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– Si os callarais, quizá podría darle a alguno.

– Lo siento, cariño. Intenta imaginar que no estamos aquí.

– Por el amor de Dios, Zaza, ¡se os oye desde Stratford!

El grupo siguió subiendo por el sendero como un lento tren que fuera parando en todas las estaciones. Sofía tenía a los perros bajo control. Iba dándoles de vez en cuando con el bastón y diciendo «¡Hey!», y ellos parecían comprender. Una vez que los conejos fueron asustados por los disparos o por el abrigo de Dominique, David y Antoine se metieron las escopetas bajo el brazo y dieron el día por terminado. Tony, que seguía sin haber conseguido ninguna pieza, miraba a su alrededor intentando encontrar algo a lo que disparar. Por fin apuntó a una paloma gorda que volaba a escasa altura. Disparó y vio, encantado, cómo unas cuantas plumas revoloteaban en el aire. El pájaro se alejó volando.

– Ésa dará con sus huesos en el suelo -dijo triunfante.

– Sí, cuando tenga hambre -dijo Ariella.

– Bien, ya basta -refunfuñó Tony-. Ya me he cansado. Sigamos caminando y hagamos un poco de ejercicio. Hay un par de nosotros que necesita caminar más y hablar menos.

Se volvió hacia Ariella, que se reía tanto que tuvo que apoyarse en Zaza para no perder el equilibrio.

– Mujeres -suspiró Tony-. Qué fácil es hacerlas reír.

Cuando llegó el domingo, Ariella y Zaza se habían hecho buenas amigas, aunque la relación de amistad que mantenían no parecía del todo equilibrada. Zaza, sin terminar de confiar del todo en Ariella, estaba claramente a su merced. Se reía con todas sus gracias, y la miraba cada vez que decía algo para ver cómo reaccionaba. A Ariella, más que impresionarla, Zaza la divertía. Disfrutaba del poder que le daba su belleza, y estaba encantada deslumbrando a Zaza como lo haría una linterna con un zorro. Sofía observaba divertida la dinámica que se había establecido entre ellas, y su simpatía por Ariella fue a más al verla jugar con Zaza sin ningún esfuerzo aparente.

Cuando esa misma noche Sofía pasaba por el rellano del primer piso, oyó discutir a Zaza y a Tony en su habitación mientras hacían el equipaje. Se detuvo a escuchar.

– Por el amor de Dios, no seas patética. ¿Qué demonios pretendes con eso? -estaba diciendo Tony. Utilizaba un tono de voz claramente protector, como si estuviera hablando a su hija.

– Cariño, lo siento. No espero que lo entiendas -le dijo Zaza.

– Bueno, ¿cómo quieres que lo entienda si soy un hombre?

– No tiene nada que ver con el hecho de ser un hombre. David lo entendería.

– Lo único que pretendes es darte aires -dijo Tony.

– No quería que lo discutiéramos aquí, en esta casa -susurró Zaza, sin duda temerosa de que alguien pudiera oírlos. Durante unos segundos Sofía se sintió culpable.

– Entonces, ¿por qué has sacado el tema?

– No he podido evitarlo.

– Te comportas como una criatura. No eres mucho mejor que Angela. Menudo par estáis hechas.

– No me metas en el mismo saco que Angela -le espetó Zaza furiosa.

– Tú quieres irte a Francia con Ariella y Angela está enamorada de una chica llamada Mandy. ¿Cuál es la diferencia?

– La diferencia es que yo soy lo suficientemente mayor para saber lo que hago.

– No te doy más de un mes. Vete e inténtalo si es eso lo que quieres, pero Ariella te dejará en cuanto se aburra de ti.

En ese momento Sofía sufrió una dolorosa punzada en la barriga. Soltó un grito al tiempo que se apoyaba contra la pared para no caerse. Tony y Zaza salieron de su cuarto para ver qué ocurría y corrieron en su ayuda.

– Oh, Dios, ¡es el niño! -soltó Zaza excitada.

– No puede ser -balbuceó Sofía-. Salgo de cuentas dentro de diez días. ¡Ay! -chilló, encogiéndose sobre sí misma.

