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– David está con ellos -dijo volviendo a sentarse en la cama.

– Dejémoslos solos, ¿te parece? -sugirió Ariella-. Se me hace muy raro volver aquí como invitada. Es una casa preciosa. Todavía no entiendo cómo fui capaz de dejarla -bromeó.

– Bueno, me alegro de que lo hicieras, así que, por favor, no cambies de idea.

– De acuerdo, si insistes…

En ese momento los perros entraron correteando seguidos de David, Tony y Zaza.

– Querida Ariella, cuánto tiempo sin verte -la saludó Zaza, dibujando una sonrisa forzada en sus labios violetas.

Ariella le sonrió con frialdad.

– Años. ¿Cómo has estado? Ya veo que sigues con Tony -dijo, viendo cómo Tony y David se alejaban por el pasillo.

– Oh, mi querido Tony, reconozco una buena pieza en cuanto la veo -dijo Zaza soltando una risa nerviosa-. Tienes muy buen aspecto, Ariella -añadió. Podía decir cualquier cosa de Ariella, pero no podía negarle la luminosa belleza por la que se había hecho tan famosa.

– Gracias. Tú también -replicó Ariella intentando ser cortés y pasándole una de sus delicadas manos por el pelo.

– Esa habitación… te ha quedado de maravilla -dijo Zaza refiriéndose a la habitación del bebé.

– De hecho me han llovido los encargos. Casi no doy abasto -les dijo Ariella.

– Bueno, querida, me alegro por ti. No sabía que pintaras tan bien.

– En realidad, los dibujos animados no son mi métier, pero es algo nuevo para mí y me gusta hacer cosas nuevas.

– Sí -dijo Zaza.

Sofía condujo a Zaza a su cuarto, dejando que Ariella terminar»' de deshacer el equipaje.

– Querida, no me habías dicho que era tan exquisita -susurró Zaza cuando estuvo segura de que Ariella no podía oírlas.

– Pero si hace años que la conoces.

– Sí, pero está mucho más guapa. Nunca la había visto tan… tan resplandeciente. Antes lo era, es cierto, pero no así. Está increíble. Mucho mejor de lo que la recordaba -cotorreaba excitada.

– Me alegro -dijo Sofía, viendo cómo Zaza era presa de una exuberancia casi infantil.

Dominique y Antoine fueron los últimos en llegar. Su vuelo se había retrasado y bajaron del coche, despeinados y exhaustos, pero sin haber perdido el sentido del humor que los caracterizaba.

– Antoine me ha prometido que va a comprarme un jet privado -dijo Dominique cuando entró en la casa, empujando a los perros para que la dejaran pasar-. Dice que no tendré que volver a coger un vuelo comercial. Me estresa demasiado y me arruina el look.

– Tiene razón -declaró Antoine con su marcado acento francés-. Pero ya que compro uno, ¿por qué no diez? Así todos sus amigos podrán tener uno.

Sofía se acercó a ellos y los abrazó en la medida de lo posible.

– Podré acercarme más dentro de unas semanas -bromeó, aspirando el familiar aroma del perfume de Dominique.

– ¿Cuándo sales de cuentas? -preguntó Antoine.

– Cher Antoine, te lo he dicho mil veces. Sólo me quedan diez días. Puede ser en cualquier momento.

– Espero que estés preparado para ponerte manos a la obra -dijo Zaza a David-. Puede llegar cuando menos lo esperes.

– Yo también estoy preparado -intervino Tony alegremente-. Ya he traído al mundo a dos de los míos, aunque creo que he perdido un poco la práctica.

– Eso no es lo único que requiere práctica -dijo Zaza por lo bajo.

Ariella sonrió y miró a Tony; no le sorprendió el comentario de Zaza. Tony parecía ser la clase de hombre que se siente más a gusto disfrutando de un buen cigarro en compañía de sus colegas. De repente Quid le pegó el morro a la entrepierna y Ariella volvió de golpe a la realidad.

– ¡Por el amor de Dios! -chilló a la vez que intentaba apartarlo de un empujón. El perro hundió aún más el hocico entre sus piernas, meneando la cola como loco.

