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– Nos hacíamos mucho daño el uno al otro, muchísimo -dijo, echando la ceniza al suelo-. Conmigo siempre estaba de mal humor, y yo era demasiado exigente y terriblemente malcriada. Todavía lo soy. Siento haberle hecho daño, pero me alegra que termináramos separándonos. Nos habríamos destrozado mutuamente si hubiéramos seguido juntos. Hay veces que las cosas no salen bien. Pero David y tú… Puedo ver cuando una pareja tiene futuro. Le has curado el corazón como yo jamás habría podido hacerlo.

– Eres muy dura contigo misma -dijo Sofía, preguntándose por qué en algún momento se había sentido amenazada por Ariella.

– Nunca me gustaron sus amigos. Zaza era una pesada. Quería a David para ella. Yo que tú tendría cuidado con ésa.

– Oh, Zaza es una metomentodo y sí, es un poco pesada, pero me cae bien -insistió Sofía.

– Me odiaba. Tú y David estáis hechos el uno para el otro. Aunque ahora tenemos en común un odio mutuo por Ian Lancaster -dijo Ariella soltando una carcajada.

– Desde luego -suspiró Sofía-. Creía que vivías en Francia.

– Sí, con Alain, el maravilloso Alain -dijo Ariella, y se rió con amargura-. Otro que tampoco duró. No sé -dijo con un profundo suspiro-, me parece que no estoy hecha para que me duren las parejas.

– ¿Dónde está él ahora?

– Sigue en Provenza, intentando ser fotógrafo, igual de vago y de liante que cuando le conocí. Es un holgazán de primera. No creo que se haya dado cuenta de que me he ido.

– No puedo imaginar que haya alguien incapaz de darse cuenta de tu presencia, Ariella.

– Podrías si conocieras a Alain. En fin, en realidad estoy mejor sin ningún hombre, sin ataduras, sin compromisos. Ya ves, en el fondo tengo alma de gitana, siempre la he tenido. Pinto y viajo, esa es mi vida.

– Vi uno de tus cuadros en la buhardilla de Lowsley. Es muy bueno -dijo Sofía.

– Eres un encanto. Gracias. Debería ir a buscarlo. Quizá podríamos tomar el té.

– Me encantaría.

– Perfecto -sonrió-. A mí también me encantaría. ¿Habéis pensado David y tú en tener hijos?

– Quizá.

– Oh, por favor, sí. Adoro los niños… los de los demás, claro. Nunca quise tener hijos, pero David se moría de ganas. Solíamos discutir por culpa de eso todo el tiempo. Pobre David, le hice sufrir muchísimo. No esperes demasiado, David ya no es tan joven. Será un padre maravilloso. No hay nada que desee más que una familia.

Cuando Sofía la oyó hablar así, apoyó la espalda en el respaldo del banco y miró a las estrellas. Pensó en todos esos jóvenes que morían en las colinas de las Malvinas. Todos tenían madres, padres, hermanos, hermanas y abuelos que llorarían por ellos. Se acordó de cuando era niña y su padre intentó explicarle lo que era la muerte; le había dicho que todas las almas se convertían en estrellas. Ella le había creído. Todavía le creía; al menos eso era lo que deseaba. Alzó la mirada hacia todas esas almas que brillaban en el silencioso infinito. El abuelo O'Dwyer le había dicho que la vida giraba en torno a la procreación y la preservación, que la vida debía alimentarse con amor porque sin él no puede sobrevivir. Sofía amaba a David, pero de repente, al ver los millones de almas que resplandecían sobre su cabeza, se dio cuenta de que el verdadero sentido de amar era crear más y más amor. Decidió entonces que por fin estaba preparada para tener un hijo. Quizá Santiaguito fuera una de esas estrellas, pensó con tristeza. Recordó el consejo de Dominique y supo entonces que debía liberarse de él.

Capítulo 32

Lo mejor de lo mucho que la gran simpatía que Sofía sentía por Arie11a era hasta qué punto atormentaba con ello a Zaza. A Sofía le producía un enorme placer contarle el triunfante discurso de Ariella y ver cómo arrugaba la nariz de puro desdén. Ya había pasado un mes desde la fiesta, pero la curiosidad de Zaza por Ariella era insaciable y obligaba a Sofía a contarle la historia una y otra vez cada vez que se veían.