Tony corrió escaleras abajo llamando a David a gritos mientras Dominique y Ariella salían a toda prisa al vestíbulo desde el estudio. Antoine siguió a Tony y empezó a llamar a David mientras corría por el pasillo. David, que estaba limpiando las escopetas, salió del cuartito de armas y se encontró con que su mujer bajaba las escaleras con la ayuda de una Zaza nerviosa y excitada. Dejó caer el trapo al suelo y corrió a su lado. Sam y Quid corrían alegres de un lado a otro, pensando que quizás iban a salir de nuevo a dar un paseo.

– Dominique, tráeme su abrigo. ¿Dónde están mis llaves? -tartamudeó David, palpándose los bolsillos-. ¿Estás bien, cariño? -dijo solícito, tomando el otro brazo de Sofía, que asintió para tranquilizarle.

– No te preocupes, coge mi coche -dijo Ariella, sacando las llaves del bolso sin perder de vista a Quid.

– Gracias, te debo una -respondió David, cogiéndolas.

– No lo creo -dijo Ariella al tiempo que Quid trotaba hacia ella con la mirada decidida.

Dominique ayudó a Sofía a ponerse el abrigo.

– Voy con vosotros -dijo-. Antoine, vuelve a París sin mí. Yo me quedo.

– Quédate el tiempo que quieras, chérie -respondió él encogiéndose de hombros.

– ¡Quid, Quid, no! -chilló Ariella, buscando a David con la mirada. Pero David se había dejado abierta la puerta principal al salir y el sonido de las ruedas sobre la gravilla indicaba que tendría que vérselas con el perro ella sola.

– Estamos solos tú y yo, perrito -susurró-, y yo no soy de las que pierden el tiempo capturando prisioneros.

– Qué raro -comentó Zaza-. Las primerizas más bien suelen retrasarse.

Capítulo 33

Sofía estaba asustada. El miedo que la invadía no tenía nada que ver con el hecho de dar a luz. Tampoco temía que su hijo pudiera estar en peligro. Estaba segura de que todo iba a salir bien. Sabía que a su pequeña se le había terminado la paciencia y que ya no podía esperar más, y no la culpaba por ello. Lo mismo le ocurría a ella. Lo que le daba miedo era que el bebé fuera niño.

– ¿Dónde está Dominique? -preguntó nerviosa cuando la llevaban en la silla de ruedas hacia el quirófano.

– Está esperando abajo -respondió David tembloroso.

– Tengo miedo -balbuceó.

– Cariño…

– No quiero un niño -dijo con lágrimas en los ojos. David apretó su mano entre las suyas-. Si es niño, ¿qué pasará si es igual a Santiaguito? No creo que pueda soportarlo.

– Todo saldrá bien, te lo prometo -dijo David tranquilizador, intentando parecer fuerte. Nunca había estado tan nervioso. Tenía el estómago destrozado. Sofía parecía estar sufriendo mucho y él no podía hacer nada por ayudarla. No sabía qué decir. Además, tampoco él se encontraba demasiado bien. Intentó combatir las náuseas concentrándose en la labor de tranquilizar a su esposa, pero Sofía seguía aterrada. Veía la carita de Santiaguito mirándola celoso. ¿Cómo podía querer a otro niño? Quizá lo de quedarse embarazada no había sido tan buena idea después de todo.

– Tengo miedo, David -dijo de nuevo. Tenía la boca seca, necesitaba beber algo.

– No se preocupe, señora Harrison. Las primerizas siempre se asustan un poco. Es natural -dijo con amabilidad la enfermera.

¡No soy una primeriza!, gritó Sofía para sus adentros. Pero antes de que pudiera seguir pensando en Santiaguito empezó a empujar y a chillar y a apretar la mano de David hasta que él no pudo reprimir una mueca de dolor y tuvo que arrancarse de la mano las uñas de Sofía. Para sorpresa suya, el bebé salió con suma facilidad a la luz de las lámparas del quirófano con la velocidad y la eficiencia de alguien ansioso por salir del lugar del que procede y alcanzar de una vez su destino. La llegada del bebé fue recibida con una palmada seca a la que siguió un chillido agudo en cuanto inhaló por primera vez una bocanada de aire.