– ¡Basta, Quid!-ordenó David divertido-. ¡Quid! Perdona, Ariella, pero es que no está acostumbrado a fragancias tan femeninas como la tuya. Venga, Quid, basta. No deberías tratar así a las señoras, no es propio de un caballero.

– Por el amor de Dios, David, ¿es que no puedes educar correctamente a tus perros? -se quejó Ariella-. No son personas. Parece mentira -suspiró, cepillándose los pantalones y cruzando el vestíbulo en dirección a su cuarto.

Una vez allí, se quitó los zapatos y se acomodó en el sofá, levantando los pies del suelo para evitar a Quid, que seguía mirándola con lascivia a los pies de David. Dominique, que llevaba unos pantalones largos, verdes y anchos, se apoyó en el guardafuego y empezó a juguetear con las cuentas de su collar, pequeñas cuentas parecidas a brillantes escarabajos rojos. Zaza se quedó en la otra punta del guardafuego. Parecía que posara, pensó Sofía. Sostenía el cigarrillo en alto, humeando desde el extremo de la negra boquilla de ébano. Se había alisado el pelo y se lo había cortado a lo garçon y repasaba la habitación con sus ojos entrecerrados y su mirada altanera. Miraba a Ariella con cautela sin bajar en ningún momento la guardia. Tenía bien presente que Ariella tenía la lengua afiladísima. David, Antoine y Tony estaban junto a la ventana hablando del jardín.

– ¿Os apetece salir a cazar conejos? -sugirió David-. El jardín está plagado de esos malditos bichos.

– No seas cruel -gritó Sofía desde la cama-. Pobrecitos.

– ¿Cómo que pobrecitos? Se comen todos los bulbos -le reprochó David-. ¿Qué me decís?

– De acuerdo -dijo Tony.

– Comme vous voulez -dijo Antoine encogiéndose de hombros.

El día siguiente fue un día cálido teniendo en cuenta que era pleno marzo. El sol había disipado la niebla invernal y brillaba radiante. Ariella y Zaza bajaron a desayunar elegantemente vestidas. Las dos habían optado por colores suaves y campestres. No había duda de que los pantalones y la chaqueta de tweed de Zaza eran nuevos, mientras que la falda plisada de Ariella había sido de su abuela y se había ido desgastando con los años. Zaza observó con envidia a Ariella, que sonreía con la satisfacción propia de la mujer que sabe que, en cualquier lugar y ocasión, va siempre hecha un pincel.

David cogió la llave de un pequeño cajón del vestíbulo y abrió el cuartito donde guardaba las armas. Escogió una para él y otras dos para Antoine y Tony. Habían sido de su padre, que en sus tiempos había sido un gran cazador, y llevaban grabadas sus iniciales: E. J. H.: Edward Jonathan Harrison.

Sofía se puso un abrigo de piel de oveja de David y cogió un largo bastón del cuarto de los abrigos con el que mantener a raya a los perros. Cuando se reunieron frente a la puerta principal, Dominique apareció con un llamativo abrigo rojo, una bufanda a rayas azules y amarillas y zapatillas de tenis blancas.

– Vas a asustar a todos los animales vestida así -dijo Tony con descaro, mirándola con fingido horror.

– A todos excepto a los toros -añadió Ariella-. Estás fantástica. Te lo digo en serio.

– Chérie, quizá deberías pedirle prestado un abrigo a Sofía -sugirió Antoine amablemente.

– Coge el que quieras -dijo Sofía-, pero preferiría que fueras así para avisar a los animales de que corren peligro.

– Si Sofía quiere que vaya de rojo, iré de rojo -decidió Dominique-. Ahora en marcha. Necesito una buena caminata después de todas esas tostadas y de los huevos revueltos. Nadie desayuna como los ingleses.

Subieron por el valle hacia los bosques. Cada cierto tiempo los hombres indicaban a las mujeres que habían visto un conejo, y entonces tenían que quedarse todos muy quietos hasta que hubieran disparado. Tony, que no daba una, se giró hacia las cuatro mujeres y susurró: