ese momento Ian Lancaster lanzó un ataque contra los argentinos y Sofía se quedó helada en la silla como un animal herido.

– Malditos gauchos -dijo, chupando el cigarro con sus labios blanduzcos y cortados-. Son todos unos cobardes. No hacen más que huir despavoridos ante las balas de los ingleses.

– Todos sabemos que el loco de Galtieri sólo atacó nuestro territorio para distraer al pueblo argentino de su desastrosa política interna -soltó George burlón. Jimi puso los ojos en blanco.

– Por favor -dijo David-, ¿no estamos ya un poco aburridos de hablar de esta guerra?

Miró a Sofía y la vio erizada al otro lado de la mesa.

– Oh, sí, perdona, olvidaba que te habías casado con una gaucha -continuó el anfitrión con saña.

– Una argentina -dijo Sofía sin ocultar su enojo-. Somos argentinos, no gauchos.

– Da igual, lo que importa es que habéis atacado el territorio británico, así que ahora tenéis que afrontar las consecuencias… o salir huyendo -añadió y se echó a reír con ánimo de provocarla.

– Son niños, simples reclutas adolescentes. ¿Acaso te sorprende que estén aterrados? -dijo Sofía, intentando controlar su indignación.

– Galtieri debería haberlo tenido en cuenta antes de actuar. Qué patético. Los hundiremos en el mar.

Sofía miró a David desesperada. Él arqueó la ceja y suspiró. Se hizo el silencio y todos se quedaron mirando sus respectivos platos, presas de la vergüenza. Las mesas vecinas, que habían oído el ataque de Ian, esperaban a ver qué ocurriría a continuación. Entonces una vocecita rompió el silencio.

– Tengo que felicitarte por tu generosidad -dijo Ariella con voz suave.

– ¿Generosidad? -replicó Ian visiblemente incómodo.

– Sí, tu generosidad -repitió Ariella con calma.

– No sé a qué te refieres.

– Oh, venga, Ian, no seas modesto, no te va -dijo Ariella echándose a reír.

– En serio, Ariella, no sé de qué me hablas -insistió Ian irritado. Ariella miró a su alrededor para asegurarse de que todos la escuchaban. Le encantaba tener una numerosa audiencia en momentos así.

– Quiero felicitarte por tu diplomacia. Aquí estamos, en mitad de una guerra contra Argentina, y Alice y tú habéis elegido los colores de la bandera argentina para vuestra carpa -dijo levantando la mirada hacia las anchas bandas azules y blancas del techo. Todos alzaron la vista y miraron al techo y a su alrededor-. Creo que deberíamos brindar por ello. Ojalá fuéramos todos tan considerados. Qué curioso estar aquí mofándonos de Argentina y de su gente cuando estamos en presencia de una de ellos. Sofía es argentina y estoy segura de que ama a su país tanto como nosotros al nuestro. Qué trágico que seamos tan poco refinados para llamarlos gauchos y cobardes cuando ella es una de tus invitadas, Ian. Tu invitada, sentada a tu mesa. Que lástima que el decoro con el que iniciaste la velada al elegir estos colores para tu carpa se haya evaporado como el alcohol de tu buen vino. Aun así, quiero alzar mi copa para brindar por tu sentido de la diplomacia y del decoro, porque la intención estaba ahí. Dicen que es la intención lo que cuenta, ¿no es así, Ian?

Ariella alzó su copa antes de llevársela a sus pálidos labios. Ian se atragantó con el humo del cigarro y la sangre le subió a la cara, tiñéndola de violeta. David miró a Ariella totalmente atónito junto con el resto de los invitados que compartían su mesa y los de las mesas vecinas. Sofía sonrió a Ariella con agradecimiento, tragándose la furia con un sorbo de vino tinto.

– Sofía, ¿me acompañas al tocador? Creo que ya he me he cansado de la conversación de mis compañeros de mesa -dijo Ariella como si nada, levantándose. Los hombres se pusieron en pie, asintiendo boquiabiertos hacia ella en actitud respetuosa. Sofía se acercó a ella con la cabeza alta. Ariella la tomó de la mano y la condujo entre las mesas de los atónitos invitados hacia la puerta. Una vez fuera, Ariella se echó a reír.

– Menudo idiota pomposo -dijo-. Necesito un cigarrillo, ¿y tú?

– No sé cómo agradecértelo -dijo Sofía sin dejar de temblar. Ariella le ofreció el paquete, que Sofía rechazó.

– No me des las gracias. No sabes lo que he disfrutado. Nunca me ha gustado demasiado Ian Lancaster. No entiendo qué ve David en él. ¡Y lo que debe de sufrir su pobre mujer! Noche tras noche aguantando el humo y el malhumor de ese hombre, y esa cara colorada y el aliento a tabaco. ¡Ag!

Pasearon hasta llegar a un banco y se sentaron. La carpa resplandecía a la luz de los cientos de velas, y por el ruido se diría que las conversaciones habían vuelto a la normalidad, como brasas que, con la ayuda de un fuelle, hubieran recuperado sus llamas. Ariella encendió un cigarrillo y cruzó las piernas.

– Ni te imaginas lo que me ha costado no perder los estribos. He estado a punto de echarle la copa de vino en plena cara -dijo

Ariella con el cigarrillo entre los dedos, unos dedos coronados por uñas largas y cuidadas.

– Has estado magnífica. Ian se ha quedado sin habla. Estaba furioso.

– Me alegro. ¡Cómo se atreve a hablar así! -exclamó, aspirando el humo del cigarrillo.

– Me temo que no es el único. Yo no quería venir esta noche -dijo Sofía sin ocultar su tristeza.

– Tiene que ser un momento terrible para ti. Lo siento. Te admiro profundamente por haberte atrevido a venir. Eres como una gacela en un campo lleno de leones.

– David quería venir -respondió Sofía.

– Claro. Ya te he dicho que no entiendo lo que ve David en ese tipo espantoso.

– No creo que vuelva a verle después de esta noche -dijo Sofía entre risas.

– No, claro que no. Probablemente no vuelva a dirigirle la palabra -concluyó espirando el humo por una de las comisuras de la boca al tiempo que estudiaba con atención el rostro de Sofía desde sus negras y largas pestañas-. David es muy afortunado por haberte encontrado. Es un hombre totalmente distinto. Se le ve feliz, satisfecho. Incluso parece más joven y mucho más guapo. Le haces mucho bien. Casi estoy celosa.

– Gracias.