– ¿Cómo puede caerte bien? ¡Es una zorra! -boqueaba Zaza, encendiendo dos cigarrillos por error-. ¡Mierda! -exclamó, echando uno a la chimenea vacía-. No puedo creer que haya hecho eso.

– Estuvo fantástica. No sabes con qué elegancia le bajó los humos a Ian Lancaster… Tan digna y tan despiadada a la vez, tendrías que haberla visto. ¿Sabías que luego Ian me pidió disculpas? Maldito gusano. Naturalmente fui muy cortés con él, no quise rebajarme a su nivel, pero no quiero volver a verle en la vida -dijo con arrogancia.

– ¿De verdad te ha prometido David que no va a volver a verle?

– Sí, se acabó -respondió Sofía, pasándose un dedo por el cuello como fingiendo una ejecución-. Se acabó -repitió echándose a reír-. Ariella vino la semana pasada a recoger sus cuadros y no sólo se quedó a tomar el té sino que pasó aquí la noche. No podíamos parar de hablar. Yo no quería que se fuera -terminó, viendo sufrir a Zaza.

– ¿Y David?

– Lo pasado, pasado.

– Qué increíble -suspiró Zaza, arrancándose un pedazo de esmalte rojo que había empezado a despegársele de una uña-. Sois un par de excéntricos, la verdad.

– Oh, Dios mío, mira la hora que es. Tengo cita con el médico antes de encontrarme con David en su oficina a las cuatro -dijo Sofía, mirando el reloj-. Debo irme.

– ¿Para qué vas? -preguntó Zaza. Acto seguido intentó corregir su indiscreción-: Quiero decir que no te pasa nada, ¿verdad?

– Estoy bien, no te preocupes. Es sólo una rutinaria limpieza dental -dijo Sofía restándole importancia.

– Ah, bueno. Dale recuerdos a David de mi parte -dijo Zaza, estudiando con atención el rostro de Sofía. «Como que me creo que vas al dentista», pensó. Se preguntó si en realidad la visita tendría algo que ver con cierto ginecólogo.

Sofía llegó a la oficina de David a las cuatro y media. Estaba pálida y temblorosa, pero sonreía con esa sonrisa taimada de quien guarda un maravilloso secreto. La secretaria dejó rápidamente de hablar por teléfono con su novio y saludó con entusiasmo a la esposa del jefe. Sofía no esperó a ser anunciada y entró directamente en el despacho de su marido. Él la miró desde el escritorio. Sofía se apoyó en la puerta y le sonrió.

– Dios mío, ¿lo estás? -dijo David despacio con una ansiosa sonrisa-. ¿De verdad lo estás? Por favor, dime que sí -dijo quitándose las gafas con la mano temblorosa.

– Sí, David, lo estoy -le dijo echándose a reír-. No sé qué hacer conmigo misma.

– Oh, yo sí -dijo él, levantándose de un salto y corriendo hacia ella. La estrechó entre sus brazos y la abrazó con fuerza-. Espero que sea una niña -le susurró al oído-. Una Sofía en miniatura.

– Dios no lo quiera -se rió Sofía.

– No puedo creerlo -suspiró David, separándose de ella y poniéndole la mano sobre el estómago-. Aquí hay un pequeño ser humano que crece un poco cada día.

– No se lo digamos a nadie durante un par de meses, por si acaso -le pidió cautelosa. Luego recordó la expresión del rostro de Zaza-. He almorzado en casa de Zaza. Le he dicho que iba al dentista. Pero ya la conoces. Creo que sospecha algo.

– No te preocupes, la despistaré -dijo, dándole un beso en la frente.

– Pero sí quiero decírselo a Dominique.

– Muy buena idea. Díselo a quien tú quieras.

Sofía no sufrió las típicas náuseas matinales. De hecho, y para su sorpresa, se sentía increíblemente bien y en forma. David revoloteaba a su alrededor sin saber exactamente qué hacer, deseando implicarse y ser de alguna ayuda. Si su primer embarazo había sido una experiencia profundamente dolorosa, esta vez las cosas fueron totalmente distintas. Se sentía tan feliz que el recuerdo de Santiaguito fue perdiéndose en el olvido. David la colmaba de atenciones. Le compró tantos regalos que pasadas unas semanas Sofía tuvo que decirle que dejara de comprarle cosas porque ya no tenía dónde ponerlas. Hablaba a diario con Dominique, que prometió visitarla al menos una vez al mes.